Por: Claudia Zavala
El terror que le provocaron los terremotos, ocurridos en El Salvador en el año 2001, fue el detonante para que Heidi Andrade decidiera emigrar: “Sé que puede parecer exagerado para algunas personas. Sobre todo, porque en nuestro país siempre tiembla. Pero yo les tengo un miedo que me supera y, además, estaba sola, porque toda mi familia ya vivía en Estados Unidos. Recuerdo aquellos retumbos de madrugada en la casa y yo sin saber qué hacer… ¡entré en pánico! La noche del 13 de febrero, llamé a mi mamá y me dijo ‘hija, venite, ¿qué estás esperando?’. Al día siguiente, renuncié en mi trabajo, cogí mi visa de turista y compré el boleto de avión. En cuestión de 24 horas, ya estaba en Nueva York, y mi vida estaba a punto de cambiar”.
Heidi era una joven de 20 años. Recuerda la bienvenida que le dio el crudo invierno de la Gran Manzana. Graduada como Secretaria Ejecutiva Bilingüe, se había desempeñado laboralmente en la principal aerolínea salvadoreña. Pero, al llegar a Nueva York, comenzó a trabajar como mesera. Según cuenta, tuvo mucha suerte, pues logró ampararse al Estatus de Protección Temporal (TPS) y sólo estuvo trabajando ilegalmente durante 6 meses. “Trabajar de mesera fue durísimo. No sólo por el trabajo físico, sino porque yo ‘creía’ que sabía inglés. Lo había estudiado y en la aerolínea lo ponía en práctica también. Pero, al llegar a Nueva York, sentía que no entendía nada. ¡Era súper frustrante! Tuve que ponerme a estudiar nuevamente, para poder desenvolverme”.
Al poco tiempo, por medio de su hermano que residía en Houston, logró contactar con la aerolínea en la que había trabajado en El Salvador y recibió la oportunidad de incorporarse nuevamente. Heidi se trasladó a Houston, a la casa de unos primos de su madre, quienes, según ella, la ayudaron incondicionalmente en esa etapa inicial tan difícil. Como el trabajo que le ofrecieron era sólo de medio tiempo, para cubrir sus gastos, comenzó a trabajar la jornada vespertina en otra aerolínea y, de madrugada, repartiendo periódicos. Tener esos tres trabajos le permitió ahorrar y alquilar un apartamento para ella sola, a los 6 meses de haberse cambiado de ciudad.
Al siguiente año, el buen récord laboral de Heidi hizo que su jefe la propusiera como asistente de la Gerente, en Dallas. Entusiasmada por la propuesta, hizo sus maletas y decidió aprovechar la oportunidad para seguir creciendo. Luego de dos años de trabajar en Dallas, se mudó a San Francisco, California, siempre como empleada en la aerolínea. En esa ciudad le esperaba el primer cambio fuerte en su vida personal, pues se reencontró con su vecino de Soyapango, y se casó con él. “Jajaja, así, literal, era el vecino que vivía en frente y nos encontramos en San Francisco. Esas cosas pasan. Estuve 7 años en esa ciudad con él, pero las cosas no salieron bien y nos divorciamos”.
San Francisco también significó un crecimiento en el aspecto laboral, pues también trabajó en una ONG que ayudaba a familias a buscar guarderías financiadas por el Gobierno. Su trato era, en su mayoría, con personas latinas que recibían ese tipo de apoyo. Heidi también aprovechó esa época, para incorporarse al College y mejorar su inglés a nivel universitario. “Ahora sí puedo decir que soy bilingüe y que, de verdad, lo hablo como debe de ser”.
A finales de 2010, regresó a Houston. Y, nuevamente, otra potente “casualidad” de la vida sorprendió su corazón: Se reencontró con un ex compañero de la aerolínea en El Salvador y se casó con él. “Lo enamoré con una mariscada. A mí me encanta cocinar y, un día, él me pidió un buen sopón salvadoreño, ‘pero no sopa de mariscos rala, sino una de verdad’, me dijo. Se la hice, le gustó, conectamos como pareja y, hasta el día de hoy, seguimos juntos”.
Sin embargo, ni todo su desarrollo laboral en distintas ciudades estadounidenses, ni las curiosas coincidencias en su vida amorosa tienen tanto protagonismo en la historia de Heidi como su intensa maternidad. En marzo de 2013, el matrimonio dio la bienvenida a su primer hijo, Jorge, y tres años después, llegó su hija, Juliette. Según Heidi, las vivencias que ha experimentado desde su rol de madre han significado el verdadero antes y después en su vida. Su voz se emociona notablemente, cuando habla de sus niños: “Me llamaba la atención que Jorgito, con casi 4 años, no hablaba. Le costaba mover sus piernas como lo hacen la mayoría de niños. Después de estar durante muchos años dedicadísima a mi trabajo, decidí renunciar en la aerolínea, y dejarlo todo para cuidarlos al cien por ciento en casa, porque sabía que algo no iba bien. Mi sorpresa es que Juliette también empezó a evidenciar señales que no esperaba. Después de muchas pruebas y análisis que les hicieron a los dos, en marzo de este año me confirmaron que mi hijo es autista. Y a principios de este mes de diciembre, me confirmaron que la niña también lo es. ¡Ha sido como un jarro de agua fría para nosotros! ¡Es muy duro y doloroso! Te preguntas tantas cosas… ¿por qué ha pasado? ¿de dónde viene eso? ¿qué he hecho mal? Comencé a informarme, a estudiar, a llevar a mis hijos con especialistas, a intentar hacer todo lo posible para que puedan tener una buena calidad de vida, dentro de nuestras posibilidades”.
Con la fuerte carga económica bajo la responsabilidad exclusiva de su esposo – él tiene su propio camión y transporta productos petroleros a plantas químicas en Texas – Heidi decidió contribuir a los ingresos familiares, haciendo lo que siempre se le ha dado bien: la cocina. “Hace dos meses se le arruinó el camión y, como no puede estar parado, invertimos todos nuestros ahorros para repararlo. De remate, el ‘impeachment’ de Trump ha afectado mucho al negocio del petróleo y los empresarios no quieren arriesgar. Con el frío no se produce tanto petróleo en Texas y, para terminar, mi esposo se enfermó fuertemente de gripe. Hay que pagar la casa y las facturas seguían llegando… Así que, ante semejante situación, pensé en hacer algo que me generara ingresos inmediatos. Y se me ocurrió hacer quesadillas salvadoreñas”.
El 12 de noviembre fue su primer día. Heidi madrugó y horneó 4 quesadillas, llenó dos termos con café y se fue a buscar una construcción con trabajadores latinos. Llevaba a su hijita con ella. Esperó desde las 8:30 am hasta las 11:30 am, para ver si tenía suerte, y cuenta que ese día sólo vendió una porción de quesadilla con una taza de café. Sin embargo, aunque reconoce que se sintió frustrada y desanimada por ese mal inicio, decidió seguir ofreciendo su producto, al día siguiente. Esta vez, la acompañó su papá. “Vimos una construcción como de 500 obreros. Mi papá es bien ‘chachalaco’ y se puso a platicar con algunos. Pedimos permiso y logramos vender un poco. Mi papá trabaja en un centro comercial y se dedicó a promocionarme también. Cada día me compran unas 10 quesadillas sólo ahí. Me empecé a anunciar en Facebook, en el grupo ‘Mamás salvadoreñas en el mundo’ y me empezaron a comprar. Hace poquito, vendí 17 quesadillas en un día ¡qué feliz me sentí! La pequeña la doy a 5 dólares, la grande, a 10. Las llevo a domicilio. Dependiendo de la distancia, no hago ningún tipo de recargo en el precio. Mi meta es empezar a venderlas en un supermercado cercano, a partir de enero. Quiero mejorar el envoltorio, las etiquetas. Siempre que me compran, aprovecho para preguntarles a mis clientas ¿cómo crees que puedo mejorar mi producto? Vamos poco a poco, pero me anima pensar que puedo contribuir en mi casa. Me toca pesado, porque me levanto a la 1:00 de la madrugada, para prepararlas y hornearlas. Me organizo así porque me gusta vender producto fresco, del día. Pero, sobre todo, para que cuando despierten mis hijos tempranito, puedo dedicarme por completo a su cuidado. También le cocino todos los días a mi esposo los tres tiempos de comida, para que pueda llevar alimentos sanos y ricos a su trabajo. Ellos son mi prioridad”.
Con el esfuerzo cotidiano que incluye el cuidado de sus hijos, la gestión de su casa y el desarrollo de su pequeño negocio, la visión empresarial de Heidi ha comenzado a dibujarse con más ambición: “Quiero montar un restaurante que, aunque venda comida variada, se especialice en sopas típicas de mi país. Se llamará ‘Sabores Torogoz’. Una mamá del grupo de salvadoreñas que he contactado en Facebook me está haciendo ya el logo. Siempre he tenido el ‘gusanito’ de tener algo propio y la situación de mis hijos ha sido el motor que me ha empujado a hacerlo realidad. Ya tengo 41 años y no quiero seguir perdiendo mi tiempo, así que me voy a lanzar. Me han ofrecido volver nuevamente a la aerolínea, como supervisora, en un puesto mejor, pero quiero apostar por mi sueño. Y porque mis hijos me necesitan a su lado. Están ambos con educación especial, con el apoyo que necesitan y, a la vez, presentan unos avances educativos bien sorprendentes para su edad. Necesito seguir estando cerca, para que sigan avanzando. Yo me pregunto ¿cómo hacen los otros padres de hijos con autismo que, obligatoriamente, se tienen que ir a trabajar? Con esta situación familiar uno aprende a ser más empático y tolerante con los demás. La diversidad forma parte de nuestra sociedad y debemos respetarla. He aprendido a no juzgar a los niños que hacen berrinche en la calle y no criticar a los padres que no les dicen nada. No sabemos, realmente, qué sufrimiento hay detrás… qué cansancio llevan, qué ha pasado antes de esa pataleta, qué diagnóstico tiene ese niño… A pesar de que se han hecho avances, en nuestra sociedad existen muchos prejuicios todavía y es tan doloroso que te discriminen a tus hijos, por ser como son. A mí me parece importante hablar abiertamente del autismo, sobre todo en nuestras comunidades latinas, para que entendamos en qué consiste y no pongamos etiquetas que hacen tanto daño”, finaliza.