“’SalviYorkers’ ha removido mucho más de lo que yo esperaba”

Por: Claudia Zavala

Carmen Molina-Tamacas, periodista y antropóloga salvadoreña, residente en Brooklyn, Nueva York, comparte con entusiasmo su más reciente proyecto editorial: “SalviYorkers”, un libro que, según la autora, aspira a ser “un punto de partida para que las nuevas y futuras generaciones transnacionales cuestionen de dónde vienen y construyan puentes basados en el diálogo y la comprensión”. La estructura y el contenido de esta publicación, según explica, se fue gestando en paralelo al proceso migratorio personal que ha ido viviendo, desde que llegó a la Gran Manzana, en junio de 2011, junto a su pequeña hija.

“Tomé la decisión de emigrar, junto a mi esposo. Él es de origen salvadoreño, pero nacido en Estados Unidos. Había vivido en El Salvador un tiempo, para ayudar a su mamá en un negocio. Pero, al quedarse sin trabajo, ya no surgieron buenas oportunidades para él en nuestro país. Teníamos ya una niña pequeña que mantener y decidimos apostar por un cambio. Aunque cuando llegué traía un contrato como corresponsal de El Diario de Hoy, me sentía totalmente desubicada, aislada. La mayoría de salvadoreños reside en Long Island, a hora y media en tren, desde Brooklyn. Rentar un carro para llegar me costaba unos 75 dólares y por la nota me pagaban 75. Así que no compensaba. Pero aún así me tuve que mover para hacer varias historias, hasta que una periodista texano-mexicana Michelle García, que había conocido en El Salvador, me conectó con Erika González, directora de El Diario de Nueva York y con Miguel Ramírez, un importante líder y activista salvadoreño que ha trabajado el tema de inmigración y Derechos Humanos, desde la alcaldía de Nueva York. Ahí ya más o menos comencé a tejer una red de contactos, pero no fue fácil”.

Los años de experiencia en diversos medios periodísticos salvadoreños y su permiso para trabajar legalmente fueron su punto de partida para ser aceptada como freelance en El Diario de Nueva York, en el año 2012. Al poco tiempo, el periódico fue comprado por un medio de comunicación más grande, hubo un recorte de personal y un cambio en la Dirección Ejecutiva. Carmen se quedó desempleada y embarazada de su segundo hijo. Esta vez, fue Yurina Espino, periodista salvadoreña que trabajaba en “La Opinión”, de Los Ángeles, quien la volvió a conectar con el medio. En esa segunda fase y siempre como freelance, a Carmen le fueron asignadas las temáticas de educación, salud, inmigración y suplementos especiales. “Nueva York es una ciudad dura. Nadie te espera con trabajo. Además, nosotros estábamos solos, sin familia cercana. Es muy entrópico, un gran relajo, intentar equilibrar la maternidad con este tipo de trabajo. Incluso para mi esposo, que nació y estudió aquí, fue difícil incorporarse al mercado laboral y estabilizarse”.

Después de una etapa larga como freelance, en 2016, pudo incorporarse a “The Weather Chanel” en español, a tiempo completo. Carmen reconoce que, aunque no ha sido fácil para ella abrirse un hueco en su oficio en una ciudad y un mercado laboral como Nueva York, su experiencia es menos compleja que la que vive la mayoría de personas inmigrantes que llegan a Estados Unidos. Muchos de ellos con una carrera o una buena experiencia profesional, pero que se ven obligados a incorporarse en sectores duros de trabajo como la limpieza y los servicios, en horarios intempestivos y con un clima adverso, porque no encuentran oportunidades o porque no tienen sus documentos migratorios en regla. “Siempre digo que es una fortuna trabajar como periodista. Siendo inmigrante, con la edad que tengo y criando hijos pequeños sin ayuda familiar, no es fácil adaptarte a los horarios de trabajo, al agotamiento de transportarte de un lugar a otro y a soportar el frío de Nueva York. Soy realmente una privilegiada”.

A medida que Carmen desarrollaba sus notas y artículos, y con una mayor carga familiar, al convertirse en madre por segunda vez, evidenciaba el vacío de información y documentación sobre la diáspora salvadoreña en Nueva York. Diversas experiencias, como conocer a Katia Andrade, la “matriarca” de los salvadoreños en la ciudad y su impresionante activismo en los años 50 y 60, significaron un descubrimiento sin precedentes y despertaron en Carmen la necesidad de archivar formalmente su trabajo y plasmarlo en una publicación que pudiese trascender las publicaciones digitales que hacía de manera puntual. Finalmente, el sueño de publicar su libro tomó realmente forma al definir la colaboración con su editor José Fernández Pequeño, un escritor cubano-dominicano residente en Miami.

“El libro es la recopilación de todas estas notas construidas en medio del caos de mi maternidad y de mi proceso migratorio personal. Ha sido el embarazo más largo que he tenido. Mi marido siempre me apoyó. En la última etapa, en el verano de 2019, los niños se fueron a Florida de vacaciones, para que yo pudiera cerrar el manuscrito. Durante dos años, tenía pensado un par de títulos muy ‘periodísticos’ para el libro. En navidad de ese año, cuando ya habíamos cerrado el texto, diseño y maquetación, yo estaba creando los perfiles del libro en redes sociales y tomé el hashtag ‘salviYorkers’ para promocionarlo, por los dos gentilicios que se unen, por la ciudad y porque a los salvadoreños en Estados Unidos, nos dicen ‘salvis’. Entonces, mi esposo me dijo: ‘Carmen, el libro tiene que llamarse ‘SalviYorkers’. ¡Casi me dio ataque, sólo de pensarlo! Yo había propuesto títulos más ‘periodísticos’, por mi propio sesgo profesional. Pero entendí que tenía razón. Le doy todo el crédito. Él es un ‘nerd’ de internet, es creador de productos tecnológicos en la red, sabe lo que funciona. Diseñó la portada del libro y compró la fuente tipográfica de la revista ‘The New Yorker’ para poder usarla. Ahora realmente pienso que yo cociné al niño, lo llevé en la panza y él le puso el nombre… tal y como pasa con los hijos, que uno los pare y el papá va al registro a ponerle el nombre y apellido. También he recibido el apoyo de otros compañeros periodistas. Ha sido un trabajo con un gran nivel intelectual y un esfuerzo personal importante. Hacía mis escritos y revisiones en el tren, de ida y vuelta al trabajo. Mi editor es muy exigente. Espero que él también pueda editar la versión en inglés. Vamos a contratar a una traductora para eso. Son más de 55 mil palabras de texto, en 290 páginas”.

Carmen explica que el libro, que puede adquirirse por Amazon y en envíos especiales que se hacen a El Salvador, está dividido en tres partes. La primera parte es un ensayo histórico periodístico que contextualiza la inmigración en Nueva York, el desarrollo de la comunidad hispana en la ciudad y la expansión de los salvadoreños en Long Island. La segunda, incluye biografías cortas de salvadoreños destacados en diversas ramas del arte (literatura, cine, teatro, música), academia, medicina, entre otras. La tercera parte es una línea del tiempo que abarca noventa años, a partir de la llegada a Brooklyn de una familia ítalo-salvadoreña, en 1929, hasta llegar a la historia de una familia indocumentada en la era de Trump, donde una de sus integrantes llegó en enero de 2019, tras unirse a una de las caravanas de inmigrantes.

Enfocada en la promoción de su libro, dice sentirse sorprendida por la acogida que ha recibido, sobre todo, de parte de la comunidad salvadoreña residente en Estados Unidos y por el papel tan importante de las redes sociales para movilizar su obra. “Hasta ahora estoy cayendo en la cuenta de muchas cosas, del compromiso que escribir estas historias representa, de cómo la gente se espeja en las experiencias de otros. Ha removido mucho más de lo que esperaba. Algunas personas que han leído el libro me escriben y me cuentan sus propias historias que dan para otro libro. Mis hijos lo ven y se sienten felices y orgullosos de ser también ‘salviYorkers’. Navegamos en esa mezcla cultural entre lo salvadoreño y estadounidense. Aunque, personalmente, estoy en permanente búsqueda, eso es lo que somos ahora”, finaliza.

“La discriminación se da porque no nos conocemos como personas”

Por: Claudia Zavala

La salvadoreña Jackie Reyes Yanes es conocida por su labor comunitaria en la Alcaldía de Washington. Cuando habla de su trabajo, hay una pasión que desborda sus palabras y es notorio que se siente plena impactando positivamente la vida de las personas latinoamericanas que llegan a la oficina que dirige.

Ella sabe lo duro que es empezar de cero en un entorno diferente. Cuenta que llegó a Estados Unidos, en 1990. Su padre había emigrado al principio de los años 80 en plena guerra salvadoreña. Jackie se quedó viviendo en su pueblo de origen, el Cantón Las Marías, en Nueva Esparta, La Unión, bajó el cuidado de su abuela paterna, Carmen Lucilda. “No me crié con mi mamá, nadie nunca hablaba de ella en casa. Yo vivía con mis tíos y una prima en el cantón. Cuando la guerra empeoró en el interior del país, mi abuela me mandó con otra tía a San Miguel. Durante esos años, aunque tenía el amor de mi abuela y mi tía, fui una niña solitaria realmente. Cuando tenía 12 años, me fui con mi papá a Washington”.

Su padre había aprovechado la reforma migratoria promovida por Ronald Reagan, en 1986, se había legalizado y había iniciado trámites de residencia para su hija. Cuando, por fin, pudieron reencontrarse después de tantos años de separación, Jackie recuerda que el choque cultural  que vivió al llegar fue más fuerte en su casa que en el entorno social, pues emocionalmente se sentía distante y desconectada de su padre, quien ya había formado otra familia en Estados Unidos.

“No sabía inglés, pero siempre he sido muy curiosa y lo aprendí rápido. A los seis meses ya lo estaba hablando. Intenté hacer amigos en la escuela, para compensar lo mal que me sentía en casa. Me volví una niña extremadamente rebelde. No quería estar con mi papá. Cuando fui a El Salvador, para celebrar mis 15 años, le rogué a mi abuela que no me dejara ir a Estados Unidos. Le dije que me tiraría a las calles, que me haría drogadicta, que me dejara vivir con mi gente. Ahora entiendo que ella quería lo mejor para mí y, en un país en guerra, ¿qué puede haber de bueno para una niña? Lastimosamente, yo no entendí. Fui muy inconsciente y, cuando volví, a los pocos meses, salí embarazada”.

Convertida en una adolescente embarazada y sin sus estudios concluidos, la relación con su padre empeoró y, aunque él le ofreció que se quedara en casa, Jackie se fue a vivir con su pareja, otro muchacho de su edad de origen colombo-ecuatoriano. Y se casaron. Ambos empezaron a trabajar en lo que podían para recibir a la criatura, que nació prematura, de 7 meses. “En esa etapa, empecé a conectar con el trabajo de las organizaciones sin fines de lucro. Encontré el Centro Latinoamericano de la Juventud (LAYC, por sus siglas en inglés). Ahí me orientaron, me asignaron una trabajadora social. Me ayudaron psicológicamente a enfrentar mi maternidad. El mundo se me giró por completo. Yo me dedicaba exclusivamente a mi bebé, ella era todo para mí. Como siempre fui una niña sola, anhelaba tener una familia grande. Con 18 años tuve a mi segundo hijo y, a los 20, a la tercera. Entonces, me separé de mi esposo. No nos supimos comprender como pareja. Fue algo realmente desgarrador. Sentía que me iba a morir. Sola, con 21 años y 3 hijos que sacar adelante. Necesitaba ayuda, pero tampoco paraba de resonar en mi mente la frase que siempre me decía mi papá: ‘yo no te he traído a este país para que seas una carga pública’. Realmente estaba desesperada”.

Fue en el mismo Centro Latinoamericano de la Juventud donde Jackie recibió una oferta laboral como asistente de un programa que ayudaba a jóvenes en riesgo de caer en las pandillas, un problema muy preocupante en la comunidad latina y afroamericana de Washington. Ahí aprendió a desarrollar actividades estratégicas, realizar presupuestos, solicitar y gestionar fondos, entablar contacto con la ciudadanía y, además, le permitía la flexibilidad horaria para que pudiera encargarse de sus tres hijos. “Ganaba 23 mil dólares al año. Eso es bien poco para los gastos de aquí. Vivía en un apartamento de una habitación donde dormíamos los cuatro. Cuando pagaba alquiler, comida y demás facturas, a veces, sólo me quedaban 5 dólares. Compraba ropa de segunda mano. La lavaba bien. Mis hijos siempre iban muy limpios y bien vestidos. Identifiqué tiendas donde por 20 dólares compraba un montón de juguetes. Ellos ahora me dicen: “Mom, te la ingeniaste tanto, que nunca supimos que éramos pobres”.

A esas alturas, la visión de Jackie ya había cambiado. En diversas ocasiones, su abuela le había dicho que volviera a El Salvador, que ella le ayudaría con los niños, que no tenía que estar pasando por esa situación tan difícil sola. Pero en Jackie ya existía un espíritu de superación y una incipiente vocación social y comunitaria que la llevaba a dedicar horas extra a su trabajo. “Me mandaban a áreas bien feas y peligrosas donde vivían latinos y afroamericanos. Estaban en una verdadera situación de riesgo, sin muchas oportunidades. Es una alegría para mí ver que ahora algunos son bomberos o que incluso trabajan en la alcaldía, son personas de bien”.

 Un día, uno de los edificios de la zona, donde vivían en su mayoría latinos, se quemó. La dueña ofreció 500 dólares a cada familia, para que volvieran a vivir y no protestaran. Pero era una cantidad absurda, pues sólo el alquiler de un mes era más caro y los gastos de los daños mucho más. “Yo me involucré para encontrar una solución. Hicimos una comitiva para reclamar por sus derechos y, finalmente, la mujer terminó vendiendo el edificio ¡por un dólar! ¡increíble! Por primera vez, comprobé que cuando la gente se une y tiene un objetivo en común puede conseguir cosas. También me di cuenta de lo mal que vivían muchos inmigrantes y del miedo que tenían a reclamar sus derechos”.

La figura de Jackie, poco a poco, se iba haciendo más notoria en su comunidad. A los pocos días, recibió la invitación para participar en un Comité de Acción Política, donde se discutiría la posibilidad de conseguir el derecho a voto para las personas residentes legalmente en Washington, y no sólo a las ciudadanas.  Jackie tenía 24 años y fue nombrada directora de Membresía. Esa experiencia la llevó a conocer un poco más las entrañas de la política local de su ciudad. Eso, a su vez, la puso en la mira del entonces candidato a la alcaldía de Washington, Adrian Fenty, quien la reclutó para su campaña, por la capacidad que tenía para conectar con la gente. Era el año 2007.

“Me involucré como voluntaria, no me pagaban. Me entrenaron hasta en la manera de tocar la puerta de la gente -3 golpes secos-  en cómo debíamos ir vestidos y cómo comportarnos ante ellos. Yo siempre he sido gordita y, un día, estaba tan cansada que decidí sentarme en una silla. El candidato me corrigió y me dijo que no quería que me volviera a sentar. ‘Es mi imagen’, me recalcó. Ahí se me salió lo salvadoreña y le dije: ¿ah, sí? Pues muchas gracias, aquí le entrego su camiseta. ¡Adiós! Y me fui. A los días, o recapacitó, o vio que no tenía a otra persona que hiciera lo que hacía yo. Me llamó. Me dijo que me pagaría para ser parte de su equipo y que me preparara para dos meses duros de campaña. Creí en el programa de reforma educativa que tenía para transformar nuestras escuelas, que daban lástima. Decidí apoyarlo”.

Por la dedicación exclusiva que emplearía en la campaña, Jackie decidió enviar a sus tres hijos con su madre, a Houston. Aunque no se había criado con ella, años atrás, en aquel viaje realizado a El Salvador, para celebrar sus 15 años, había decidido buscarla. Por medio de un familiar, descubrió que su mamá también vivía en Estados Unidos y empezó a tener contacto con ella, pero reconoce que nunca llegó a consolidar una relación realmente cercana con ella. Sin embargo, tenía claro que sus hijos tenían derecho a convivir con su abuela y a desarrollar un vínculo distinto con ella. Su mamá lo aceptó y se encargó de cuidarlos, mientras Jackie se implicaba en sus labores políticas en Washington. “Es una de las cosas de las que me siento orgullosa. Ellos adoran a mi mamá”.

La campaña fue todo un éxito y Fenty tuvo una victoria apabullante. Jackie fue nombrada asistente de Relaciones y Servicios Comunitarios. Aunque el pago durante la campaña habían sido 500 dólares semanales, ella cuenta que cuando el alcalde la llamó para informarle de su cargo, le dio un bono de 10 mil dólares. “¡Nunca había tenido tanto dinero en mi vida!”, recuerda.

Poco a poco, la implicación de Jackie en el trabajo le fue dando más visibilidad como enlace entre la alcaldía y la comunidad latina en Washington. Su vida personal, en cambio, había iniciado una etapa complicada de gestionar, pues su hija mayor se había convertido en una adolescente rebelde y bastante problemática. “Un día, en nuestro apartamento se había arruinado el baño. La administradora me dio las llaves de otro apartamento que estaba desocupado, para que pudiéramos ir ahí, mientras lo arreglaban. Mi hija escuchó y yo no me di cuenta. Ese mismo día, cuando estaba en el trabajo, me llaman y me dicen que mi hija había entrado a ese apartamento con un grupo grande de jóvenes y estaban fumando marihuana. Yo misma llamé a la policía. Y pedí que la detuvieran. Fue muy duro hacerlo, pero ya no sabía cómo corregirla y que entrara en razón. De remate, sus dos hermanos veían ese ejemplo. Tenía que cortarlo de raíz. La crianza como madre soltera es muy dura. Mi papá me decía: ¿ahora me entiendes, verdad? Creo que gran parte de los problemas de nuestros jóvenes latinos se dan porque sus padres trabajan mucho, no están presentes, no hay disciplina en el hogar y no conocen los límites. Es importante ser firme, aunque nos duela el corazón”.

Jackie reconoce que, durante todos estos años de trabajo, no ha evidenciado de manera directa ningún comportamiento grave de discriminación hacia ella, pero sí ha vivido situaciones incómodas que ha tenido que encarar. “También tiene que ver con mi carácter. Soy fuerte y no me dejo. Creo que les daría miedo acosarme o decirme algo, jaja! Aunque cuando estaba recién llegada a la política, con 25 añitos, un hombre latino y un afroamericano sí me vieron como ‘carne fresca’ e intentaron aprovecharse. Les puse sus límites, claro. He vivido el juego político de que te hagan sentir menos por tu lugar de origen, tu clase social, o porque no tengo los estudios que otros tienen, aunque sí me formé en trabajo social. Pero mi labor es directa con la gente, eso se trae, se siente, no es de la universidad, y mi empuje es lo que me ha hecho llegar hasta donde he llegado. También me han ninguneado por mi acento. Yo he aprendido perfectamente el inglés, me comunico súper bien. Eso es suficiente. ¿Por qué tendría que cambiar mi esencia?”.

Luego de su trabajo con Fenty, Jackie comenzó a colaborar con el entonces Concejal Jim Graham, como directora de Asuntos Latinos y Alcance Comunitario. Con la llegada de Muriel Bowser a la alcaldía de Washington, Jackie dio un salto mayor en su carrera y fue nombrada directora ejecutiva de la Oficina de Asuntos Latinos de la Alcaldía (MOLA, por sus siglas en inglés), convirtiéndose en la primera mujer salvadoreña que dirige esta agencia. Desde su llegada al cargo, Jackie ha conseguido que el presupuesto de su oficina aumente de 2.9 millones a 5.9 millones de dólares. Se ha enfocado en la ejecución del Programa de Servicios de Justicia para los Inmigrantes, ha desarrollado un acuerdo de ciudades hermanas entre Washington D.C. y San Salvador y ha consolidado el financiamiento para la restauración de los departamentos Monseñor Romero, en Mount Pleasant, que fueron destruidos por un incendio, en el año 2008, entre algunos de sus logros.

Al hacer el balance de casi 30 años de proceso migratorio en el que su implicación social y comunitaria ha sido un eje indiscutible, Jackie reflexiona sobre las diferencias que ve en la comunidad salvadoreña en Washington, a lo largo de tres décadas: “La gente que emigró en la época de la guerra era más pobre y con pocos estudios. Ahora tenemos a personas más formadas, de todos los niveles, con más sentido de comunidad, aunque todavía nos falta consolidarnos. Esas diferencias hay que aprovecharlas. Todos los dedos de tu mano no son iguales, pero deben articularse juntos para funcionar. En el plano personal, estoy feliz en mi rol de abuela. ¡Tengo dos nietos preciosos! Una de 2 y uno de 1 añito. ¡Me tienen loca de amor! Estoy orgullosa de mis hijos. Tanto esfuerzo ha valido la pena. La mayor estudia Business Management, tiene su casa propia, trabaja. La otra estudia Derecho. Y el varón es electricista profesional, en Houston. Yo ahora empezaré un curso en la Universidad George Washington al que me manda la alcaldesa. Sigo estudiando para mejorar en mi trabajo. Vivo sola y estoy más centrada en mí. Quiero estar más enfocada en mi salud y hacer ejercicio. ¡Tengo que estar bien fit para mis nietos! Después de todo este tiempo, creo que el racismo y la discriminación se dan porque no nos conocemos como personas. Cuando nos mezclamos, nos escuchamos e intercambiamos ideas nos damos cuenta que tenemos aspiraciones parecidas. Nadie viene aquí a quitarle nada a nadie”, finaliza.

 

“La diversidad está en nuestra sociedad y debemos respetarla”

Por: Claudia Zavala

El terror que le provocaron los terremotos, ocurridos en El Salvador en el año 2001, fue el detonante para que Heidi Andrade decidiera emigrar: “Sé que puede parecer exagerado para algunas personas. Sobre todo, porque en nuestro país siempre tiembla. Pero yo les tengo un miedo que me supera y, además, estaba sola, porque toda mi familia ya vivía en Estados Unidos. Recuerdo aquellos retumbos de madrugada en la casa y yo sin saber qué hacer… ¡entré en pánico! La noche del 13 de febrero, llamé a mi mamá y me dijo ‘hija, venite, ¿qué estás esperando?’. Al día siguiente, renuncié en mi trabajo, cogí mi visa de turista y compré el boleto de avión. En cuestión de 24 horas, ya estaba en Nueva York, y mi vida estaba a punto de cambiar”.

Heidi era una joven de 20 años. Recuerda la bienvenida que le dio el crudo invierno de la Gran Manzana. Graduada como Secretaria Ejecutiva Bilingüe, se había desempeñado laboralmente en la principal aerolínea salvadoreña. Pero, al llegar a Nueva York, comenzó a trabajar como mesera. Según cuenta, tuvo mucha suerte, pues logró ampararse al Estatus de Protección Temporal (TPS) y sólo estuvo trabajando ilegalmente durante 6 meses. “Trabajar de mesera fue durísimo. No sólo por el trabajo físico, sino porque yo ‘creía’ que sabía inglés. Lo había estudiado y en la aerolínea lo ponía en práctica también. Pero, al llegar a Nueva York, sentía que no entendía nada. ¡Era súper frustrante! Tuve que ponerme a estudiar nuevamente, para poder desenvolverme”.

Al poco tiempo, por medio de su hermano que residía en Houston, logró contactar  con la aerolínea en la que había trabajado en El Salvador y recibió la oportunidad de incorporarse nuevamente. Heidi se trasladó a Houston, a la casa de unos primos de su madre, quienes, según ella, la ayudaron incondicionalmente en esa etapa inicial tan difícil. Como el trabajo que le ofrecieron era sólo de medio tiempo, para cubrir sus gastos, comenzó a trabajar la jornada vespertina en otra aerolínea y, de madrugada, repartiendo periódicos. Tener esos tres trabajos le permitió ahorrar y alquilar un apartamento para ella sola, a los 6 meses de haberse cambiado de ciudad.

Al siguiente año, el buen récord laboral de Heidi hizo que su jefe la propusiera como asistente de la Gerente, en Dallas. Entusiasmada por la propuesta, hizo sus maletas y decidió aprovechar la oportunidad para seguir creciendo. Luego de dos años de trabajar en Dallas, se mudó a San Francisco, California, siempre como empleada en la aerolínea. En esa ciudad le esperaba el primer cambio fuerte en su vida personal, pues se reencontró con su vecino de Soyapango, y se casó con él. “Jajaja, así, literal, era el vecino que vivía en frente y nos encontramos en San Francisco. Esas cosas pasan. Estuve 7 años en esa ciudad con él, pero las cosas no salieron bien y nos divorciamos”.

San Francisco también significó un crecimiento en el aspecto laboral, pues también trabajó en una ONG que ayudaba a familias a buscar guarderías financiadas por el Gobierno. Su trato era, en su mayoría, con personas latinas que recibían ese tipo de apoyo. Heidi también aprovechó esa época, para incorporarse al College y mejorar su inglés a nivel universitario. “Ahora sí puedo decir que soy bilingüe y que, de verdad, lo hablo como debe de ser”.

A finales de 2010, regresó a Houston. Y, nuevamente, otra potente “casualidad” de la vida sorprendió su corazón: Se reencontró con un ex compañero de la aerolínea en El Salvador y se casó con él. “Lo enamoré con una mariscada. A mí me encanta cocinar y, un día, él me pidió un buen sopón salvadoreño, ‘pero no sopa de mariscos rala, sino una de verdad’, me dijo. Se la hice, le gustó, conectamos como pareja y, hasta el día de hoy, seguimos juntos”.

Sin embargo, ni todo su desarrollo laboral en distintas ciudades estadounidenses, ni las curiosas coincidencias en su vida amorosa tienen tanto protagonismo en la historia de Heidi como su intensa maternidad. En marzo de 2013, el matrimonio dio la bienvenida a su primer hijo, Jorge, y tres años después, llegó su hija, Juliette. Según Heidi, las vivencias que ha experimentado desde su rol de madre han significado el verdadero antes y después en su vida. Su voz se emociona notablemente, cuando habla de sus niños: “Me llamaba la atención que Jorgito, con casi 4 años, no hablaba. Le costaba mover sus piernas como lo hacen la mayoría de niños. Después de estar durante muchos años dedicadísima a mi trabajo, decidí renunciar en la aerolínea, y dejarlo todo para cuidarlos al cien por ciento en casa, porque sabía que algo no iba bien. Mi sorpresa es que Juliette también empezó a evidenciar señales que no esperaba. Después de muchas pruebas y análisis que les hicieron a los dos, en marzo de este año me confirmaron que mi hijo es autista. Y a principios de este mes de diciembre, me confirmaron que la niña también lo es. ¡Ha sido como un jarro de agua fría para nosotros! ¡Es muy duro y doloroso! Te preguntas tantas cosas… ¿por qué ha pasado? ¿de dónde viene eso? ¿qué he hecho mal? Comencé a informarme, a estudiar, a llevar a mis hijos con especialistas, a intentar hacer todo lo posible para que puedan tener una buena calidad de vida, dentro de nuestras posibilidades”.

Con la fuerte carga económica bajo la responsabilidad exclusiva de su esposo – él tiene su propio camión y transporta productos petroleros a plantas químicas en Texas – Heidi decidió contribuir a los ingresos familiares, haciendo lo que siempre se le ha dado bien: la cocina. “Hace dos meses se le arruinó el camión y, como no puede estar parado, invertimos todos nuestros ahorros para repararlo. De remate, el ‘impeachment’ de Trump ha afectado mucho al negocio del petróleo y los empresarios no quieren arriesgar. Con el frío no se produce tanto petróleo en Texas y, para terminar, mi esposo se enfermó fuertemente de gripe. Hay que pagar la casa y las facturas  seguían llegando… Así que, ante semejante situación, pensé en hacer algo que me generara ingresos inmediatos. Y se me ocurrió hacer quesadillas salvadoreñas”.

El 12 de noviembre fue su primer día. Heidi madrugó y horneó 4 quesadillas, llenó dos termos con café y se fue a buscar una construcción con trabajadores latinos. Llevaba a su hijita con ella. Esperó desde las 8:30 am hasta las 11:30 am, para ver si tenía suerte, y cuenta que ese día sólo vendió una porción de quesadilla con una taza de café. Sin embargo, aunque reconoce que se sintió frustrada y desanimada por ese mal inicio, decidió seguir ofreciendo su producto, al día siguiente. Esta vez, la acompañó su papá. “Vimos una construcción como de 500 obreros. Mi papá es bien ‘chachalaco’ y se puso a platicar con algunos. Pedimos permiso y logramos vender un poco. Mi papá trabaja en un centro comercial y se dedicó a promocionarme también. Cada día me compran unas 10 quesadillas sólo ahí. Me empecé a anunciar en Facebook, en el grupo ‘Mamás salvadoreñas en el mundo’ y me empezaron a comprar. Hace poquito, vendí 17 quesadillas en un día ¡qué feliz me sentí! La pequeña la doy a 5 dólares, la grande, a 10. Las llevo a domicilio. Dependiendo de la distancia, no hago ningún tipo de recargo en el precio. Mi meta es empezar a venderlas en un supermercado cercano, a partir de enero. Quiero mejorar el envoltorio, las etiquetas. Siempre que me compran, aprovecho para preguntarles a mis clientas ¿cómo crees que puedo mejorar mi producto? Vamos poco a poco, pero me anima pensar que puedo contribuir en mi casa. Me toca pesado, porque me levanto a la 1:00 de la madrugada, para prepararlas y hornearlas. Me organizo así porque me gusta vender producto fresco, del día. Pero, sobre todo, para que cuando despierten mis hijos tempranito, puedo dedicarme por completo a su cuidado. También le cocino todos los días a mi esposo los tres tiempos de comida, para que pueda llevar alimentos sanos y ricos a su trabajo. Ellos son mi prioridad”.

Con el esfuerzo cotidiano que incluye el cuidado de sus hijos, la gestión de su casa y el desarrollo de su pequeño negocio, la visión empresarial de Heidi ha comenzado a dibujarse con más ambición: “Quiero montar un restaurante que, aunque venda comida variada, se especialice en sopas típicas de mi país. Se llamará ‘Sabores Torogoz’. Una mamá del grupo de salvadoreñas que he contactado en Facebook me está haciendo ya el logo. Siempre he tenido el ‘gusanito’ de tener algo propio y la situación de mis hijos ha sido el motor que me ha empujado a hacerlo realidad. Ya tengo 41 años y no quiero seguir perdiendo mi tiempo, así que me voy a lanzar. Me han ofrecido volver nuevamente  a la aerolínea, como supervisora, en un puesto mejor, pero quiero apostar por mi sueño. Y porque mis hijos me necesitan a su lado. Están ambos con educación especial, con el apoyo que necesitan y, a la vez, presentan unos avances educativos bien sorprendentes para su edad. Necesito seguir estando cerca, para que sigan avanzando. Yo me pregunto ¿cómo hacen los otros padres de hijos con autismo que, obligatoriamente, se tienen que ir a trabajar? Con esta situación familiar uno aprende a ser más empático y tolerante con los demás. La diversidad forma parte de nuestra sociedad y debemos respetarla. He aprendido a no juzgar a los niños que hacen berrinche en la calle y no criticar a los padres que no les dicen nada. No sabemos, realmente, qué sufrimiento hay detrás… qué cansancio llevan, qué ha pasado antes de esa pataleta, qué diagnóstico tiene ese niño… A pesar de que se han hecho avances, en nuestra sociedad existen muchos prejuicios todavía y es tan doloroso que te discriminen a tus hijos, por ser como son. A mí me parece importante hablar abiertamente del autismo, sobre todo en nuestras comunidades latinas, para que entendamos en qué consiste y no pongamos etiquetas que hacen tanto daño”, finaliza.

“Las madres que emigramos pagamos el costo más duro de la separación”

Por: Claudia Zavala

Cuando Delmi Galeano se expresa, desprende alegría y buen humor. De palabra fácil, cercana y dicharachera, es difícil imaginar, a simple vista, que esta salvadoreña de 38 años haya pasado por un verdadero calvario, desde que decidió emigrar hacia España, en el año 2013. “Llegué a Madrid, un 27 de diciembre, a las 2:30 de la tarde. ¡Hacía un frío del demonio! Yo dije: ‘estos españoles ponen el aire acondicionado del aeropuerto bien fuerte’. Pero, cuando salí a la calle, me di cuenta de que ese era realmente el frío que estaba haciendo ¡Padre santo!”.

Licenciada en Derecho por la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” (UCA), Delmi trabajaba en su país en una financiera, como gestora de cobros. Cuenta que, luego del nacimiento de su segunda hija, enfermó gravemente de un tumor en el pecho. Y ahí comenzó la debacle económica de la familia: En un año y medio, tuvo que ser operada en tres ocasiones. Aunque, al principio, su madre la ayudaba con los gastos, desde Estados Unidos, los costos iban aumentando tanto que no era posible cubrir todo. Cuando en su trabajo se dieron cuenta de su situación de salud, la despidieron. Un finiquito de 1,300 dólares y la ansiedad por quedarse sin empleo la acompañaron en esos días de verdadera desesperación. De remate, su esposo, abogado de profesión como ella, también se quedó sin trabajo. Luego de agotar todas las opciones laborales posibles y no ver frutos, y de que su madre retornara a El Salvador para ayudarla con los niños, Delmi decidió partir. Unos tíos residentes en Estados Unidos le ayudaron a comprar el boleto de avión. España fue el destino, pues ahí residía su hermano y porque una vecina recientemente había viajado también, para buscar trabajo.

“Pasé un tiempo en que unas ex compañeras del colegio me compraban comida. ¡Fueron como ángeles en mi vida, mis hermanas! Fue duro darme cuenta que, aún teniendo formación profesional y siendo muy trabajadora, no encontré opciones laborales en mi país. Uno no toma esta decisión porque sí. La piensa mucho y se atreve a dar el salto, pensando sólo en el bienestar de sus hijos. Eduardo tenía 12 años y Daniela, 3. Mi mamá me decía ‘hija, no te vayas, sos profesional, te ha costado tanto, ¿qué vas a ir a hacer?’ Yo me sentía fuerte, con ganas de luchar. Pero, por muy mentalizado que venga uno, nada ni nadie te prepara para la oscuridad emocional que estás a punto de vivir”.

Delmi llegó a la casa que su hermano compartía con su pareja. A los dos días, se empadronó y compró un celular. Sin tener ningún tipo de contacto, comenzó la búsqueda de trabajo por internet y en los anuncios de las calles. A los pocos días, consiguió trabajo como empleada interna en La Moraleja, una de las zonas más exclusivas de Madrid. Era una casona de cuatro plantas, en la que vivían una empresaria divorciada, sus padres y sus dos hijos, de 9 y 7 años. Delmi iniciaba sus labores a las 6 am y terminaba a las 10 pm. Tenía sólo media hora para comer y media hora de descanso. Cocinaba, lavaba, planchaba, cambiaba 3 veces por semana toda la ropa de cama, y limpiaba a fondo toda la casa y la piscina. Su permiso de salida iniciaba el sábado al mediodía y concluía domingo por la noche. Cobraba 750 euros al mes y no tenía seguridad social.

“Iba con uniforme de empleada doméstica ¡eso es tan degradante! Te mata la moral como persona, te mina el autoestima. La señora me dijo que era para que no se me arruinara mi ropa. No podía comer con ellos, debía esperar en la cocina, hasta que terminaran. Un día, me tomé una coca cola ¡y ella se puso como una fiera! Luego de seis meses, decidió irse a Suiza y me quedé sin trabajo, de un día para otro”. Al poco tiempo, contactó con otra opción laboral aunque, desde el principio, recibió una marcada advertencia: “esta abuela es ‘telita’, cosa seria, tiene muy mal genio. Pero, si aguantas tres años, te pueden hacer los papeles”, le dijeron.

Motivada por la promesa de legalizar su situación migratoria, Delmi aceptó el trabajo. Esta vez, era en un piso pequeño en el barrio de Móstoles, también en Madrid. La señora “cosa seria” tenía 88 años y vivía con un hijo. Por 850 euros, Delmi debía encargarse de absolutamente todas las labores del hogar y, además, permanecer al cuidado de la anciana: bañarla, cambiarla, darle de comer, estar pendiente de ella por las noches… Además, todas las mañanas, debía acudir a la casa de la otra hija de la señora, que vivía en frente, también para limpiar, lavar y planchar. Todo por el mismo sueldo. Y luego, al mediodía, regresar corriendo a la otra casa, para cocinarle a toda la familia, a la que se sumaban 2 nietos, que se reunía todos los días para almorzar. Su permiso de salida era más acotado aún: sólo los domingos de 9 am hasta las 9 pm.

 “Me acuerdo que lloraba en la casa de la hija de la señora, mientras planchaba. ‘Los papeles, Delmi, los papeles’, me repetía a mí misma para darme ánimos. El trabajo era muy duro físicamente. Comencé a perder mucho peso, unos 4 kilos (8 libras) por semana. La abuela pesaba 80 kilos (unas 175 libras) y medía 1.80 metros. La cargaba para ponerla en la silla de ruedas, en la cama, en el sofá… era extenuante. Además, era un machaque psicológico constante, porque ella siempre estaba quejándose. Me decía que yo no podía hacer nada bien; llegué a pensar que, de verdad, era una inútil. Me estaba consumiendo… Me alentaba saber que estaba juntando dinero para enviarles a mis hijos, que estaban bien con su papá y mi mamá. Pensaba en que podían ir a un buen colegio, tener un buen futuro. Me llegué a hacer un plan en un papel, con los días que me faltaban para cumplir los tres años y que me hicieran el contrato para regularizar mis papeles. ¡Como los presos! Marcaba los días y, ahora que lo pienso, realmente, estaba presa toda la semana y el fin de semana era como mi día de libertad condicional. Ese día de descanso, me iba al centro comercial Xanadú. Me compraba una hamburguesa y me iba a caminar y a caminar, como ida… Hablaba por teléfono con mis hijos y después, a la casa, a volver a comenzar con esa tortura. Nunca le dije nada a mi familia, para no preocuparlos”.

Delmi cuenta que, efectivamente, a los tres años, la señora cumplió con su promesa de hacerle el contrato que necesitaba para regularizar su situación migratoria. Luego de recibir, por fin, su permiso de trabajo y residencia legal, un 19 de septiembre de 2016, la Ley le exigía cotizar a la Seguridad Social, al menos, 3 meses en el mismo lugar de trabajo. Cuando ese tiempo pasó, en diciembre de ese mismo año, Delmi anunció a la familia que se iría: “¡Es una putada lo que nos has hecho, ahora nos dejas!, me dijo la señora. Yo en el fondo me sentí hasta culpable por querer salir de ahí. Es bien raro, pero se llega a desarrollar una especie de ‘síndrome de Estocolmo’, a pesar de cómo te han tratado. Yo llegué a tomarles un gran cariño; me sentía como el pariente pobre de la familia. Nunca olvidaré el día en que, recién llegada a ese trabajo, mi hijo me llamó llorando, pidiéndome que por favor volviera a El Salvador. Yo quedé tan destrozada que no podía parar de llorar. La abuela me vio, me sentó y me dijo: ‘Yo tengo un hijo muerto al que no volveré a ver jamás. Tú podrás ver a tu hijo dentro de tres años, así que no llores más’. Creo que, a su manera, toda tosca, intentó darme ánimos y me ayudó a seguir adelante”.

Con mayor experiencia sobre cómo era la vida en España, las condiciones de negociación en el trabajo como empleada interna y más “liberada” por tener sus papeles migratorios en regla, Delmi consiguió un empleo, en la zona de Atocha, frente al Parque del Retiro de Madrid. Se trataba de una familia de cuatro miembros, ella era psicóloga, él empresario y tenían dos niños de 15 y 12 años, respectivamente. Eran económicamente acomodados y con un trato mucho más respetuoso, educado y considerado hacia ella.

El año 2017 pintó con mejores colores para Delmi. Después de varios años sin verse, una de sus mejores amigas y ex compañera de colegio, Ana Martha, una salvadoreña residente en Islandia, estaba de visita en Madrid y pudieron verse y recordar viejos tiempos. La invitó a viajar a la isla y la ayudó económicamente para que pudiera pagarse el boleto de avión. Después de 4 años de trabajo agotador, en julio de 2017, pudo tomarse unas vacaciones de verdadero descanso. Reencontrarse con su amiga la ayudó, poco a poco, a reconectar con la Delmi de siempre. Desde Islandia, Ana Martha la contactó con Pili, una amiga residente en Barcelona, quien, a su vez, la conectó con Carolina Elías, otra salvadoreña residente en Madrid, que es presidenta de la Asociación Servicio Doméstico Activo (SEDOAC). Desde ese espacio, Carolina, abogada de profesión y que también ha vivido la experiencia de ser empleada doméstica en Madrid, reivindica junto a su equipo los derechos de las empleadas de hogar y las ayuda a empoderarse y a tejer redes de apoyo entre ellas. Carolina, además, trabaja en el Centro de Empoderamiento de Trabajadoras del Hogar y Cuidados (CETHYC), el primer centro de Madrid que  realiza diversas actividades de formación, entre otras, para mujeres que se dedican al empleo doméstico, ubicado en el distrito de Usera. Según Delmi, contactar con esta red de mujeres ha significado un antes y un después en su proceso migratorio.

“Comencé a acudir los fines de semana a las actividades que hacían. Cuando vi a Carolina le dije: ‘¡heyyyy, sos guanaca! Me ha ayudado tanto esa mujer. Yo antes dibujaba y hacía muchas manualidades. En El Salvador, trabajé dando clases de pintura, de hacer piñatas y bisutería, para rebuscarme un dinerito extra. Después de tantos años, me animé a hacer la pancarta del CETHYC, para la marcha del 8 de marzo, en la que se reivindican los derechos de la empleada de hogar también. Plasmé los colores y la estética de nuestro país, me inspiré en paisajes de Ataco y Chalatenango. ¡A la gente le gustó mucho, yo no lo podía creer! También pinté una manta para la marcha contra el racismo ¡me la pagaron y todo!”.

La bocanada de aire que significó su nueva red de apoyo en Madrid fue una buena experiencia, pero lo mejor estaba por venir. En noviembre de 2018, Delmi, por fin, pudo regresar a El Salvador para ver a su familia y acompañar a su hijo mayor en su ceremonia de graduación de bachiller. “Cuando llegué al aeropuerto, mis hijos no me reconocían. En todo este tiempo, he bajado 30 kilos (unas 65 libras) y estoy visiblemente cambiada. Miraban a su papá, como confundidos… ‘¡es tu nana!’, les dijo él. Y nos fundimos en un abrazo que todavía estoy sintiendo. Tenía ganas de apretarlos tanto, de tenerlos siempre conmigo y no volver a desprenderme de ellos. De meterlos en mi vientre, otra vez, para que estén siempre conmigo, donde sea que yo esté… ‘¡Qué chele estás, mamá!”, me dijo mi hijo. Y me dieron un tarrito con una jícama con limón y alguashte que yo les había pedido. ¡Soñaba con esa jícama!”.

Delmi reconoce que el sueño largamente anhelado de reunirse con sus hijos chocó con la dura realidad que marcan el tiempo transcurrido y los años vividos separados. Sus hijos habían crecido, habían vivido cosas y construido un día a día en el que ella no había estado físicamente, aunque su mente y su corazón, a ocho mil kilómetros de distancia, no hacían más que visualizarlos y amarlos con total intensidad.

“Estoy agradecida por el trabajo que ha hecho su padre con ellos, es un hombre amoroso y entregado. Pero la presencia de una madre es tan importante para los hijos. Sentí que sigo siendo parte de la familia, pero no de la misma manera. Yo les decía alguna cosa y volvían a ver a su papá primero, buscando su aprobación, para después hacerlo. No fluía nada igual… Tu espacio está ahora por el teléfono, por Whatsapp, pero tu presencia física es como si no cupiera ya en tu propia casa. Es desgarrador… Te vas para luchar por ellos pero, en esa lucha, algo se pierde. Junto a los hijos, las madres que emigramos pagamos el costo más duro de la separación. Volví otra vez a España, porque no encontré ningún trabajo en mi país. Todavía me acuerdo del letrero que dice “El Salvador impresionante” y de lo mucho que lloré en ese vuelo, al separarme de mis hijos, otra vez. Dejé mi trabajo como empleada doméstica, en abril de 2018, después de un día que me dio un ataque de ansiedad en el baño. Pasé varias horas tirada en el suelo. Ahí supe que tenía que poner un límite. El trabajo como interna me ha dejado secuelas, porque me he vuelto asmática, por los productos de limpieza que usaba, me han dicho que tengo un fuerte desgaste en las membranas de los pulmones. Ahora trabajo como camarera en una cafetería. He intentado encontrar empleo como asistente, secretaria, ayudante en bufete porque, aunque no tenga el título homologado, soy abogada y tengo conocimientos. Pero hasta ahora no he podido. Aún así, el cambio de trabajo y ampliar mis redes con otras mujeres ha significado una gran transformación en mi vida, en mi ánimo, en mi proyecto de vida. Sigo pensando en dar lo mejor para mis hijos. Eduardo empezará a estudiar Comercio Internacional y Daniela ha pasado a quinto grado. Todavía me estoy reconstruyendo. Aún me cuesta relacionarme socialmente, pero voy avanzando.  Me gustaría dar clases de pintura a otras mujeres y que el arte les ayude a sacar todo lo que llevan dentro. ¡Aguantamos tanto nosotras! Desde mi experiencia me gustaría decirle a alguna mujer que esté ahora en esa oscuridad ‘se puede, vieja, se puede, vas a salir adelante’”, finaliza.

Foto mural: David Sabadell / El Salto

“Quiero empezar de nuevo, en mi país”

Por: Claudia Zavala

El año 2017 significó un duro golpe en la vida de Dilcia Vargas. Después de 23 años de matrimonio y 5 hijos en común, su marido la abandonó por otra mujer y la dejó sin ningún tipo de manutención. Como socios en supuesta igualdad de condiciones, administraban juntos el negocio de venta de ropa que era la única fuente de ingresos para la familia. Junto al mazazo emocional de la infidelidad, Dilcia también descubrió que su marido había pasado todo a nombre de su nueva pareja y que ella ahora no tenía nada.

“Confié ciegamente en él. Yo estaba a su lado desde los 14 años y era mi esposo. ¿Cómo iba a imaginar que me haría algo así? Nos dejó de la noche a la mañana, incluyendo a nuestra hija mayor que era sólo suya, pero yo la crié como mía. Le dije que yo estaba embarazada otra vez, pero no le importó nada. La situación me desbordó, perdí el control y caí en depresión. Tuve que buscar una salida de emergencia para alimentar y seguir criando a mis hijos”.

Aunque asegura que nunca había estado entre sus opciones de vida, esa salida de emergencia llegó en forma de proyecto migratorio.  En medio de la situación desesperante que vivía, Dilcia contó con la ayuda de su mamá, al menos para tener techo y comida. A consecuencia de un embarazo complicado, su hija Monserrat nació con algunos problemas de salud, que se agravaron con una neumonía que sufrió, a los 18 días de nacida. Pese a la angustia que significaba separarse de sus hijos de 24, 20, 12 y 4 años de edad y, sobre todo, de su bebé tan delicada de salud, Dilcia decidió continuar con su idea de emigrar, pues no encontraba otras opciones laborales en su país. “Con 38 años, me decían que ya estaba vieja y que no podía hacer algunas cosas. No tuve otra alternativa que buscar oportunidades lejos de mi gente”.

Después de vender algunos enceres de su hogar y contar con la ayuda de personas cercanas para conseguir el dinero para el boleto de avión y mil euros más, para demostrar en el control migratorio del aeropuerto que tenía suficiente sustento para los días que, supuestamente, estaría como turista, aterrizó en España, en mayo de 2018. La esposa de un sobrino la recibió en el barrio de Benimaclet, en Valencia. La chica vivía en una pequeña habitación que tenía una sola cama. Según  cuenta Dilcia, ambas tenían que compartirla. Por ese derecho, la dueña de la casa le cobraba 10 euros todos los días, es decir, 300 al mes. “Como no pude pagar, porque era mucho dinero para mí, me quedé solo una semana. Le pagué 70 euros y me fui. Los mil euros que traía los tuve que mandar a Honduras, justo al llegar, porque mi mamá los necesitaba para pagar su casa, que la hipotecó para conseguir fondos para mi viaje. Tuve la fortuna de conocer a una familia nicaragüense que me acogió bien. La señora era bien estricta, pero me ayudó a conseguir trabajo. Me dedicaba tiempo para acompañarme a posibles empleos; íbamos a pie, porque no teníamos para transporte público. Caminé muchísimo y me sucedieron muchas cosas en la búsqueda. Una señora me dijo que no podía trabajar con ella, porque yo era muy gorda. Otra me dijo que porque era muy morena. ¡Cosas que en mi vida hubiera imaginado que les iba a importar! Me iba a los parques a hablar con ancianitos, preguntándoles si no necesitaban a alguna cuidadora. ¡Estaba abatida! Por fin, encontré trabajo, casi dos meses y medio después de haber llegado”.

Los primeros ingresos los recibió por cuidar a un enfermo en un hospital. El señor falleció a los 15 días. Luego, comenzó a cuidar a una señora enferma de Alzheimer, con la que estuvo casi seis meses. También murió. Luego, las cosas comenzaron a mejorar un poco, con algunos trabajos que conseguía como limpiadora; uno de manera estable, donde asegura haber recibido mucho respeto y buen trato.

A los pocos meses, el objetivo de Dilcia de continuar trabajando y, con el tiempo, intentar regularizar su situación migratoria para consolidar su residencia en España, se torció por completo. Desde Honduras, recibió la noticia de que su ex marido se había llevado a su hijo de 12 años, para que trabajara junto a él en la construcción. “Lo sacó de la escuela, para ponerlo a trabajar como albañil. Me han enviado fotos suyas con las manos destrozadas, llagas en los dedos, golpes en las piernas… ¡es un niño! No puede hacer ese trabajo pesado. Además, la zona en que vivimos es bien peligrosa, porque hay muchos pandilleros. Un niño solo y sin ir a la escuela corre muchos riesgos. Me ha llamado varias veces, de madrugada, diciéndome que ya no quiere estar con su papá, que quiere estar con sus hermanos. Me parte el corazón… Siento una impotencia y un dolor inmensos sólo de pensar que no puedo protegerlo. Pensé que todo el daño que ese hombre me hizo como mujer era suficiente. Jamás imaginé que llegaría a comportarse así con su propio hijo”.

Dilcia rompe en llanto y muestra las fotos que, efectivamente, evidencian lo que narra. Luego de varias semanas de evaluar qué podía hacer ante semejante situación familiar, decidió que lo mejor era volver a su país para resolver todo de manera directa. Le comentaron que una conocida suya, con la que había coincidido en su época de vendedora en el Mercado de San Pedro Sula, estaba traspasando su negocio, una abarrotería y frutería bien ubicada y con una clientela consolidada. Determinó que conseguiría el dinero necesario para realizar esa inversión y así intentar garantizarse una fuente de ingresos a su vuelta. Decidida a encontrar opciones de colaboración, compartió su caso en una asociación que ayuda a personas inmigrantes en Valencia. La escucharon y se comprometieron a ayudarla, para pagarle el boleto de avión, pues ella no puede cubrir sus gastos de viaje. Le dijeron que incluso la ayudarían a recaudar el dinero necesario para el trámite de traspaso de su futuro negocio.

“A la señora le mandé 3 mil lempiras, unos 120 euros, como señal de que tengo intención de hacer el trato. Me faltan 62 mil lempiras (unos 2.400 euros, aproximadamente) para completar todo el pago. Lo que traspasa es el derecho a llave, sin incluir el producto de la tienda. Lo triste de todo es que ella necesita ese dinero para emigrar con su hija a Estados Unidos. Yo queriendo salir de esta pesadilla y ella queriendo empezarla. Pero, bueno, no todos los casos son iguales. Ojalá le vaya bien”.

En la asociación le han dicho que, en cualquier momento, le confirman la fecha de su vuelo de regreso a Honduras. Ya ha entregado la documentación requerida y espera ansiosa la llamada definitiva. Mientras, aprovecha para realizar trabajos puntuales de limpieza y cuidados de mayores, que le permitan juntar más dinero para su negocio y para llevar algo para su familia. Ha empezado a hacer maletas y sueña con el día en que, por fin, pueda abrazar a sus hijos.

“Monserrat creo que ni me reconocerá… ¡la dejé tan pequeñita! La mayor se ha puesto a trabajar y la segunda, que es la que cuida a los pequeños, quiere estudiar Medicina. La voy a apoyar en todo. ¡Lo vamos a conseguir juntas! Yo sé que cuando decidimos emigrar lo hacemos pensando en un mejor futuro y, muchas veces, huyendo de la violencia de nuestros países. Pero, después de mi experiencia aquí, he valorado mejor lo que tengo. Es terrible separarse de la familia. Y se lo dice alguien que es muy fuerte y está acostumbrada a vivir en la adversidad. Les diría a esas mujeres que piensan emigrar que lo analicen bien, que no dejen a sus hijos. Que no es justo tomar decisiones en su nombre, porque también sus vidas son afectadas. Que se informen bien y no crean en las cosas que ven en Internet o en las historias que les cuenta cualquiera. He visto gente aquí que se toma fotos en carros y en casas que no son suyas, para las redes sociales, para aparentar una vida de éxito que en realidad no tienen. Es patético. Pero también estoy agradecida con esta experiencia vivida. Hasta las peores humillaciones que he pasado en España me han servido. Hasta el recuerdo de mi ex marido cuando me decía que era una inútil sin él, me ha dado fuerzas para levantarme. Créame, ahora soy otra mujer. Y soy afortunada de poder volver a mi país. Muchas no pueden. Se quedan atrapadas en un pozo oscuro, trabajando por años como domésticas, como internas, y se pierden en el camino. Es duro, porque esta sociedad no las valora. Empezar de nuevo es el mejor regalo que tengo ahora y voy a aprovecharlo”, finaliza.

Colabora en la campaña para ayudar a Dilcia: https://www.gofundme.com/f/vuelvo-a-mi-pais