Archivos de la categoría Interculturalidad

“La diversidad está en nuestra sociedad y debemos respetarla”

Por: Claudia Zavala

El terror que le provocaron los terremotos, ocurridos en El Salvador en el año 2001, fue el detonante para que Heidi Andrade decidiera emigrar: “Sé que puede parecer exagerado para algunas personas. Sobre todo, porque en nuestro país siempre tiembla. Pero yo les tengo un miedo que me supera y, además, estaba sola, porque toda mi familia ya vivía en Estados Unidos. Recuerdo aquellos retumbos de madrugada en la casa y yo sin saber qué hacer… ¡entré en pánico! La noche del 13 de febrero, llamé a mi mamá y me dijo ‘hija, venite, ¿qué estás esperando?’. Al día siguiente, renuncié en mi trabajo, cogí mi visa de turista y compré el boleto de avión. En cuestión de 24 horas, ya estaba en Nueva York, y mi vida estaba a punto de cambiar”.

Heidi era una joven de 20 años. Recuerda la bienvenida que le dio el crudo invierno de la Gran Manzana. Graduada como Secretaria Ejecutiva Bilingüe, se había desempeñado laboralmente en la principal aerolínea salvadoreña. Pero, al llegar a Nueva York, comenzó a trabajar como mesera. Según cuenta, tuvo mucha suerte, pues logró ampararse al Estatus de Protección Temporal (TPS) y sólo estuvo trabajando ilegalmente durante 6 meses. “Trabajar de mesera fue durísimo. No sólo por el trabajo físico, sino porque yo ‘creía’ que sabía inglés. Lo había estudiado y en la aerolínea lo ponía en práctica también. Pero, al llegar a Nueva York, sentía que no entendía nada. ¡Era súper frustrante! Tuve que ponerme a estudiar nuevamente, para poder desenvolverme”.

Al poco tiempo, por medio de su hermano que residía en Houston, logró contactar  con la aerolínea en la que había trabajado en El Salvador y recibió la oportunidad de incorporarse nuevamente. Heidi se trasladó a Houston, a la casa de unos primos de su madre, quienes, según ella, la ayudaron incondicionalmente en esa etapa inicial tan difícil. Como el trabajo que le ofrecieron era sólo de medio tiempo, para cubrir sus gastos, comenzó a trabajar la jornada vespertina en otra aerolínea y, de madrugada, repartiendo periódicos. Tener esos tres trabajos le permitió ahorrar y alquilar un apartamento para ella sola, a los 6 meses de haberse cambiado de ciudad.

Al siguiente año, el buen récord laboral de Heidi hizo que su jefe la propusiera como asistente de la Gerente, en Dallas. Entusiasmada por la propuesta, hizo sus maletas y decidió aprovechar la oportunidad para seguir creciendo. Luego de dos años de trabajar en Dallas, se mudó a San Francisco, California, siempre como empleada en la aerolínea. En esa ciudad le esperaba el primer cambio fuerte en su vida personal, pues se reencontró con su vecino de Soyapango, y se casó con él. “Jajaja, así, literal, era el vecino que vivía en frente y nos encontramos en San Francisco. Esas cosas pasan. Estuve 7 años en esa ciudad con él, pero las cosas no salieron bien y nos divorciamos”.

San Francisco también significó un crecimiento en el aspecto laboral, pues también trabajó en una ONG que ayudaba a familias a buscar guarderías financiadas por el Gobierno. Su trato era, en su mayoría, con personas latinas que recibían ese tipo de apoyo. Heidi también aprovechó esa época, para incorporarse al College y mejorar su inglés a nivel universitario. “Ahora sí puedo decir que soy bilingüe y que, de verdad, lo hablo como debe de ser”.

A finales de 2010, regresó a Houston. Y, nuevamente, otra potente “casualidad” de la vida sorprendió su corazón: Se reencontró con un ex compañero de la aerolínea en El Salvador y se casó con él. “Lo enamoré con una mariscada. A mí me encanta cocinar y, un día, él me pidió un buen sopón salvadoreño, ‘pero no sopa de mariscos rala, sino una de verdad’, me dijo. Se la hice, le gustó, conectamos como pareja y, hasta el día de hoy, seguimos juntos”.

Sin embargo, ni todo su desarrollo laboral en distintas ciudades estadounidenses, ni las curiosas coincidencias en su vida amorosa tienen tanto protagonismo en la historia de Heidi como su intensa maternidad. En marzo de 2013, el matrimonio dio la bienvenida a su primer hijo, Jorge, y tres años después, llegó su hija, Juliette. Según Heidi, las vivencias que ha experimentado desde su rol de madre han significado el verdadero antes y después en su vida. Su voz se emociona notablemente, cuando habla de sus niños: “Me llamaba la atención que Jorgito, con casi 4 años, no hablaba. Le costaba mover sus piernas como lo hacen la mayoría de niños. Después de estar durante muchos años dedicadísima a mi trabajo, decidí renunciar en la aerolínea, y dejarlo todo para cuidarlos al cien por ciento en casa, porque sabía que algo no iba bien. Mi sorpresa es que Juliette también empezó a evidenciar señales que no esperaba. Después de muchas pruebas y análisis que les hicieron a los dos, en marzo de este año me confirmaron que mi hijo es autista. Y a principios de este mes de diciembre, me confirmaron que la niña también lo es. ¡Ha sido como un jarro de agua fría para nosotros! ¡Es muy duro y doloroso! Te preguntas tantas cosas… ¿por qué ha pasado? ¿de dónde viene eso? ¿qué he hecho mal? Comencé a informarme, a estudiar, a llevar a mis hijos con especialistas, a intentar hacer todo lo posible para que puedan tener una buena calidad de vida, dentro de nuestras posibilidades”.

Con la fuerte carga económica bajo la responsabilidad exclusiva de su esposo – él tiene su propio camión y transporta productos petroleros a plantas químicas en Texas – Heidi decidió contribuir a los ingresos familiares, haciendo lo que siempre se le ha dado bien: la cocina. “Hace dos meses se le arruinó el camión y, como no puede estar parado, invertimos todos nuestros ahorros para repararlo. De remate, el ‘impeachment’ de Trump ha afectado mucho al negocio del petróleo y los empresarios no quieren arriesgar. Con el frío no se produce tanto petróleo en Texas y, para terminar, mi esposo se enfermó fuertemente de gripe. Hay que pagar la casa y las facturas  seguían llegando… Así que, ante semejante situación, pensé en hacer algo que me generara ingresos inmediatos. Y se me ocurrió hacer quesadillas salvadoreñas”.

El 12 de noviembre fue su primer día. Heidi madrugó y horneó 4 quesadillas, llenó dos termos con café y se fue a buscar una construcción con trabajadores latinos. Llevaba a su hijita con ella. Esperó desde las 8:30 am hasta las 11:30 am, para ver si tenía suerte, y cuenta que ese día sólo vendió una porción de quesadilla con una taza de café. Sin embargo, aunque reconoce que se sintió frustrada y desanimada por ese mal inicio, decidió seguir ofreciendo su producto, al día siguiente. Esta vez, la acompañó su papá. “Vimos una construcción como de 500 obreros. Mi papá es bien ‘chachalaco’ y se puso a platicar con algunos. Pedimos permiso y logramos vender un poco. Mi papá trabaja en un centro comercial y se dedicó a promocionarme también. Cada día me compran unas 10 quesadillas sólo ahí. Me empecé a anunciar en Facebook, en el grupo ‘Mamás salvadoreñas en el mundo’ y me empezaron a comprar. Hace poquito, vendí 17 quesadillas en un día ¡qué feliz me sentí! La pequeña la doy a 5 dólares, la grande, a 10. Las llevo a domicilio. Dependiendo de la distancia, no hago ningún tipo de recargo en el precio. Mi meta es empezar a venderlas en un supermercado cercano, a partir de enero. Quiero mejorar el envoltorio, las etiquetas. Siempre que me compran, aprovecho para preguntarles a mis clientas ¿cómo crees que puedo mejorar mi producto? Vamos poco a poco, pero me anima pensar que puedo contribuir en mi casa. Me toca pesado, porque me levanto a la 1:00 de la madrugada, para prepararlas y hornearlas. Me organizo así porque me gusta vender producto fresco, del día. Pero, sobre todo, para que cuando despierten mis hijos tempranito, puedo dedicarme por completo a su cuidado. También le cocino todos los días a mi esposo los tres tiempos de comida, para que pueda llevar alimentos sanos y ricos a su trabajo. Ellos son mi prioridad”.

Con el esfuerzo cotidiano que incluye el cuidado de sus hijos, la gestión de su casa y el desarrollo de su pequeño negocio, la visión empresarial de Heidi ha comenzado a dibujarse con más ambición: “Quiero montar un restaurante que, aunque venda comida variada, se especialice en sopas típicas de mi país. Se llamará ‘Sabores Torogoz’. Una mamá del grupo de salvadoreñas que he contactado en Facebook me está haciendo ya el logo. Siempre he tenido el ‘gusanito’ de tener algo propio y la situación de mis hijos ha sido el motor que me ha empujado a hacerlo realidad. Ya tengo 41 años y no quiero seguir perdiendo mi tiempo, así que me voy a lanzar. Me han ofrecido volver nuevamente  a la aerolínea, como supervisora, en un puesto mejor, pero quiero apostar por mi sueño. Y porque mis hijos me necesitan a su lado. Están ambos con educación especial, con el apoyo que necesitan y, a la vez, presentan unos avances educativos bien sorprendentes para su edad. Necesito seguir estando cerca, para que sigan avanzando. Yo me pregunto ¿cómo hacen los otros padres de hijos con autismo que, obligatoriamente, se tienen que ir a trabajar? Con esta situación familiar uno aprende a ser más empático y tolerante con los demás. La diversidad forma parte de nuestra sociedad y debemos respetarla. He aprendido a no juzgar a los niños que hacen berrinche en la calle y no criticar a los padres que no les dicen nada. No sabemos, realmente, qué sufrimiento hay detrás… qué cansancio llevan, qué ha pasado antes de esa pataleta, qué diagnóstico tiene ese niño… A pesar de que se han hecho avances, en nuestra sociedad existen muchos prejuicios todavía y es tan doloroso que te discriminen a tus hijos, por ser como son. A mí me parece importante hablar abiertamente del autismo, sobre todo en nuestras comunidades latinas, para que entendamos en qué consiste y no pongamos etiquetas que hacen tanto daño”, finaliza.

“Las madres que emigramos pagamos el costo más duro de la separación”

Por: Claudia Zavala

Cuando Delmi Galeano se expresa, desprende alegría y buen humor. De palabra fácil, cercana y dicharachera, es difícil imaginar, a simple vista, que esta salvadoreña de 38 años haya pasado por un verdadero calvario, desde que decidió emigrar hacia España, en el año 2013. “Llegué a Madrid, un 27 de diciembre, a las 2:30 de la tarde. ¡Hacía un frío del demonio! Yo dije: ‘estos españoles ponen el aire acondicionado del aeropuerto bien fuerte’. Pero, cuando salí a la calle, me di cuenta de que ese era realmente el frío que estaba haciendo ¡Padre santo!”.

Licenciada en Derecho por la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” (UCA), Delmi trabajaba en su país en una financiera, como gestora de cobros. Cuenta que, luego del nacimiento de su segunda hija, enfermó gravemente de un tumor en el pecho. Y ahí comenzó la debacle económica de la familia: En un año y medio, tuvo que ser operada en tres ocasiones. Aunque, al principio, su madre la ayudaba con los gastos, desde Estados Unidos, los costos iban aumentando tanto que no era posible cubrir todo. Cuando en su trabajo se dieron cuenta de su situación de salud, la despidieron. Un finiquito de 1,300 dólares y la ansiedad por quedarse sin empleo la acompañaron en esos días de verdadera desesperación. De remate, su esposo, abogado de profesión como ella, también se quedó sin trabajo. Luego de agotar todas las opciones laborales posibles y no ver frutos, y de que su madre retornara a El Salvador para ayudarla con los niños, Delmi decidió partir. Unos tíos residentes en Estados Unidos le ayudaron a comprar el boleto de avión. España fue el destino, pues ahí residía su hermano y porque una vecina recientemente había viajado también, para buscar trabajo.

“Pasé un tiempo en que unas ex compañeras del colegio me compraban comida. ¡Fueron como ángeles en mi vida, mis hermanas! Fue duro darme cuenta que, aún teniendo formación profesional y siendo muy trabajadora, no encontré opciones laborales en mi país. Uno no toma esta decisión porque sí. La piensa mucho y se atreve a dar el salto, pensando sólo en el bienestar de sus hijos. Eduardo tenía 12 años y Daniela, 3. Mi mamá me decía ‘hija, no te vayas, sos profesional, te ha costado tanto, ¿qué vas a ir a hacer?’ Yo me sentía fuerte, con ganas de luchar. Pero, por muy mentalizado que venga uno, nada ni nadie te prepara para la oscuridad emocional que estás a punto de vivir”.

Delmi llegó a la casa que su hermano compartía con su pareja. A los dos días, se empadronó y compró un celular. Sin tener ningún tipo de contacto, comenzó la búsqueda de trabajo por internet y en los anuncios de las calles. A los pocos días, consiguió trabajo como empleada interna en La Moraleja, una de las zonas más exclusivas de Madrid. Era una casona de cuatro plantas, en la que vivían una empresaria divorciada, sus padres y sus dos hijos, de 9 y 7 años. Delmi iniciaba sus labores a las 6 am y terminaba a las 10 pm. Tenía sólo media hora para comer y media hora de descanso. Cocinaba, lavaba, planchaba, cambiaba 3 veces por semana toda la ropa de cama, y limpiaba a fondo toda la casa y la piscina. Su permiso de salida iniciaba el sábado al mediodía y concluía domingo por la noche. Cobraba 750 euros al mes y no tenía seguridad social.

“Iba con uniforme de empleada doméstica ¡eso es tan degradante! Te mata la moral como persona, te mina el autoestima. La señora me dijo que era para que no se me arruinara mi ropa. No podía comer con ellos, debía esperar en la cocina, hasta que terminaran. Un día, me tomé una coca cola ¡y ella se puso como una fiera! Luego de seis meses, decidió irse a Suiza y me quedé sin trabajo, de un día para otro”. Al poco tiempo, contactó con otra opción laboral aunque, desde el principio, recibió una marcada advertencia: “esta abuela es ‘telita’, cosa seria, tiene muy mal genio. Pero, si aguantas tres años, te pueden hacer los papeles”, le dijeron.

Motivada por la promesa de legalizar su situación migratoria, Delmi aceptó el trabajo. Esta vez, era en un piso pequeño en el barrio de Móstoles, también en Madrid. La señora “cosa seria” tenía 88 años y vivía con un hijo. Por 850 euros, Delmi debía encargarse de absolutamente todas las labores del hogar y, además, permanecer al cuidado de la anciana: bañarla, cambiarla, darle de comer, estar pendiente de ella por las noches… Además, todas las mañanas, debía acudir a la casa de la otra hija de la señora, que vivía en frente, también para limpiar, lavar y planchar. Todo por el mismo sueldo. Y luego, al mediodía, regresar corriendo a la otra casa, para cocinarle a toda la familia, a la que se sumaban 2 nietos, que se reunía todos los días para almorzar. Su permiso de salida era más acotado aún: sólo los domingos de 9 am hasta las 9 pm.

 “Me acuerdo que lloraba en la casa de la hija de la señora, mientras planchaba. ‘Los papeles, Delmi, los papeles’, me repetía a mí misma para darme ánimos. El trabajo era muy duro físicamente. Comencé a perder mucho peso, unos 4 kilos (8 libras) por semana. La abuela pesaba 80 kilos (unas 175 libras) y medía 1.80 metros. La cargaba para ponerla en la silla de ruedas, en la cama, en el sofá… era extenuante. Además, era un machaque psicológico constante, porque ella siempre estaba quejándose. Me decía que yo no podía hacer nada bien; llegué a pensar que, de verdad, era una inútil. Me estaba consumiendo… Me alentaba saber que estaba juntando dinero para enviarles a mis hijos, que estaban bien con su papá y mi mamá. Pensaba en que podían ir a un buen colegio, tener un buen futuro. Me llegué a hacer un plan en un papel, con los días que me faltaban para cumplir los tres años y que me hicieran el contrato para regularizar mis papeles. ¡Como los presos! Marcaba los días y, ahora que lo pienso, realmente, estaba presa toda la semana y el fin de semana era como mi día de libertad condicional. Ese día de descanso, me iba al centro comercial Xanadú. Me compraba una hamburguesa y me iba a caminar y a caminar, como ida… Hablaba por teléfono con mis hijos y después, a la casa, a volver a comenzar con esa tortura. Nunca le dije nada a mi familia, para no preocuparlos”.

Delmi cuenta que, efectivamente, a los tres años, la señora cumplió con su promesa de hacerle el contrato que necesitaba para regularizar su situación migratoria. Luego de recibir, por fin, su permiso de trabajo y residencia legal, un 19 de septiembre de 2016, la Ley le exigía cotizar a la Seguridad Social, al menos, 3 meses en el mismo lugar de trabajo. Cuando ese tiempo pasó, en diciembre de ese mismo año, Delmi anunció a la familia que se iría: “¡Es una putada lo que nos has hecho, ahora nos dejas!, me dijo la señora. Yo en el fondo me sentí hasta culpable por querer salir de ahí. Es bien raro, pero se llega a desarrollar una especie de ‘síndrome de Estocolmo’, a pesar de cómo te han tratado. Yo llegué a tomarles un gran cariño; me sentía como el pariente pobre de la familia. Nunca olvidaré el día en que, recién llegada a ese trabajo, mi hijo me llamó llorando, pidiéndome que por favor volviera a El Salvador. Yo quedé tan destrozada que no podía parar de llorar. La abuela me vio, me sentó y me dijo: ‘Yo tengo un hijo muerto al que no volveré a ver jamás. Tú podrás ver a tu hijo dentro de tres años, así que no llores más’. Creo que, a su manera, toda tosca, intentó darme ánimos y me ayudó a seguir adelante”.

Con mayor experiencia sobre cómo era la vida en España, las condiciones de negociación en el trabajo como empleada interna y más “liberada” por tener sus papeles migratorios en regla, Delmi consiguió un empleo, en la zona de Atocha, frente al Parque del Retiro de Madrid. Se trataba de una familia de cuatro miembros, ella era psicóloga, él empresario y tenían dos niños de 15 y 12 años, respectivamente. Eran económicamente acomodados y con un trato mucho más respetuoso, educado y considerado hacia ella.

El año 2017 pintó con mejores colores para Delmi. Después de varios años sin verse, una de sus mejores amigas y ex compañera de colegio, Ana Martha, una salvadoreña residente en Islandia, estaba de visita en Madrid y pudieron verse y recordar viejos tiempos. La invitó a viajar a la isla y la ayudó económicamente para que pudiera pagarse el boleto de avión. Después de 4 años de trabajo agotador, en julio de 2017, pudo tomarse unas vacaciones de verdadero descanso. Reencontrarse con su amiga la ayudó, poco a poco, a reconectar con la Delmi de siempre. Desde Islandia, Ana Martha la contactó con Pili, una amiga residente en Barcelona, quien, a su vez, la conectó con Carolina Elías, otra salvadoreña residente en Madrid, que es presidenta de la Asociación Servicio Doméstico Activo (SEDOAC). Desde ese espacio, Carolina, abogada de profesión y que también ha vivido la experiencia de ser empleada doméstica en Madrid, reivindica junto a su equipo los derechos de las empleadas de hogar y las ayuda a empoderarse y a tejer redes de apoyo entre ellas. Carolina, además, trabaja en el Centro de Empoderamiento de Trabajadoras del Hogar y Cuidados (CETHYC), el primer centro de Madrid que  realiza diversas actividades de formación, entre otras, para mujeres que se dedican al empleo doméstico, ubicado en el distrito de Usera. Según Delmi, contactar con esta red de mujeres ha significado un antes y un después en su proceso migratorio.

“Comencé a acudir los fines de semana a las actividades que hacían. Cuando vi a Carolina le dije: ‘¡heyyyy, sos guanaca! Me ha ayudado tanto esa mujer. Yo antes dibujaba y hacía muchas manualidades. En El Salvador, trabajé dando clases de pintura, de hacer piñatas y bisutería, para rebuscarme un dinerito extra. Después de tantos años, me animé a hacer la pancarta del CETHYC, para la marcha del 8 de marzo, en la que se reivindican los derechos de la empleada de hogar también. Plasmé los colores y la estética de nuestro país, me inspiré en paisajes de Ataco y Chalatenango. ¡A la gente le gustó mucho, yo no lo podía creer! También pinté una manta para la marcha contra el racismo ¡me la pagaron y todo!”.

La bocanada de aire que significó su nueva red de apoyo en Madrid fue una buena experiencia, pero lo mejor estaba por venir. En noviembre de 2018, Delmi, por fin, pudo regresar a El Salvador para ver a su familia y acompañar a su hijo mayor en su ceremonia de graduación de bachiller. “Cuando llegué al aeropuerto, mis hijos no me reconocían. En todo este tiempo, he bajado 30 kilos (unas 65 libras) y estoy visiblemente cambiada. Miraban a su papá, como confundidos… ‘¡es tu nana!’, les dijo él. Y nos fundimos en un abrazo que todavía estoy sintiendo. Tenía ganas de apretarlos tanto, de tenerlos siempre conmigo y no volver a desprenderme de ellos. De meterlos en mi vientre, otra vez, para que estén siempre conmigo, donde sea que yo esté… ‘¡Qué chele estás, mamá!”, me dijo mi hijo. Y me dieron un tarrito con una jícama con limón y alguashte que yo les había pedido. ¡Soñaba con esa jícama!”.

Delmi reconoce que el sueño largamente anhelado de reunirse con sus hijos chocó con la dura realidad que marcan el tiempo transcurrido y los años vividos separados. Sus hijos habían crecido, habían vivido cosas y construido un día a día en el que ella no había estado físicamente, aunque su mente y su corazón, a ocho mil kilómetros de distancia, no hacían más que visualizarlos y amarlos con total intensidad.

“Estoy agradecida por el trabajo que ha hecho su padre con ellos, es un hombre amoroso y entregado. Pero la presencia de una madre es tan importante para los hijos. Sentí que sigo siendo parte de la familia, pero no de la misma manera. Yo les decía alguna cosa y volvían a ver a su papá primero, buscando su aprobación, para después hacerlo. No fluía nada igual… Tu espacio está ahora por el teléfono, por Whatsapp, pero tu presencia física es como si no cupiera ya en tu propia casa. Es desgarrador… Te vas para luchar por ellos pero, en esa lucha, algo se pierde. Junto a los hijos, las madres que emigramos pagamos el costo más duro de la separación. Volví otra vez a España, porque no encontré ningún trabajo en mi país. Todavía me acuerdo del letrero que dice “El Salvador impresionante” y de lo mucho que lloré en ese vuelo, al separarme de mis hijos, otra vez. Dejé mi trabajo como empleada doméstica, en abril de 2018, después de un día que me dio un ataque de ansiedad en el baño. Pasé varias horas tirada en el suelo. Ahí supe que tenía que poner un límite. El trabajo como interna me ha dejado secuelas, porque me he vuelto asmática, por los productos de limpieza que usaba, me han dicho que tengo un fuerte desgaste en las membranas de los pulmones. Ahora trabajo como camarera en una cafetería. He intentado encontrar empleo como asistente, secretaria, ayudante en bufete porque, aunque no tenga el título homologado, soy abogada y tengo conocimientos. Pero hasta ahora no he podido. Aún así, el cambio de trabajo y ampliar mis redes con otras mujeres ha significado una gran transformación en mi vida, en mi ánimo, en mi proyecto de vida. Sigo pensando en dar lo mejor para mis hijos. Eduardo empezará a estudiar Comercio Internacional y Daniela ha pasado a quinto grado. Todavía me estoy reconstruyendo. Aún me cuesta relacionarme socialmente, pero voy avanzando.  Me gustaría dar clases de pintura a otras mujeres y que el arte les ayude a sacar todo lo que llevan dentro. ¡Aguantamos tanto nosotras! Desde mi experiencia me gustaría decirle a alguna mujer que esté ahora en esa oscuridad ‘se puede, vieja, se puede, vas a salir adelante’”, finaliza.

Foto mural: David Sabadell / El Salto

“Como inmigrantes, debemos pensar en toda nuestra comunidad”

Por: Claudia Zavala

Yazmín Ramírez Portillo cuenta su historia, desde Maryland, Estados Unidos, donde reside, desde hace 3 años. Ella cuenta que la idea de emigrar de su natal El Salvador llegó después de varios meses de reflexión y de verdadera angustia. Una angustia y preocupación provocadas a raíz de unas amenazas que estaba recibiendo en su lugar de trabajo, en una casa de remesas y envío de dinero. “Yo trabajaba en el Área de Cumplimiento Legal. Tenía acceso a información confidencial de todos los envíos… datos personales, números de documentos, de PIN, cantidades de dinero, todo. Empecé a recibir llamadas en las que me pedían que hiciera ciertos ‘cambios’ en algunos envíos. Yo me mantuve firme, durante varios meses, resistiéndome a hacerlo. Me decían que si no lo hacía, tenía que pagarles a las maras de la colonia en la que vivía. Nunca lo comenté en la empresa, porque era evidente que tenían demasiada información sobre el funcionamiento de mi trabajo y sobre mí. Siempre he pensando que las personas estaban ahí dentro, o tenían un contacto directo. También me decían que, si denunciaba, mi familia iba a pagar las consecuencias. Sabían dónde vivía, mis horarios, todo. Me sentía vigilada y sin poder pedir ayuda, era frustrante. Me negué por mucho tiempo, hasta que la presión fue demasiado fuerte y accedí a pagar unos mil dólares. Como me pedían más dinero, tuve que pedirle a mi mamá que me ayudara. Así fue como ella se dio cuenta de todo”.

A Yazmín le preocupaba especialmente el impacto emocional de la noticia en su mamá, pues la señora acababa de ser tratada de un cáncer de pecho y aún estaba débil. Ante semejante peligro, empezó a surgir la idea de emigrar a Estados Unidos, a casa de una tía materna, pues se sentían en un verdadero callejón sin salida. Además, un segundo motivo, más intenso aún, surgió en esas semanas: Yazmín estaba embarazada. “Acordé con el padre de mi hijo que lo mejor era que yo emigrara, para estar seguros y tranquilos, y aspirar a una vida distinta también para el niño. La idea era que él nos alcanzaría más adelante. Pero le denegaron la visa. Y, tristemente, nuestra relación comenzó a distanciarse, poco a poco. Tuve que enfrentarlo todo sola”.

Enfrentarlo todo sola significó despedirse de su madre en un momento en el que se necesitaban muchísimo, y aterrizar en Washington, en abril de 2016, con 6 meses de embarazo. Su única experiencia previa en Estados Unidos había sido en los entrenamientos puntuales que recibía de su empresa, en el estado de California, donde estaba la sede central. Licenciada en Mercadeo y Publicidad, de un día para otro, Yazmín se vio sin expectativas laborales, con el único proyecto de dar a luz a su hijo, lo cual, en semejante contexto, no dejaba de ser también una verdadera incertidumbre: “Aunque por mi situación, cuando llegué, solicité asilo, me asustaba la idea de no ser residente legal. Uno escucha tantas cosas del sistema sanitario estadounidense, no sabía cómo y dónde iba a parir. Mi tía ha sido un verdadero ángel para mí, desde el primer momento. Ella me compró el boleto de avión y me recibió con los brazos abiertos. Averiguó todo lo que había que hacer y consiguió que tuviera todo lo necesario para ese momento. Me dijo que tendría casa y comida siempre, que estaría segura y protegida”.

Según recuerda, la primera impresión que tuvo en las calles de Maryland fue bonita, tomando en cuenta que era primavera. Las flores, los árboles, los colores… le pareció un lugar agradable y acogedor para vivir.  Y, aunque tenía una base importante de inglés, señala que le costaba muchísimo entender el acento de sus nuevos vecinos. “En Maryland hay muchos latinos y en el área de mi tía hay muchos afroamericanos. He tenido experiencias negativas, por el idioma. He sentido que me ven de menos. Les pregunto algo en inglés, que sé que está bien dicho, y me dicen ‘no hablo español’ y se dan la vuelta, sólo porque escuchan mi acento. Es feo… Hay otra gente que trata la manera de ayudarte, pero es poca, quizá porque tienen conocidos latinos, pero no son todos. También hay latinos que no quieren hablarte en español, viendo que eres latino. Es absurdo, pero es así”.

Mientras esperaba la fecha de dar a luz, al poco tiempo de su llegada, Yazmín supo de varias recaídas de salud de su madre, hasta que, un día, ella se sinceró y le confesó una noticia devastadora: el cáncer había vuelto, ésta vez, en el páncreas. “Le pregunté por qué no me lo había dicho cuando estaba en El Salvador. Me lo ocultó por mi embarazo y para que yo pudiera viajar, sin preocuparme más de la cuenta. Recuerdo que no me dejaba ver los exámenes que le hacían, me daba cualquier excusa para evitarlo… ‘son muchos papeles’, me decía”.

En medio de la preocupación por la salud de su madre, Yazmín dio a luz a su hijo Adrián, el 19 de julio de 2016. “Me tuvieron que hacer cesárea. Fue un balde de agua fría para mí, no estaba preparada para eso. Me puse muy nerviosa. Mi bebé tenía el cordón enrollado en el cuello, estaba como ahogándose, pero lloraba… Fue duro estar sin mi mamá y sin mi compañero. Recuerdo que lloraba todas las noches. Me sentía triste y frustrada. No entendía cómo mi vida había llegado a ese punto de estar sola en un país que no era el mío. Además, no me subía la leche y mi hijo lloraba mucho. Un día, llegó una amiga de mi tía con una sopita de pollo que yo digo que fue ‘milagrosa’. Me la tomé y zas, ¡me salió la leche! En esos días tan terribles, nuevamente, mi tía fue mi gran apoyo. Sin ella no sé qué hubiera hecho”.

El difícil proceso de radioterapia y quimioterapia que estaba atravesando no fue obstáculo para que su madre luchara e hiciera todo lo posible para recuperarse y poder viajar a Estados Unidos y ver a su única hija y primer nieto. Con la ayuda de la empresa en la que trabajaba como costurera, tramitó la visa, y sus jefes le regalaron el boleto de avión. La idea era estar tres meses con su hija y su nieto, en Maryland, y luego volver a El Salvador, para continuar con el tratamiento médico y seguir trabajando, pues quería jubilarse en la misma empresa. Y así sucedió. Por fin, madre, hija y nieto se abrazaron, en octubre de 2016.

“Me impactó verla. Estaba demasiado delgada, pesaba unas 90 libras (41 kg). Ella siempre fue fuerte, alegre, muy positiva y decidida. Andaba en moto y tenía mucha energía. Verla tan consumida me partió el corazón. Estaba feliz con su nieto, pero esa enfermedad es terrible. A la semana de estar con nosotros, empezó a sufrir dolores muy fuertes en la espalda y tuvimos que llevarla al hospital. Luego de 15 días hospitalizada, los médicos dijeron que mejor la lleváramos a casa y que ahí le darían cuidados paliativos, pues el cáncer ya estaba en etapa 4. El dolor de la espalda era otro cáncer que estaba en el hueso y no la podían tocar. No sabemos si ella sabía realmente de su gravedad y nunca nos quiso decir. En esos días, me decía: ‘hija, me voy a poner bien, para ayudarte con el niño y que puedas ir a trabajar. Vamos a estar todos juntos, esto ya va a pasar. Yo me voy a levantar de esta cama’. Aunque la veía muy mal, en mis fantasías, yo le creía”, recuerda.

Una semana después, el 10 de noviembre de 2016, murió. Tenía 53 años. Yazmín quedó devastada. Una mujer, también salvadoreña, que se ha convertido ahora en su comadre, y otra tía que había llegado desde California se encargaron en esos días de su hijo. Según cuenta, el profundo duelo y la suma de emociones vividas en tan poco tiempo la hizo sumergirse en una depresión. “Pasé semanas enteras en las que sólo lloraba. Mi bebé sufrió mi ausencia, no podía estar al 100 por ciento con él. Me invadía la tristeza, dejé de darle pecho…  También pasó que, a raíz de la muerte de mi mamá, mi papá volvió a aparecer en mi vida, después de más de 30 años de no saber de él. Ahora estamos en contacto y me llama todos los fines de semana para saber cómo estamos”.

Con el paso del tiempo, el mazazo emocional fue apaciguándose, poco a poco. Y en Yazmín surgió el deseo de volver a estar activa laboralmente.  Su tía le recomendó buscar un trabajo, por horas, como freelance, para que pudiera seguir cerca de su hijo, pues aún era muy pequeñito. Así, buscando en una plataforma especializada en empleo, Yazmín conectó con una oferta de bookkeeper assistant, es decir, asistente contable. “Yo dije, Dios mío, con lo que sufro con los números… ¡pero tengo que intentarlo!”. Fue entrevistada, vía Skype, por una empresaria residente en Nueva York que vendía productos en Amazon. Y necesitaba a alguien que le llevara toda la parte contable y le actualizara todos sus registros. Pese a su dificultad para las matemáticas y al cansancio de las horas acumuladas por el trabajo, que hacía muchas veces de noche y de madrugada, Yazmín se ganó la confianza de su jefa, consiguió dominar el programa contable y logró compaginar su trabajo con el cuidado de su hijo y el resto de actividades domésticas.

Después de esa primera experiencia laboral, en la guardería de su hijo conoció a otras madres que la conectaron con trabajos de limpieza de oficinas y de piscinas, que realizaba por las noches. También se involucró en diversas actividades del centro escolar, como voluntaria. Era la encargada de llamar a las familias, para recordarles reuniones importantes, en español e inglés. “Como por mi trámite de asilo tengo derecho a permiso de trabajo y seguro social, no tengo problema por la parte legal para trabajar, afortunadamente. Un día, en la guardería de mi hijo me preguntaron si quería trabajar con ellos. Yo dije ¡wow!, si es con el departamento de ‘Family services’ del Condado. ¡Lo vi como demasiado! Pero comencé un proceso de selección en octubre de 2018 y, después de pruebas y trámites, en enero de 2019, comencé a trabajar con ellos. Estoy en el área de cocina, preparando los refrigerios de los niños. Soy maestra sustituta, y cubro a otras que están de vacaciones o de baja por enfermedad. He ido progresando, formándome en el cuidado de niños.  Quiero completar mis cursos para ser maestra. Me gustaría poner una guardería con mi tía, es nuestro proyecto familiar. Mi tía trabaja en remodelación de casas; destaca en un mundo de hombres. Ella me dice que tengo que pensar en grande y no tener miedo. La semana pasada me dieron el permiso de conducir. Se me partía el corazón ver a mi niño en la parada de buses, todo encogidito, con el frío que hace aquí en invierno. Eso ya no va a pasar más”.

Para Yazmín, estos tres intensos años de experiencia migratoria, pese a la adversidad, han sido positivos: “Es duro partir y dejar todo lo tuyo atrás… tu tierra, tu gente, tu comida, tu clima… Pero pienso en el futuro de mi hijo y eso me inyecta de energía y esperanza. También siento que mi mamá está en algún rinconcito, allá arriba, ayudándome. Tengo la suerte de tener a una mujer que me ayuda y me inspira, mi tía, que me dice constantemente que no dependa de nadie y que, con esfuerzo, todo se consigue en este país. Con el escenario migratorio actual que hay aquí, me siento con la responsabilidad de ser mejor persona y trabajadora. Como inmigrantes también debemos pensar que, si cometemos errores como ciudadanos, a los que vienen detrás de nosotros también les va a perjudicar. Hay que pensar en toda nuestra comunidad, no sólo en uno mismo”, finaliza.

 

 

 

“En Alemania, estoy transformando mis prejuicios”

Por: Claudia Zavala

Hace apenas dos años, la vida de la salvadoreña Pamela Alens Volkmer dio un giro inesperado, cuando conoció al que ella llama “el hombre de su vida”, en una fiesta. Era mayo de 2017 y para esta joven graduada en Relaciones Públicas, el encuentro con Florian, un joven alemán fue un verdadero impacto: “Yo lo vi y dije ‘¡de aquí soy! ¡es él! Yo había tenido algunas relaciones con extranjeros, anteriormente, y la verdad es que mi familia y amigos pensaban que con él tampoco iba a funcionar. Al principio, nadie confiaba en la relación. Mi mamá me decía que a veces los extranjeros sólo quieren sexo y ningún compromiso”, recuerda.

Frente a la incredulidad del entorno, la pareja se acopló muy bien y se fue consolidando rápidamente. El proyecto en el que Florian estaba implicado laboralmente terminaría en breve. Entonces, Pamela recibió una propuesta rotunda y radical de parte de su novio: “¿Te vendrías conmigo a vivir a Alemania?”. “Yo siempre he sido extrovertida, flexible, me gusta conocer personas y nuevas culturas. Y estaba muy enamorada. Le dije que sí. Me propuso matrimonio, en noviembre de 2017. Nos casamos por lo civil, en enero de 2018”.

Contra todo pronóstico, en pocos meses, la pareja por la que pocos apostaban se convirtió en matrimonio y ya planificaba su nueva vida en Alemania. Para sellar aún más su pacto de amor y convivencia, toda la familia de Florian viajó desde Alemania hasta El Salvador, para realizar la boda religiosa, el 17 de mayo de 2018, una semana antes de partir a su nuevo destino. La pareja se despidió de El Salvador, el 25 de mayo de 2018. “Aunque estaba muy ilusionada, la despedida fue triste, porque siempre he tenido una muy buena relación con mis papás y mis hermanos; tengo una hermana gemela con la que estoy muy unida. Era duro pensar que ya no los tendría conmigo”.

Pamela y Florian aterrizaron en Uffing, al sur del estado de Baviera, cerca de la frontera con Austria, y se instalaron en casa de la madre de él, durante los siguientes meses, mientras encontraba nuevamente trabajo. Pamela cuenta que la primera impresión al llegar a Alemania fue agradable, tomando en cuenta los 20 grados de temperatura característicos del mes de mayo.

Las personas que llegan a vivir a Alemania, por mandato del Estado, deben hacer lo que se llama “Curso de integración en Alemania”, una serie de clases, no sólo de aprendizaje del idioma, sino también del conocimiento de la cultura bávara. Como las clases de ese curso ya habían empezado, Pamela tuvo que esperar hasta el mes de noviembre para integrarse a la escuela. Mientras tanto, fue su suegra quien la introdujo en el aprendizaje del idioma y la cultura. “En las primeras semanas, con ella aprendí los números, el alfabeto, cómo y dónde comprar, todo lo básico de la vida diaria en Alemania… La gente habla mal en general de las suegras, pero, en mi caso, ella ha sido una bendición para mí. Es bien linda gente, me ha ayudado en todo. No me costó acoplarme a su lado. Además, yo en El Salvador tenía siempre todo hecho, porque había una señora que nos ayudaba en casa. Llegué a Alemania con cero conocimientos de cocina, de llevar una casa… Ahora ya me animo haciendo frijolitos, pupusas, sopita de pollo salvadoreña y un par de cosas alemanas. Mi suegra nos dio techo y comida, durante los primeros meses, y siempre le estaré muy agradecida por lo generosa que ha sido con nosotros, en todos los sentidos”.

Pamela relata que la adaptación relativamente fácil de los primeros meses fue cambiando de cara al invierno, a medida que el frío intenso iba llegando. “Ya desde el otoño empezó a hacer un frío horrible. No tenía ropa adecuada, tuve que comprar todo aquí. Mis clases empezaron, pero me sorprendió lo mucho que el clima puede condicionarte. Yo he sido siempre muy activa y noté que no me daban ganas de salir. Además, coincidió que mi mamá se puso mal de salud, y tuve que vivir toda esa preocupación y angustia, desde la distancia. Comencé a vivir meses muy duros para mí, emocionalmente hablando”.

En enero 2019, Florian encontró trabajo y el matrimonio se mudó a Limburg, más cerca de Bélgica, a unas 7 horas de distancia de Uffing. Pamela se incorporó de inmediato a sus clases de alemán, en las que cuenta que destacan compañeros de países como Afganistán, Pakistán y Siria. “He aprendido mucho al lado de ellos, sobre todo por las historias tan duras que muchos tienen como refugiados. Me gusta que en clase nadie se burla de nadie, porque todos estamos aprendiendo. Yo en El Salvador, de pequeña, sufrí bullying, porque tenía problemas para hablar. Después de muchos años y terapia de lenguaje, he logrado mejorar, pero sé lo duro que es ser el centro de las burlas todo el tiempo. Por eso valoro tanto que nadie se ría de mí por mi pronunciación del alemán y que se me respete cuando hablo”.

Actualmente, el esfuerzo de Pamela está centrado en estudiar al máximo para que su nivel de alemán avance. De momento, tiene el permiso de residencia, pero, para conseguir a la ciudadanía, necesita demostrar el nivel B1 de alemán -que habilita para poder trabajar y hacer estudios superiores- y haber vivido en el país, durante 3 años, de manera permanente, sin ninguna salida. Mientras tanto, deberá renovar anualmente su residencia, demostrando que tiene medios para vivir, que sigue estudiando y que está inmersa en su proceso de integración en la cultura alemana.

Gran parte de ese proceso ha pasado por desmontar mitos y estereotipos que tenía con respecto a las personas alemanas y europeas en general: “Pensaba que eran fríos, distantes, que no se bañaban… no sé por qué existe ese prejuicio en Latinoamérica, pero pensamos que los europeos son sucios.  Mi experiencia ha sido buena, pues he conocido a gente abierta, educada, amable y limpia, por supuesto. No digo que todo sea perfecto. En este país existe el racismo y la discriminación. Lo viví una vez en un tren. Iba con mi esposo, y un señor me miró con mucho desprecio y superioridad, sin disimular, sólo porque yo iba hablando español. Sentí miedo. Fue una sensación nueva para mí. Nos cambiamos de asiento y todo. Florian también se sintió mal. Me dijo que, en público, procurara hablar sólo en alemán, para no tener ese tipo de problemas. En casa, procuramos no hablar español, para que yo vaya aprendiendo más rápido”.

A punto de concluir una especialización en el área de Comunicaciones, que ha estudiado vía online, desea enfocar su proyecto laboral en el área del periodismo escrito. Con 30 años recién cumplidos, tiene claro que la maternidad es algo que también le gustaría experimentar, a corto plazo.

“Dentro de 5 años, me veo con un total dominio del alemán y con dos hijos. Todo ha pasado tan rápido y no ha sido fácil. Extraño muchísimo a mi familia, mis amigos, mi tierra, la comida, la playa… Pero me sorprendo de lo mucho que he modificado mis ideas, la manera en que he transformado mis prejuicios y he abierto mi mente. Antes juzgaba a la gente, sin darme cuenta, y sólo veía lo que los demás me hacían a mí. Estar fuera de tu tierra te ayuda a crecer como persona, porque te replanteas muchas cosas que antes veías con naturalidad. A veces son patrones que en ese nuevo entorno ya no te sirven y tienes que construirlos desde cero. Tienes que estar dispuesto a hacerlo, para poder avanzar e integrarte de verdad”, finaliza.

“En Corea del Sur he desafiado mis límites”

Por: Claudia Zavala

La suavidad y ternura con la que Claudia Aracely Henríquez le habla a su hijo pequeño, al otro lado del teléfono, contrasta con el carácter fuerte y obstinado de la protagonista de esta historia. “Le acabo de decir que siga jugando, que me deje tranquila un ratito, que estoy hablando”, traduce. El coreano parece un idioma imposible de pronunciar, para cualquiera que no sea nativo de esa lengua. Pero Claudia lo hace con tanta fluidez y naturalidad que nadie imaginaría que esta salvadoreña ha dominado esos complejos fonemas desde un aula de estudios y en una edad adulta.

Pero el idioma, quizá, ha sido uno de los retos menores en el camino que ella inició desde El Salvador, cuando apenas tenía 16 años. Su vecina era secretaria en una empresa textil asiática. Le dijo que en la fábrica había 8 empleados coreanos que sabían muy poco o nada de español y que si ella se animaba a darles clases. “Yo estaba empezando el bachillerato. Siempre he parecido más seria y formal, con más años de los que tengo. Creo que me vieron jovencita, pero se imaginaron que quizá tenía unos 22 años. Yo era muy responsable y disciplinada con mis clases. Eran los fines de semana. Me recogían en casa, dábamos la clases, me llevaban a comer, me pagaban y me dejaban de nuevo”.  La persona encargada de recogerla era el más callado y serio de todos. El jefe. Estuvieron dos años con el tema de las clases y Claudia cuenta que, poco a poco, después de un buen tiempo, las cosas fueron cambiando entre los dos. Siendo ella la primera sorprendida, un sentimiento importante había surgido entre ambos y comenzaron a salir como novios. Era el momento de que la familia de Claudia lo supiera. No fue fácil decírselo a su padre. Su novio le llevaba 20 años.

“Fue un drama. ¡¿Que querés otro papá?!, me dijo. Eran casi de la misma edad. Tuvimos muchas peleas. Yo permanecía firme en mi decisión. Cuando saqué mi cédula, como mayor de edad, me fui de la casa. Fue muy duro, porque yo quería mucho a mi papá, pero también lo quería a él. Me dejaron de hablar. Mi mamá sufrió mucho porque estaba en medio de todo. Las cosas cambiaron dos años después, cuando nació mi hija. Durante el parto, me tuvieron que hacer cesárea, pero no me hizo efecto la anestesia normal, y me pusieron anestesia general. Cuando desperté, estaba mi papá a mi lado con mi hija. Fue su manera de decirme que respetaba mi decisión y que, a pesar de todo, éramos una familia e íbamos a estar juntos siempre. Nos casamos en 1999. Yo tenía 20 años”.

Viviendo todavía en El Salvador, Claudia cuenta que, un día, la señora que le ayudaba con las labores de la casa llegó gritando, muy alterada, a tocarle la puerta. Cuando le abrió, vio que venía con unos hombres armados. Era un asalto. “Yo estaba hasta con suero, porque estaba enferma. Mi niña tenía menos de 2 añitos. Me dijeron que se la llevarían, si no les decía dónde estaba el dinero. Justo el día anterior le habían pagado a mi esposo. Ellos sabían que les pagan en efectivo, así que siempre pensamos que era alguien cercano quien nos vigilaba. Nos ataron. Vaciaron la casa, se robaron todo. Estuvimos amarradas, hasta que llegaron por la tarde unos vecinos y la policía”, recuerda.

Otro episodio igual de dramático sucedió un mes después. Esta vez en la maquila donde trabajaba su esposo. También el día de pago. Los asaltantes robaron dinero y cargaron dos camiones con mercadería de la fábrica. Ante los hechos, su esposo le dijo que tenían que irse del país, que jamás se perdonaría que les sucediera algo. “Me van a matar o les van a hacer algo a ustedes. Piensan que soy el dueño de todo y soy sólo un empleado. No vale la pena exponerse así”, le dijo. Y los preparativos para emigrar comenzaron. Era el año 2001.

Nuevamente, el shock familiar. El padre de Claudia no veía con buenos ojos que se fueran a vivir a Corea del Sur, una cultura tan ajena a la salvadoreña. Pero Claudia lo convenció, diciéndole, además, que su hija necesitaba conocer a su familia coreana y que sería bueno para abrirle otras posibilidades en la vida. Así, ella, su hija y su esposo viajaron en octubre de 2001 a Corea del Sur. Ahí empezaría una nueva etapa de verdaderos desafíos para Claudia. Para su marido significaba una “vuelta a casa”, después de 20 años de vivir en diversos países del mundo, por temas laborales. “Llegamos cuando empezaba el frío. Fue bastante impresionante ver las calles todas llenas de chinitos. Todos me miraban, sin disimulo. En esa época, había muy pocos extranjeros en Corea. Llegamos a vivir a casa de mi suegra. Yo había leído un poco sobre la cultura coreana, pero era diferente estando ahí”.

El primer contraste se dio cuando, cansados después del largo viaje, Claudia no vio ni camas ni mesa en casa de su suegra, porque prefieren el suelo. Ella recuerda haber sacado colchas gruesas que encontró en un armario, para simular un colchón, y acostarse con su niña. Con los días comprendió que la familia de su esposo se sentía decepcionada porque él se había casado con una mujer extranjera. “Es el hijo mayor. El varón. En esta cultura significa que él representa a la familia. Mi suegra, sobre todo, no podía perdonar que él se hubiese casado con una mujer no coreana y que yo, por ejemplo, le dijera que me ayudara a cocinar o a cambiar los pañales de la niña. Para nosotros era normal. Pero para ella era una ofensa. La cultura coreana sigue siendo bastante machista, en ese sentido. Y más mi suegra que vivía en un pueblo. Con la bebé ella era un amor, pero a mí me regañaba bastante. No le entendía, pero le notaba el gesto y la actitud cuando estaba conmigo. Era una situación muy difícil para mí, no sabía cómo agradarla”.

Todo se complicó aún más, 4 meses después. Su esposo le anunció que su jefe lo destinaba, nuevamente, a otro país extranjero. Esta vez, China. Claudia pensó que por la edad de su hija era mejor procurar una estabilidad para facilitarle su aprendizaje escolar. Se negó a viajar con él y le propuso que le buscara una casa a ella sola, pues no estaba dispuesta a quedarse con su suegra, dada la relación tensa que había entre las dos.

“Aún sin saber el idioma ni conocer la cultura, prefería empezar de cero y buscarme la vida sola. No me daba miedo. Al contrario. Sabía que si me quedaba en casa de mi suegra ‘por comodidad’, o por no enfrentarme al cambio, iba a ser peor todo. La convivencia iba a desgastarme y terminaría volviendo a El Salvador. Fui firme. Y mi esposo me encontró una casita, con un cuarto, un saloncito y un baño. Ahí nos quedamos mi hijita y yo, cuando él se fue a trabajar a China”.

Claudia cuenta que, a los 3 meses de estar sola, recibió una visita inesperada. Eran representantes de la Embajada de El Salvador en Corea. La buscaban, dando respuesta a la denuncia recibida desde El Salvador por el padre de Claudia, quien no recibía noticias suyas, desde hacía 3 meses. “Pobrecito mi papá, ¡había hecho un escándalo! Se afligió, porque yo no lo llamaba. Estando sola, no sabía cómo comprar las tarjetas del teléfono, ni nada. Y llamó preocupado a la Embajada, pensando que algo me había pasado”.

Pero la frustración por el desconocimiento del idioma tendría una fecha de caducidad para Claudia. Cuando su hija empezó el kínder, se convirtió en su pequeña maestra. Y, además, una peluquera coreana que se convirtió en una buena amiga, la introdujo en la cultura del país, desde las experiencias más cotidianas: visitando el mercado, el banco, la escuela, recorriendo las calles… Claudia anotaba y memorizaba todo lo que podía. Tenía sed de aprendizaje y adaptación. Por ella. Por su hija. Y su esfuerzo y dedicación rindieron frutos cuando aprobó con muy buena nota el cuarto nivel de coreano, sin necesidad de presentar el examen de los primeros tres niveles. También empezó a visitar una iglesia católica, donde había un padre italiano que hablaba un poco de español. Él le recomendó acudir a un centro en el que daban clase de coreano a extranjeros, después de misa. Como alumna aventajada, Claudia  se ofreció como voluntaria traductora, en un programa de atención médica para familias inmigrantes.

“El idioma me gustó mucho. ¡Me pareció fácil! Ayudar a los demás también me motivó mucho más a aprender. En Corea, si uno no tiene seguro médico, es carísimo ir al hospital. No todos los usuarios del programa eran latinos, también traducía al inglés. Para ellos esa ayuda era muy importante. Luego, el padre me recomendó sacar el nivel 5 de coreano para aplicar a un trabajo, en la alcaldía de Suwon, la ciudad donde vivo. Hice varios cursos en la universidad Kyung Hee para prepararme. Y comencé a trabajar en el Centro de Ayuda para Inmigrantes, como soporte a las familias multiculturales. Ahí estuve 5 años”.

Luego, Claudia continuó una formación en Educación Multicultural y empezó a trabajar en la alcaldía de Seúl, en un programa para dar clases multiculturales en todos los niveles de estudio, desde el kindergarten hasta el bachillerato. El curso consistía en presentarles a los alumnos todo lo referente a diversos países, unos 50 en total, incluido El Salvador y compartir sobre su cultura. También desarrolló esos talleres en varios centros educativos privados la localidad. A lo largo de todo el año 2018, trabajó en la Biblioteca de su localidad, organizando y clasificando colecciones de libros y demás material bibliográfico en el área infantil. Y, desde el primer momento que tuvo el encuentro con los representantes de la Embajada salvadoreña, ha colaborado en diversas actividades, para promover la cultura del país, desde la Asociación de Salvadoreños en Corea. Enfocada en seguir aprendiendo, en los próximos días, comenzará un curso de panadería y repostería, con el objetivo de aplicar esos conocimientos culinarios al área de educación, y complementar el programa que imparte, con la comida como eje vehicular para conectar con otras culturas.

“Es importante que los niños conozcan y respeten la diversidad cultural, desde pequeños. A Corea vienen profesionales, médicos, ingenieros… no es gente que no tiene qué comer en sus países o es ignorante. Se viajaban por muchos motivos, hoy en día. Un día, una niña en la peluquería me preguntó si yo había emigrado porque no tenía qué comer en mi país. Entendí que era algo que había escuchado en su casa. Muchos coreanos tienen la visión de que ciertos países, los latinoamericanos y africanos, por ejemplo, son pobres y profundamente ignorantes. Los discriminan. Creen que sólo la gente blanca es inteligente. Son prejuicios que debemos transformar, desde la educación”.

Desde el punto de vista de Claudia, los valores que priman en la sociedad coreana se centran en la competitividad, el dinero y la dedicación casi exclusiva al trabajo. “Nosotros valoramos más el afecto, la familia. Aquí, desde pequeños, se les programa para ser los mejores y para hacer dinero. Las clases de bachillerato, por ejemplo, empiezan a las 7:30 am y terminan a las 10 pm. ¡Una barbaridad! Y aún así hay padres que llevan a clases extra a sus hijos de madrugada. Duermen unas horas y al día siguiente, otra vez, al colegio. Corea es el país en el mundo con el mayor índice de suicidio en la etapa de bachillerato. Viven demasiado estrés. Y el mercado laboral no compensa ese gran esfuerzo. Hace poco, salió un estudio que decía que, de 100 personas con profesión, sólo 2 ó 3 trabajan en ella realmente. Por eso, muchos emigran del país para poder ejercer su carrera. Tienen una formación altísima”.

La presión por los cánones estéticos coreanos, famosos por la belleza de la piel de sus mujeres y su revolucionaria cosmética, es otro elemento que Claudia destaca. “Yo soy gordita. Además, fui madre por segunda vez, de un varón, hace 5 años. El cuerpo va cambiando. Desde que llegué, me han dicho que debería bajar de peso, que tengo la cara bonita, pero que estaría mucho mejor siendo delgada. Mi hija tiene ahora 20 años, y pasó por una etapa en la que no quería comer. Buscamos ayuda médica. Lo que sucede es que, socialmente, también tienes más oportunidades laborales si eres delgado. Cuando llamas para un trabajo, te pueden preguntar cuánto mides y pesas y, si no estás dentro de su parámetro, te dicen que mejor ni vayas a la entrevista. Es muy normal. No se considera discriminación. El regalo más común, cuando se gradúan de bachilleres, es la operación de párpados, para hacerse los ojos más grandes, menos asiáticos”.

Claudia hace un balance de todos los cambios vividos, desde ese día del año 2001, cuando tocó por primera vez tierra coreana. Reconoce que ha tenido muchos momentos duros, de llanto, desesperación, frustración y que algunas veces todavía hay puntos de dificultad en su proceso personal y profesional  de integración: “He sabido reaccionar y salir adelante. Tengo una amiga muy querida salvadoreña que vive también en Corea, mi comadre Rocío, que me dice que soy una guerrera super poderosa, jajaja! Y sí, yo digo que después de todo lo que he superado, soy realmente una guerrera. Doy gracias a Dios por este carácter que tengo. Hemos podido consolidar las relaciones familiares. Ahora, cuando me llaman de mi país, preguntan más por mi esposo que por mí. Él se ganó a mi gente por completo. Pienso que Corea me ha enseñado a ser independiente y a luchar por lo que quiero. En El Salvador no hubiera sido lo mismo, quizá. Yo ahora no acabo de ponerme metas. Con esto de la comida estoy ilusionada. Voy a enfocarme en promover más las pupusas. A los coreanos les encanta el curtido y, si las pupusas son de arroz, ¡les fascinan! Hacemos piñatas con mi comadre y, cuando mi hijo cumplió 5 años, hicimos una, y le mandé un video a la profesora, dando instrucciones de cómo se rompe la piñata, para que todos los niños disfrutaran. ¡Él estaba feliz! Quiero avanzar y seguir aprendiendo, que mis hijos estudien y se sientan orgullosos de sus raíces. Que tengan lo mejor de cada país. Siento que en Corea he desafiado mis límites, consiguiendo cosas impensables. La necesidad te revela aspectos de tu potencial que nunca hubieras pensado desarrollar. Es ahora que me doy cuenta por todo lo vivido”, finaliza.