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“La diversidad está en nuestra sociedad y debemos respetarla”

Por: Claudia Zavala

El terror que le provocaron los terremotos, ocurridos en El Salvador en el año 2001, fue el detonante para que Heidi Andrade decidiera emigrar: “Sé que puede parecer exagerado para algunas personas. Sobre todo, porque en nuestro país siempre tiembla. Pero yo les tengo un miedo que me supera y, además, estaba sola, porque toda mi familia ya vivía en Estados Unidos. Recuerdo aquellos retumbos de madrugada en la casa y yo sin saber qué hacer… ¡entré en pánico! La noche del 13 de febrero, llamé a mi mamá y me dijo ‘hija, venite, ¿qué estás esperando?’. Al día siguiente, renuncié en mi trabajo, cogí mi visa de turista y compré el boleto de avión. En cuestión de 24 horas, ya estaba en Nueva York, y mi vida estaba a punto de cambiar”.

Heidi era una joven de 20 años. Recuerda la bienvenida que le dio el crudo invierno de la Gran Manzana. Graduada como Secretaria Ejecutiva Bilingüe, se había desempeñado laboralmente en la principal aerolínea salvadoreña. Pero, al llegar a Nueva York, comenzó a trabajar como mesera. Según cuenta, tuvo mucha suerte, pues logró ampararse al Estatus de Protección Temporal (TPS) y sólo estuvo trabajando ilegalmente durante 6 meses. “Trabajar de mesera fue durísimo. No sólo por el trabajo físico, sino porque yo ‘creía’ que sabía inglés. Lo había estudiado y en la aerolínea lo ponía en práctica también. Pero, al llegar a Nueva York, sentía que no entendía nada. ¡Era súper frustrante! Tuve que ponerme a estudiar nuevamente, para poder desenvolverme”.

Al poco tiempo, por medio de su hermano que residía en Houston, logró contactar  con la aerolínea en la que había trabajado en El Salvador y recibió la oportunidad de incorporarse nuevamente. Heidi se trasladó a Houston, a la casa de unos primos de su madre, quienes, según ella, la ayudaron incondicionalmente en esa etapa inicial tan difícil. Como el trabajo que le ofrecieron era sólo de medio tiempo, para cubrir sus gastos, comenzó a trabajar la jornada vespertina en otra aerolínea y, de madrugada, repartiendo periódicos. Tener esos tres trabajos le permitió ahorrar y alquilar un apartamento para ella sola, a los 6 meses de haberse cambiado de ciudad.

Al siguiente año, el buen récord laboral de Heidi hizo que su jefe la propusiera como asistente de la Gerente, en Dallas. Entusiasmada por la propuesta, hizo sus maletas y decidió aprovechar la oportunidad para seguir creciendo. Luego de dos años de trabajar en Dallas, se mudó a San Francisco, California, siempre como empleada en la aerolínea. En esa ciudad le esperaba el primer cambio fuerte en su vida personal, pues se reencontró con su vecino de Soyapango, y se casó con él. “Jajaja, así, literal, era el vecino que vivía en frente y nos encontramos en San Francisco. Esas cosas pasan. Estuve 7 años en esa ciudad con él, pero las cosas no salieron bien y nos divorciamos”.

San Francisco también significó un crecimiento en el aspecto laboral, pues también trabajó en una ONG que ayudaba a familias a buscar guarderías financiadas por el Gobierno. Su trato era, en su mayoría, con personas latinas que recibían ese tipo de apoyo. Heidi también aprovechó esa época, para incorporarse al College y mejorar su inglés a nivel universitario. “Ahora sí puedo decir que soy bilingüe y que, de verdad, lo hablo como debe de ser”.

A finales de 2010, regresó a Houston. Y, nuevamente, otra potente “casualidad” de la vida sorprendió su corazón: Se reencontró con un ex compañero de la aerolínea en El Salvador y se casó con él. “Lo enamoré con una mariscada. A mí me encanta cocinar y, un día, él me pidió un buen sopón salvadoreño, ‘pero no sopa de mariscos rala, sino una de verdad’, me dijo. Se la hice, le gustó, conectamos como pareja y, hasta el día de hoy, seguimos juntos”.

Sin embargo, ni todo su desarrollo laboral en distintas ciudades estadounidenses, ni las curiosas coincidencias en su vida amorosa tienen tanto protagonismo en la historia de Heidi como su intensa maternidad. En marzo de 2013, el matrimonio dio la bienvenida a su primer hijo, Jorge, y tres años después, llegó su hija, Juliette. Según Heidi, las vivencias que ha experimentado desde su rol de madre han significado el verdadero antes y después en su vida. Su voz se emociona notablemente, cuando habla de sus niños: “Me llamaba la atención que Jorgito, con casi 4 años, no hablaba. Le costaba mover sus piernas como lo hacen la mayoría de niños. Después de estar durante muchos años dedicadísima a mi trabajo, decidí renunciar en la aerolínea, y dejarlo todo para cuidarlos al cien por ciento en casa, porque sabía que algo no iba bien. Mi sorpresa es que Juliette también empezó a evidenciar señales que no esperaba. Después de muchas pruebas y análisis que les hicieron a los dos, en marzo de este año me confirmaron que mi hijo es autista. Y a principios de este mes de diciembre, me confirmaron que la niña también lo es. ¡Ha sido como un jarro de agua fría para nosotros! ¡Es muy duro y doloroso! Te preguntas tantas cosas… ¿por qué ha pasado? ¿de dónde viene eso? ¿qué he hecho mal? Comencé a informarme, a estudiar, a llevar a mis hijos con especialistas, a intentar hacer todo lo posible para que puedan tener una buena calidad de vida, dentro de nuestras posibilidades”.

Con la fuerte carga económica bajo la responsabilidad exclusiva de su esposo – él tiene su propio camión y transporta productos petroleros a plantas químicas en Texas – Heidi decidió contribuir a los ingresos familiares, haciendo lo que siempre se le ha dado bien: la cocina. “Hace dos meses se le arruinó el camión y, como no puede estar parado, invertimos todos nuestros ahorros para repararlo. De remate, el ‘impeachment’ de Trump ha afectado mucho al negocio del petróleo y los empresarios no quieren arriesgar. Con el frío no se produce tanto petróleo en Texas y, para terminar, mi esposo se enfermó fuertemente de gripe. Hay que pagar la casa y las facturas  seguían llegando… Así que, ante semejante situación, pensé en hacer algo que me generara ingresos inmediatos. Y se me ocurrió hacer quesadillas salvadoreñas”.

El 12 de noviembre fue su primer día. Heidi madrugó y horneó 4 quesadillas, llenó dos termos con café y se fue a buscar una construcción con trabajadores latinos. Llevaba a su hijita con ella. Esperó desde las 8:30 am hasta las 11:30 am, para ver si tenía suerte, y cuenta que ese día sólo vendió una porción de quesadilla con una taza de café. Sin embargo, aunque reconoce que se sintió frustrada y desanimada por ese mal inicio, decidió seguir ofreciendo su producto, al día siguiente. Esta vez, la acompañó su papá. “Vimos una construcción como de 500 obreros. Mi papá es bien ‘chachalaco’ y se puso a platicar con algunos. Pedimos permiso y logramos vender un poco. Mi papá trabaja en un centro comercial y se dedicó a promocionarme también. Cada día me compran unas 10 quesadillas sólo ahí. Me empecé a anunciar en Facebook, en el grupo ‘Mamás salvadoreñas en el mundo’ y me empezaron a comprar. Hace poquito, vendí 17 quesadillas en un día ¡qué feliz me sentí! La pequeña la doy a 5 dólares, la grande, a 10. Las llevo a domicilio. Dependiendo de la distancia, no hago ningún tipo de recargo en el precio. Mi meta es empezar a venderlas en un supermercado cercano, a partir de enero. Quiero mejorar el envoltorio, las etiquetas. Siempre que me compran, aprovecho para preguntarles a mis clientas ¿cómo crees que puedo mejorar mi producto? Vamos poco a poco, pero me anima pensar que puedo contribuir en mi casa. Me toca pesado, porque me levanto a la 1:00 de la madrugada, para prepararlas y hornearlas. Me organizo así porque me gusta vender producto fresco, del día. Pero, sobre todo, para que cuando despierten mis hijos tempranito, puedo dedicarme por completo a su cuidado. También le cocino todos los días a mi esposo los tres tiempos de comida, para que pueda llevar alimentos sanos y ricos a su trabajo. Ellos son mi prioridad”.

Con el esfuerzo cotidiano que incluye el cuidado de sus hijos, la gestión de su casa y el desarrollo de su pequeño negocio, la visión empresarial de Heidi ha comenzado a dibujarse con más ambición: “Quiero montar un restaurante que, aunque venda comida variada, se especialice en sopas típicas de mi país. Se llamará ‘Sabores Torogoz’. Una mamá del grupo de salvadoreñas que he contactado en Facebook me está haciendo ya el logo. Siempre he tenido el ‘gusanito’ de tener algo propio y la situación de mis hijos ha sido el motor que me ha empujado a hacerlo realidad. Ya tengo 41 años y no quiero seguir perdiendo mi tiempo, así que me voy a lanzar. Me han ofrecido volver nuevamente  a la aerolínea, como supervisora, en un puesto mejor, pero quiero apostar por mi sueño. Y porque mis hijos me necesitan a su lado. Están ambos con educación especial, con el apoyo que necesitan y, a la vez, presentan unos avances educativos bien sorprendentes para su edad. Necesito seguir estando cerca, para que sigan avanzando. Yo me pregunto ¿cómo hacen los otros padres de hijos con autismo que, obligatoriamente, se tienen que ir a trabajar? Con esta situación familiar uno aprende a ser más empático y tolerante con los demás. La diversidad forma parte de nuestra sociedad y debemos respetarla. He aprendido a no juzgar a los niños que hacen berrinche en la calle y no criticar a los padres que no les dicen nada. No sabemos, realmente, qué sufrimiento hay detrás… qué cansancio llevan, qué ha pasado antes de esa pataleta, qué diagnóstico tiene ese niño… A pesar de que se han hecho avances, en nuestra sociedad existen muchos prejuicios todavía y es tan doloroso que te discriminen a tus hijos, por ser como son. A mí me parece importante hablar abiertamente del autismo, sobre todo en nuestras comunidades latinas, para que entendamos en qué consiste y no pongamos etiquetas que hacen tanto daño”, finaliza.

“Las madres que emigramos pagamos el costo más duro de la separación”

Por: Claudia Zavala

Cuando Delmi Galeano se expresa, desprende alegría y buen humor. De palabra fácil, cercana y dicharachera, es difícil imaginar, a simple vista, que esta salvadoreña de 38 años haya pasado por un verdadero calvario, desde que decidió emigrar hacia España, en el año 2013. “Llegué a Madrid, un 27 de diciembre, a las 2:30 de la tarde. ¡Hacía un frío del demonio! Yo dije: ‘estos españoles ponen el aire acondicionado del aeropuerto bien fuerte’. Pero, cuando salí a la calle, me di cuenta de que ese era realmente el frío que estaba haciendo ¡Padre santo!”.

Licenciada en Derecho por la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” (UCA), Delmi trabajaba en su país en una financiera, como gestora de cobros. Cuenta que, luego del nacimiento de su segunda hija, enfermó gravemente de un tumor en el pecho. Y ahí comenzó la debacle económica de la familia: En un año y medio, tuvo que ser operada en tres ocasiones. Aunque, al principio, su madre la ayudaba con los gastos, desde Estados Unidos, los costos iban aumentando tanto que no era posible cubrir todo. Cuando en su trabajo se dieron cuenta de su situación de salud, la despidieron. Un finiquito de 1,300 dólares y la ansiedad por quedarse sin empleo la acompañaron en esos días de verdadera desesperación. De remate, su esposo, abogado de profesión como ella, también se quedó sin trabajo. Luego de agotar todas las opciones laborales posibles y no ver frutos, y de que su madre retornara a El Salvador para ayudarla con los niños, Delmi decidió partir. Unos tíos residentes en Estados Unidos le ayudaron a comprar el boleto de avión. España fue el destino, pues ahí residía su hermano y porque una vecina recientemente había viajado también, para buscar trabajo.

“Pasé un tiempo en que unas ex compañeras del colegio me compraban comida. ¡Fueron como ángeles en mi vida, mis hermanas! Fue duro darme cuenta que, aún teniendo formación profesional y siendo muy trabajadora, no encontré opciones laborales en mi país. Uno no toma esta decisión porque sí. La piensa mucho y se atreve a dar el salto, pensando sólo en el bienestar de sus hijos. Eduardo tenía 12 años y Daniela, 3. Mi mamá me decía ‘hija, no te vayas, sos profesional, te ha costado tanto, ¿qué vas a ir a hacer?’ Yo me sentía fuerte, con ganas de luchar. Pero, por muy mentalizado que venga uno, nada ni nadie te prepara para la oscuridad emocional que estás a punto de vivir”.

Delmi llegó a la casa que su hermano compartía con su pareja. A los dos días, se empadronó y compró un celular. Sin tener ningún tipo de contacto, comenzó la búsqueda de trabajo por internet y en los anuncios de las calles. A los pocos días, consiguió trabajo como empleada interna en La Moraleja, una de las zonas más exclusivas de Madrid. Era una casona de cuatro plantas, en la que vivían una empresaria divorciada, sus padres y sus dos hijos, de 9 y 7 años. Delmi iniciaba sus labores a las 6 am y terminaba a las 10 pm. Tenía sólo media hora para comer y media hora de descanso. Cocinaba, lavaba, planchaba, cambiaba 3 veces por semana toda la ropa de cama, y limpiaba a fondo toda la casa y la piscina. Su permiso de salida iniciaba el sábado al mediodía y concluía domingo por la noche. Cobraba 750 euros al mes y no tenía seguridad social.

“Iba con uniforme de empleada doméstica ¡eso es tan degradante! Te mata la moral como persona, te mina el autoestima. La señora me dijo que era para que no se me arruinara mi ropa. No podía comer con ellos, debía esperar en la cocina, hasta que terminaran. Un día, me tomé una coca cola ¡y ella se puso como una fiera! Luego de seis meses, decidió irse a Suiza y me quedé sin trabajo, de un día para otro”. Al poco tiempo, contactó con otra opción laboral aunque, desde el principio, recibió una marcada advertencia: “esta abuela es ‘telita’, cosa seria, tiene muy mal genio. Pero, si aguantas tres años, te pueden hacer los papeles”, le dijeron.

Motivada por la promesa de legalizar su situación migratoria, Delmi aceptó el trabajo. Esta vez, era en un piso pequeño en el barrio de Móstoles, también en Madrid. La señora “cosa seria” tenía 88 años y vivía con un hijo. Por 850 euros, Delmi debía encargarse de absolutamente todas las labores del hogar y, además, permanecer al cuidado de la anciana: bañarla, cambiarla, darle de comer, estar pendiente de ella por las noches… Además, todas las mañanas, debía acudir a la casa de la otra hija de la señora, que vivía en frente, también para limpiar, lavar y planchar. Todo por el mismo sueldo. Y luego, al mediodía, regresar corriendo a la otra casa, para cocinarle a toda la familia, a la que se sumaban 2 nietos, que se reunía todos los días para almorzar. Su permiso de salida era más acotado aún: sólo los domingos de 9 am hasta las 9 pm.

 “Me acuerdo que lloraba en la casa de la hija de la señora, mientras planchaba. ‘Los papeles, Delmi, los papeles’, me repetía a mí misma para darme ánimos. El trabajo era muy duro físicamente. Comencé a perder mucho peso, unos 4 kilos (8 libras) por semana. La abuela pesaba 80 kilos (unas 175 libras) y medía 1.80 metros. La cargaba para ponerla en la silla de ruedas, en la cama, en el sofá… era extenuante. Además, era un machaque psicológico constante, porque ella siempre estaba quejándose. Me decía que yo no podía hacer nada bien; llegué a pensar que, de verdad, era una inútil. Me estaba consumiendo… Me alentaba saber que estaba juntando dinero para enviarles a mis hijos, que estaban bien con su papá y mi mamá. Pensaba en que podían ir a un buen colegio, tener un buen futuro. Me llegué a hacer un plan en un papel, con los días que me faltaban para cumplir los tres años y que me hicieran el contrato para regularizar mis papeles. ¡Como los presos! Marcaba los días y, ahora que lo pienso, realmente, estaba presa toda la semana y el fin de semana era como mi día de libertad condicional. Ese día de descanso, me iba al centro comercial Xanadú. Me compraba una hamburguesa y me iba a caminar y a caminar, como ida… Hablaba por teléfono con mis hijos y después, a la casa, a volver a comenzar con esa tortura. Nunca le dije nada a mi familia, para no preocuparlos”.

Delmi cuenta que, efectivamente, a los tres años, la señora cumplió con su promesa de hacerle el contrato que necesitaba para regularizar su situación migratoria. Luego de recibir, por fin, su permiso de trabajo y residencia legal, un 19 de septiembre de 2016, la Ley le exigía cotizar a la Seguridad Social, al menos, 3 meses en el mismo lugar de trabajo. Cuando ese tiempo pasó, en diciembre de ese mismo año, Delmi anunció a la familia que se iría: “¡Es una putada lo que nos has hecho, ahora nos dejas!, me dijo la señora. Yo en el fondo me sentí hasta culpable por querer salir de ahí. Es bien raro, pero se llega a desarrollar una especie de ‘síndrome de Estocolmo’, a pesar de cómo te han tratado. Yo llegué a tomarles un gran cariño; me sentía como el pariente pobre de la familia. Nunca olvidaré el día en que, recién llegada a ese trabajo, mi hijo me llamó llorando, pidiéndome que por favor volviera a El Salvador. Yo quedé tan destrozada que no podía parar de llorar. La abuela me vio, me sentó y me dijo: ‘Yo tengo un hijo muerto al que no volveré a ver jamás. Tú podrás ver a tu hijo dentro de tres años, así que no llores más’. Creo que, a su manera, toda tosca, intentó darme ánimos y me ayudó a seguir adelante”.

Con mayor experiencia sobre cómo era la vida en España, las condiciones de negociación en el trabajo como empleada interna y más “liberada” por tener sus papeles migratorios en regla, Delmi consiguió un empleo, en la zona de Atocha, frente al Parque del Retiro de Madrid. Se trataba de una familia de cuatro miembros, ella era psicóloga, él empresario y tenían dos niños de 15 y 12 años, respectivamente. Eran económicamente acomodados y con un trato mucho más respetuoso, educado y considerado hacia ella.

El año 2017 pintó con mejores colores para Delmi. Después de varios años sin verse, una de sus mejores amigas y ex compañera de colegio, Ana Martha, una salvadoreña residente en Islandia, estaba de visita en Madrid y pudieron verse y recordar viejos tiempos. La invitó a viajar a la isla y la ayudó económicamente para que pudiera pagarse el boleto de avión. Después de 4 años de trabajo agotador, en julio de 2017, pudo tomarse unas vacaciones de verdadero descanso. Reencontrarse con su amiga la ayudó, poco a poco, a reconectar con la Delmi de siempre. Desde Islandia, Ana Martha la contactó con Pili, una amiga residente en Barcelona, quien, a su vez, la conectó con Carolina Elías, otra salvadoreña residente en Madrid, que es presidenta de la Asociación Servicio Doméstico Activo (SEDOAC). Desde ese espacio, Carolina, abogada de profesión y que también ha vivido la experiencia de ser empleada doméstica en Madrid, reivindica junto a su equipo los derechos de las empleadas de hogar y las ayuda a empoderarse y a tejer redes de apoyo entre ellas. Carolina, además, trabaja en el Centro de Empoderamiento de Trabajadoras del Hogar y Cuidados (CETHYC), el primer centro de Madrid que  realiza diversas actividades de formación, entre otras, para mujeres que se dedican al empleo doméstico, ubicado en el distrito de Usera. Según Delmi, contactar con esta red de mujeres ha significado un antes y un después en su proceso migratorio.

“Comencé a acudir los fines de semana a las actividades que hacían. Cuando vi a Carolina le dije: ‘¡heyyyy, sos guanaca! Me ha ayudado tanto esa mujer. Yo antes dibujaba y hacía muchas manualidades. En El Salvador, trabajé dando clases de pintura, de hacer piñatas y bisutería, para rebuscarme un dinerito extra. Después de tantos años, me animé a hacer la pancarta del CETHYC, para la marcha del 8 de marzo, en la que se reivindican los derechos de la empleada de hogar también. Plasmé los colores y la estética de nuestro país, me inspiré en paisajes de Ataco y Chalatenango. ¡A la gente le gustó mucho, yo no lo podía creer! También pinté una manta para la marcha contra el racismo ¡me la pagaron y todo!”.

La bocanada de aire que significó su nueva red de apoyo en Madrid fue una buena experiencia, pero lo mejor estaba por venir. En noviembre de 2018, Delmi, por fin, pudo regresar a El Salvador para ver a su familia y acompañar a su hijo mayor en su ceremonia de graduación de bachiller. “Cuando llegué al aeropuerto, mis hijos no me reconocían. En todo este tiempo, he bajado 30 kilos (unas 65 libras) y estoy visiblemente cambiada. Miraban a su papá, como confundidos… ‘¡es tu nana!’, les dijo él. Y nos fundimos en un abrazo que todavía estoy sintiendo. Tenía ganas de apretarlos tanto, de tenerlos siempre conmigo y no volver a desprenderme de ellos. De meterlos en mi vientre, otra vez, para que estén siempre conmigo, donde sea que yo esté… ‘¡Qué chele estás, mamá!”, me dijo mi hijo. Y me dieron un tarrito con una jícama con limón y alguashte que yo les había pedido. ¡Soñaba con esa jícama!”.

Delmi reconoce que el sueño largamente anhelado de reunirse con sus hijos chocó con la dura realidad que marcan el tiempo transcurrido y los años vividos separados. Sus hijos habían crecido, habían vivido cosas y construido un día a día en el que ella no había estado físicamente, aunque su mente y su corazón, a ocho mil kilómetros de distancia, no hacían más que visualizarlos y amarlos con total intensidad.

“Estoy agradecida por el trabajo que ha hecho su padre con ellos, es un hombre amoroso y entregado. Pero la presencia de una madre es tan importante para los hijos. Sentí que sigo siendo parte de la familia, pero no de la misma manera. Yo les decía alguna cosa y volvían a ver a su papá primero, buscando su aprobación, para después hacerlo. No fluía nada igual… Tu espacio está ahora por el teléfono, por Whatsapp, pero tu presencia física es como si no cupiera ya en tu propia casa. Es desgarrador… Te vas para luchar por ellos pero, en esa lucha, algo se pierde. Junto a los hijos, las madres que emigramos pagamos el costo más duro de la separación. Volví otra vez a España, porque no encontré ningún trabajo en mi país. Todavía me acuerdo del letrero que dice “El Salvador impresionante” y de lo mucho que lloré en ese vuelo, al separarme de mis hijos, otra vez. Dejé mi trabajo como empleada doméstica, en abril de 2018, después de un día que me dio un ataque de ansiedad en el baño. Pasé varias horas tirada en el suelo. Ahí supe que tenía que poner un límite. El trabajo como interna me ha dejado secuelas, porque me he vuelto asmática, por los productos de limpieza que usaba, me han dicho que tengo un fuerte desgaste en las membranas de los pulmones. Ahora trabajo como camarera en una cafetería. He intentado encontrar empleo como asistente, secretaria, ayudante en bufete porque, aunque no tenga el título homologado, soy abogada y tengo conocimientos. Pero hasta ahora no he podido. Aún así, el cambio de trabajo y ampliar mis redes con otras mujeres ha significado una gran transformación en mi vida, en mi ánimo, en mi proyecto de vida. Sigo pensando en dar lo mejor para mis hijos. Eduardo empezará a estudiar Comercio Internacional y Daniela ha pasado a quinto grado. Todavía me estoy reconstruyendo. Aún me cuesta relacionarme socialmente, pero voy avanzando.  Me gustaría dar clases de pintura a otras mujeres y que el arte les ayude a sacar todo lo que llevan dentro. ¡Aguantamos tanto nosotras! Desde mi experiencia me gustaría decirle a alguna mujer que esté ahora en esa oscuridad ‘se puede, vieja, se puede, vas a salir adelante’”, finaliza.

Foto mural: David Sabadell / El Salto

“Quiero empezar de nuevo, en mi país”

Por: Claudia Zavala

El año 2017 significó un duro golpe en la vida de Dilcia Vargas. Después de 23 años de matrimonio y 5 hijos en común, su marido la abandonó por otra mujer y la dejó sin ningún tipo de manutención. Como socios en supuesta igualdad de condiciones, administraban juntos el negocio de venta de ropa que era la única fuente de ingresos para la familia. Junto al mazazo emocional de la infidelidad, Dilcia también descubrió que su marido había pasado todo a nombre de su nueva pareja y que ella ahora no tenía nada.

“Confié ciegamente en él. Yo estaba a su lado desde los 14 años y era mi esposo. ¿Cómo iba a imaginar que me haría algo así? Nos dejó de la noche a la mañana, incluyendo a nuestra hija mayor que era sólo suya, pero yo la crié como mía. Le dije que yo estaba embarazada otra vez, pero no le importó nada. La situación me desbordó, perdí el control y caí en depresión. Tuve que buscar una salida de emergencia para alimentar y seguir criando a mis hijos”.

Aunque asegura que nunca había estado entre sus opciones de vida, esa salida de emergencia llegó en forma de proyecto migratorio.  En medio de la situación desesperante que vivía, Dilcia contó con la ayuda de su mamá, al menos para tener techo y comida. A consecuencia de un embarazo complicado, su hija Monserrat nació con algunos problemas de salud, que se agravaron con una neumonía que sufrió, a los 18 días de nacida. Pese a la angustia que significaba separarse de sus hijos de 24, 20, 12 y 4 años de edad y, sobre todo, de su bebé tan delicada de salud, Dilcia decidió continuar con su idea de emigrar, pues no encontraba otras opciones laborales en su país. “Con 38 años, me decían que ya estaba vieja y que no podía hacer algunas cosas. No tuve otra alternativa que buscar oportunidades lejos de mi gente”.

Después de vender algunos enceres de su hogar y contar con la ayuda de personas cercanas para conseguir el dinero para el boleto de avión y mil euros más, para demostrar en el control migratorio del aeropuerto que tenía suficiente sustento para los días que, supuestamente, estaría como turista, aterrizó en España, en mayo de 2018. La esposa de un sobrino la recibió en el barrio de Benimaclet, en Valencia. La chica vivía en una pequeña habitación que tenía una sola cama. Según  cuenta Dilcia, ambas tenían que compartirla. Por ese derecho, la dueña de la casa le cobraba 10 euros todos los días, es decir, 300 al mes. “Como no pude pagar, porque era mucho dinero para mí, me quedé solo una semana. Le pagué 70 euros y me fui. Los mil euros que traía los tuve que mandar a Honduras, justo al llegar, porque mi mamá los necesitaba para pagar su casa, que la hipotecó para conseguir fondos para mi viaje. Tuve la fortuna de conocer a una familia nicaragüense que me acogió bien. La señora era bien estricta, pero me ayudó a conseguir trabajo. Me dedicaba tiempo para acompañarme a posibles empleos; íbamos a pie, porque no teníamos para transporte público. Caminé muchísimo y me sucedieron muchas cosas en la búsqueda. Una señora me dijo que no podía trabajar con ella, porque yo era muy gorda. Otra me dijo que porque era muy morena. ¡Cosas que en mi vida hubiera imaginado que les iba a importar! Me iba a los parques a hablar con ancianitos, preguntándoles si no necesitaban a alguna cuidadora. ¡Estaba abatida! Por fin, encontré trabajo, casi dos meses y medio después de haber llegado”.

Los primeros ingresos los recibió por cuidar a un enfermo en un hospital. El señor falleció a los 15 días. Luego, comenzó a cuidar a una señora enferma de Alzheimer, con la que estuvo casi seis meses. También murió. Luego, las cosas comenzaron a mejorar un poco, con algunos trabajos que conseguía como limpiadora; uno de manera estable, donde asegura haber recibido mucho respeto y buen trato.

A los pocos meses, el objetivo de Dilcia de continuar trabajando y, con el tiempo, intentar regularizar su situación migratoria para consolidar su residencia en España, se torció por completo. Desde Honduras, recibió la noticia de que su ex marido se había llevado a su hijo de 12 años, para que trabajara junto a él en la construcción. “Lo sacó de la escuela, para ponerlo a trabajar como albañil. Me han enviado fotos suyas con las manos destrozadas, llagas en los dedos, golpes en las piernas… ¡es un niño! No puede hacer ese trabajo pesado. Además, la zona en que vivimos es bien peligrosa, porque hay muchos pandilleros. Un niño solo y sin ir a la escuela corre muchos riesgos. Me ha llamado varias veces, de madrugada, diciéndome que ya no quiere estar con su papá, que quiere estar con sus hermanos. Me parte el corazón… Siento una impotencia y un dolor inmensos sólo de pensar que no puedo protegerlo. Pensé que todo el daño que ese hombre me hizo como mujer era suficiente. Jamás imaginé que llegaría a comportarse así con su propio hijo”.

Dilcia rompe en llanto y muestra las fotos que, efectivamente, evidencian lo que narra. Luego de varias semanas de evaluar qué podía hacer ante semejante situación familiar, decidió que lo mejor era volver a su país para resolver todo de manera directa. Le comentaron que una conocida suya, con la que había coincidido en su época de vendedora en el Mercado de San Pedro Sula, estaba traspasando su negocio, una abarrotería y frutería bien ubicada y con una clientela consolidada. Determinó que conseguiría el dinero necesario para realizar esa inversión y así intentar garantizarse una fuente de ingresos a su vuelta. Decidida a encontrar opciones de colaboración, compartió su caso en una asociación que ayuda a personas inmigrantes en Valencia. La escucharon y se comprometieron a ayudarla, para pagarle el boleto de avión, pues ella no puede cubrir sus gastos de viaje. Le dijeron que incluso la ayudarían a recaudar el dinero necesario para el trámite de traspaso de su futuro negocio.

“A la señora le mandé 3 mil lempiras, unos 120 euros, como señal de que tengo intención de hacer el trato. Me faltan 62 mil lempiras (unos 2.400 euros, aproximadamente) para completar todo el pago. Lo que traspasa es el derecho a llave, sin incluir el producto de la tienda. Lo triste de todo es que ella necesita ese dinero para emigrar con su hija a Estados Unidos. Yo queriendo salir de esta pesadilla y ella queriendo empezarla. Pero, bueno, no todos los casos son iguales. Ojalá le vaya bien”.

En la asociación le han dicho que, en cualquier momento, le confirman la fecha de su vuelo de regreso a Honduras. Ya ha entregado la documentación requerida y espera ansiosa la llamada definitiva. Mientras, aprovecha para realizar trabajos puntuales de limpieza y cuidados de mayores, que le permitan juntar más dinero para su negocio y para llevar algo para su familia. Ha empezado a hacer maletas y sueña con el día en que, por fin, pueda abrazar a sus hijos.

“Monserrat creo que ni me reconocerá… ¡la dejé tan pequeñita! La mayor se ha puesto a trabajar y la segunda, que es la que cuida a los pequeños, quiere estudiar Medicina. La voy a apoyar en todo. ¡Lo vamos a conseguir juntas! Yo sé que cuando decidimos emigrar lo hacemos pensando en un mejor futuro y, muchas veces, huyendo de la violencia de nuestros países. Pero, después de mi experiencia aquí, he valorado mejor lo que tengo. Es terrible separarse de la familia. Y se lo dice alguien que es muy fuerte y está acostumbrada a vivir en la adversidad. Les diría a esas mujeres que piensan emigrar que lo analicen bien, que no dejen a sus hijos. Que no es justo tomar decisiones en su nombre, porque también sus vidas son afectadas. Que se informen bien y no crean en las cosas que ven en Internet o en las historias que les cuenta cualquiera. He visto gente aquí que se toma fotos en carros y en casas que no son suyas, para las redes sociales, para aparentar una vida de éxito que en realidad no tienen. Es patético. Pero también estoy agradecida con esta experiencia vivida. Hasta las peores humillaciones que he pasado en España me han servido. Hasta el recuerdo de mi ex marido cuando me decía que era una inútil sin él, me ha dado fuerzas para levantarme. Créame, ahora soy otra mujer. Y soy afortunada de poder volver a mi país. Muchas no pueden. Se quedan atrapadas en un pozo oscuro, trabajando por años como domésticas, como internas, y se pierden en el camino. Es duro, porque esta sociedad no las valora. Empezar de nuevo es el mejor regalo que tengo ahora y voy a aprovecharlo”, finaliza.

Colabora en la campaña para ayudar a Dilcia: https://www.gofundme.com/f/vuelvo-a-mi-pais

 

“Alemania me ha dado otras opciones y ha abierto mi mente”

Por: Claudia Zavala

Carolina Molina de Hernández cuenta su historia, desde Frankfurt, Alemania. Con 38 años de edad, esta abogada salvadoreña comparte los detalles de su proceso migratorio que, según comenta, se consolidó por la situación laboral de su marido. “Mi esposo, René, trabajaba en una empresa alemana en El Salvador, y viajaba a ese país y a Europa, en general, con frecuencia. Desde que conoció Frankfurt se enamoró de la ciudad y me dijo que algún día viviríamos ahí. Yo le decía que sí, pero nunca imaginé que todo se fuese a dar de una manera tan fluida, en tan poco tiempo”, explica.

Los méritos académicos y laborales de Carolina la habían consolidado como notaria y registradora de la propiedad en el Centro Nacional de Registros, consiguiendo una destacada situación profesional en su país. En 2013, se convirtió en madre de su único hijo. Y, según cuenta, aunque estaba muy contenta con su empleo que, además, le brindaba guardería a su hijo en su mismo centro de trabajo, anhelaba ser madre a tiempo completo y dedicarse más a su vida familiar. “Llevaba una rutina bastante ajetreada entre el trabajo y la casa. René viajaba mucho; a veces, pasábamos hasta 3 meses mi bebé y yo solos. Una vez me dio chikungunya y, a la vez, a mi niño le dio una infección. Fue caótico… Quería experimentar otro ritmo de vida, abrirme a otras posibilidades”.

En 2014, surgió una oportunidad para su marido de conseguir una plaza en Frankfurt. Aunque la idea seguía pareciendo remota, el matrimonio se preparó ante un eventual cambio, en caso de que René fuese aceptado. El proceso de selección y contratación no fue fácil y se alargó durante casi un año. Pero, finalmente, la plaza le fue asignada. Así, en julio de 2015, René viajó a Frankfurt para incorporarse a su trabajo y empezar el proceso de búsqueda de casa e instalar a su familia.

“Nosotros somos creyentes y, desde el principio, vimos la mano de Dios en todo el proceso. Frankfurt es una ciudad sumamente cosmopolita y demandada; encontrar vivienda aquí es súper difícil. Se conocen casos de gente que tarda de 6 meses a 2 años en conseguir algo. Los alquileres son caros, en promedio de 1,100 a 1,500 euros. Contra todo pronóstico, René encontró casa, en menos de 2 meses, a kilómetro y medio de su trabajo y a 80 metros de la escuela de mi hijo, en una calle comercial muy importante, a pocos minutos del centro. Por mi parte, en El Salvador, vendí nuestra casa, carro y renuncié en mi trabajo, el 20 de noviembre de 2015. Todo se dio sin problemas”.

Con la buena fortuna dándoles la bienvenida, madre e hijo aterrizaron en Frankfurt, el 14 de diciembre de 2015. Aunque llegaron en pleno invierno alemán, Carolina asegura que lo sobrellevaron muy bien, pues René se había encargado de comprarles la ropa adecuada y tenía resueltas diversas cuestiones prácticas como dónde ir a comprar, cómo transportarse, y dónde estaba ubicado lo más importante en la ciudad, lo que ayudó a que los primeros días de la familia se fueran acomodando de manera tranquila y ordenada.

“Llegamos a pocos días de que mi hijo cumpliera 2 años y de la Navidad. Fueron nuestras primeras fechas importantes estando solos. Yo soy muy unida a mi mamá y a mis hermanas, no fue fácil ese momento, pero cuando estás en esta situación uno se inventa lo que puede, saca ánimos de donde sea, porque si no, nunca avanzas ni te abres a tu nuevo entorno”.

Y en ese “inventar lo que uno puede”, Carolina decidió en esa primera Navidad hacer algo que nunca imaginó que formaría parte de su nueva vida: cocinar pupusas.  “Me dieron ganas de comer pupusas en la cena navideña y le pregunté a mi mamá cómo hacerlas, porque quería hacerlas variadas y que me quedaran buenas. Para mi sorpresa, me quedaron muy ricas, tomando en cuenta que, en El Salvador yo no cocinaba. Poco a poco, fui invitando a algunos salvadoreños y extranjeros que conocimos para que las probaran. ¿Por qué no las vendes?, me decían”.

Dicho y hecho. Luego de la primera venta oficial que le hiciera una amiga para el festejo de cumpleaños de su hija, a los pocos meses, las pupusas de Carolina empezaron a conocerse, y fue haciéndose de una pequeña clientela salvadoreña, alemana y de otros países que ahora reciben su encomienda gastronómica por correo, todas las semanas. Sus envíos abarcan desde ciudades como Berlín hasta Friburgo. “Las preparo domingo en la tarde. Por recomendación de mi mamá, las dejo enfriar de manera natural toda esa noche. El lunes, tempranito, las empaco y las pongo en el correo, que aquí funciona muy bien. Llegan el martes, máximo miércoles. Las envuelvo en papel de aluminio, separadas cada una, y llegan perfectas, con su curtido y salsa. Me apasiona, me alegra muchísimo cuando me dicen ‘recibí sus pupusas ¡están ricas y las he compartido! Una alemana que vivió en El Salvador me dio las gracias, emocionada, porque me dijo que ya sus hijas, al menos, conocen algo de mi país. Parece una tontería, pero para mí eso es muy importante”.

Paralelo a su emprendimiento en la cocina, Carolina se enfocó en el aprendizaje del idioma alemán, del que reconoce tener ya buenos fundamentos para comunicarse y desenvolverse diariamente, pero aún le falta mucho para tener un buen dominio. Contar con la “tarjeta azul” de su marido, asignada a los profesionales calificados, como base del estatus migratorio de la familia, les permite residir, tener derecho a cobertura sanitaria y circular libremente en toda Europa. “Este año, a René le han dado la tarjeta permanente. La verdad es que, en Alemania, es prácticamente imposible vivir ilegal. Hay que estar inscrito en la alcaldía; si no, no se puede alquilar ni hacer nada. Yo aún no he trabajado oficialmente en este país. Para pedir mi tarjeta, tengo que residir primero 5 años, aunque puedo salir y entrar sin problemas en ese tiempo”.

Carolina destaca las bondades del sistema alemán para las familias con hijos, sobre todo, para las madres que han dado a luz y que nunca han trabajado, a las que el Estado les asigna 300 euros de ayuda mensual. En caso de ser trabajadoras, reciben el 70% de su salario y tienen derecho a un año de baja maternal, para que puedan quedarse con el bebé en casa. Al respecto, es cuidadosa pero muy enfática al reconocer que hay personas refugiadas e inmigrantes que se aprovechan de esas prestaciones, lo que genera la molestia de la población autóctona, despertando sentimientos que pueden considerarse “discriminatorios” y “anti inmigrantes”, desde su punto de vista.

“Aunque, en general, no se percibe racismo o discriminación, sí hay gente racista en este país, sobre todo en los pueblos donde hay muchos adultos mayores. No sucede tanto en ciudades tan diversas como Frankfurt, donde el 51% de su población es de origen extranjero. Pero también entiendo que algunas personas que abusan del Estado alemán contribuyan a generar actitudes en contra, porque no está bien sólo venir para aprovecharse del sistema. Y por unos, lastimosamente, pagamos todos. Yo sólo he experimentado una situación incómoda cuando estaba recién llegada, que no entendía nada de alemán: Un cajero del supermercado se molestaba mucho conmigo, tenía una mala actitud siempre, era bien malcriado, y yo realmente me sentía discriminada. Ahora, con el tiempo, que ya entiendo mejor todo, me he dado cuenta de que el problema lo tiene él, no es nada personal conmigo”.

Parte de su integración social y la generación de nuevas redes de contacto ha pasado, necesariamente, por su vinculación en la Iglesia Cristiana Latinoamericana en Frankfurt, en la que el matrimonio participa activamente. Carolina es profesora en una clase de Biblia para niños y en una clase de Academia Bíblica para adultos, en las que pone en práctica el Diplomado en Teología que también cursó en El Salvador. Además, es líder del grupo de enseñanza para mujeres de todas las edades. Por su parte, René trabaja en la enseñanza y consejería de adolescentes y, además, colabora en una obra social con indigentes y drogadictos, cerca de la estación central de la ciudad.

En cuanto a la educación y crianza de su hijo, ella comenta que ha ido conociendo, poco a poco, el sistema alemán, en el que la escuela es obligatoria a partir de los 6 años. Su hijo pudo incorporarse al kindergarten, que cubre la etapa de los 3 a 6 años, y ahí empezó su inmersión en la cultura e idioma alemán. En septiembre del próximo año, empezará la escuela obligatoria, pero, por ser alumno de origen extranjero, el Estado le provee un curso de nivelación del idioma un año antes, para que ingrese en igualdad de condiciones con los demás niños. Ya conoce su escuela y los profesores que tendrá. “A mi hijo, afortunadamente, se le ha facilitado mucho el idioma. Entró un mes de noviembre al kínder y, tres meses después, ya entendía y contestaba en alemán. Debo decir que fuimos bien recibidos en la escuela. Casi siempre había gente que hablaba inglés y, si no, nos hablaban en alemán muy despacio y sencillo todo para que les entendiéramos”.

Desde su punto de vista, el estereotipo generalizado de que los alemanes son personas “frías y distantes” se evidencia en la manera en la que suelen educar a sus hijos. “Es su manera de ver la vida. Hay una tendencia fuerte a que los niños resuelvan sus propios problemas. Por ejemplo, en el parque, si ves niños peleando, no intervienen, piensan que ‘es cosa de niños’ y ahí los dejan. Yo pienso que los niños necesitan orientación, establecerles límites, decirles qué está bien y qué no. Yo sí estoy muy presente con mi hijo. Pero no sólo lo veo con los alemanes; también hay gente originaria de otros países que tampoco interviene en los conflictos de sus hijos, pero por otros motivos, quizá por desentendimiento o porque tienen otro tipo de carencias familiares. El tema de la crianza en un contexto intercultural es particular, porque debes de tener bien claro cuáles son tus valores para ponerlos realmente en práctica y no dejarte llevar por el entorno”.

El deseo de seguir conectada con sus raíces la llevó a apoyar la creación del grupo de Facebook “Mamás salvadoreñas en el mundo”, que ya tiene más de 3,200 miembros, todas mujeres salvadoreñas que residen en diversos países del mundo y que comparten la red para apoyarse en temas legales, migratorios, sociales, lingüísticos y crianza de los hijos. “Es un espacio muy bonito que ha ido creciendo con el tiempo. Lo creó Margarita Lara, una salvadoreña que vive en Budapest, con la que he establecido un lazo de amistad muy fuerte. Nos hemos visitado aquí en Europa e incluso hemos coincidido en El Salvador con nuestras respectivas familias. Cuando la abracé por primera vez, sentí que ya la conocía. Estamos creando relaciones de apoyo entre todas y eso es muy positivo”.

Carolina tiene claro que el futuro de su familia se establecerá en Alemania, aunque no descartan retornar a su país de origen en una etapa más avanzada de la vida. En breve, según comenta, viajarán, nuevamente, para estar una temporada con su familia y amigos salvadoreños. “Estamos contando los días. Aunque hablo con mi mamá hasta 3 veces al día, no es igual que estar ahí. Creo que soy muy afortunada por tener la oportunidad de visitar a mi gente, hay muchas personas que no pueden hacerlo, por su situación migratoria. Soy consciente de que este proceso de emigrar, aún con lo complicado que es, para nosotros ha sido fluido y próspero. Eso sí, para mí ha significado un gran reto personal. Ya ves, yo soy abogada, notaria y registradora de la propiedad. Aquí en Alemania, hago pupusas, piñatas, gorros de lana, lo que vaya surgiendo… yo me pongo videos de YouTube y aprendo. Soy una persona curiosa y creo que eso me ha ayudado mucho a abrirme e integrarme en este país. En El Salvador, si uno no tiene carrera, no es alguien. La escala social pasa por ser profesional universitario. Tenemos prejuicios negativos si te dedicas a cosas que no son parte de tu carrera. Yo le doy las gracias a mi familia, porque siempre me impulsaron a estudiar y me apoyaron. Pero aquí es distinto. Alemania me ha abierto otras opciones laborales y he abierto mi mente. A mi hijo le gusta la cocina. Si él quiere ser cocinero, sé que se podrá ganar la vida dignamente, sin necesidad de ser abogado o médico. Estoy cumpliendo mi deseo de estar presente en su desarrollo y en ayudarle a construir su identidad como persona. Él está muy orgulloso de ser salvadoreño, ¡a todo mundo le dice que habla español! Creo que será una gran herramienta para su vida, junto a su profundo aprendizaje y experiencia de la cultura alemana. Más adelante, me gustaría especializarme en algo relativo a Derechos Humanos y Género. De momento, estoy contenta con lo que vamos creando. Poder gestionar mi tiempo como quiero y seguir aprendiendo es realmente un lujo para mí y voy a aprovecharlo al máximo”, finaliza.

 

 

 

“Como inmigrantes, debemos pensar en toda nuestra comunidad”

Por: Claudia Zavala

Yazmín Ramírez Portillo cuenta su historia, desde Maryland, Estados Unidos, donde reside, desde hace 3 años. Ella cuenta que la idea de emigrar de su natal El Salvador llegó después de varios meses de reflexión y de verdadera angustia. Una angustia y preocupación provocadas a raíz de unas amenazas que estaba recibiendo en su lugar de trabajo, en una casa de remesas y envío de dinero. “Yo trabajaba en el Área de Cumplimiento Legal. Tenía acceso a información confidencial de todos los envíos… datos personales, números de documentos, de PIN, cantidades de dinero, todo. Empecé a recibir llamadas en las que me pedían que hiciera ciertos ‘cambios’ en algunos envíos. Yo me mantuve firme, durante varios meses, resistiéndome a hacerlo. Me decían que si no lo hacía, tenía que pagarles a las maras de la colonia en la que vivía. Nunca lo comenté en la empresa, porque era evidente que tenían demasiada información sobre el funcionamiento de mi trabajo y sobre mí. Siempre he pensando que las personas estaban ahí dentro, o tenían un contacto directo. También me decían que, si denunciaba, mi familia iba a pagar las consecuencias. Sabían dónde vivía, mis horarios, todo. Me sentía vigilada y sin poder pedir ayuda, era frustrante. Me negué por mucho tiempo, hasta que la presión fue demasiado fuerte y accedí a pagar unos mil dólares. Como me pedían más dinero, tuve que pedirle a mi mamá que me ayudara. Así fue como ella se dio cuenta de todo”.

A Yazmín le preocupaba especialmente el impacto emocional de la noticia en su mamá, pues la señora acababa de ser tratada de un cáncer de pecho y aún estaba débil. Ante semejante peligro, empezó a surgir la idea de emigrar a Estados Unidos, a casa de una tía materna, pues se sentían en un verdadero callejón sin salida. Además, un segundo motivo, más intenso aún, surgió en esas semanas: Yazmín estaba embarazada. “Acordé con el padre de mi hijo que lo mejor era que yo emigrara, para estar seguros y tranquilos, y aspirar a una vida distinta también para el niño. La idea era que él nos alcanzaría más adelante. Pero le denegaron la visa. Y, tristemente, nuestra relación comenzó a distanciarse, poco a poco. Tuve que enfrentarlo todo sola”.

Enfrentarlo todo sola significó despedirse de su madre en un momento en el que se necesitaban muchísimo, y aterrizar en Washington, en abril de 2016, con 6 meses de embarazo. Su única experiencia previa en Estados Unidos había sido en los entrenamientos puntuales que recibía de su empresa, en el estado de California, donde estaba la sede central. Licenciada en Mercadeo y Publicidad, de un día para otro, Yazmín se vio sin expectativas laborales, con el único proyecto de dar a luz a su hijo, lo cual, en semejante contexto, no dejaba de ser también una verdadera incertidumbre: “Aunque por mi situación, cuando llegué, solicité asilo, me asustaba la idea de no ser residente legal. Uno escucha tantas cosas del sistema sanitario estadounidense, no sabía cómo y dónde iba a parir. Mi tía ha sido un verdadero ángel para mí, desde el primer momento. Ella me compró el boleto de avión y me recibió con los brazos abiertos. Averiguó todo lo que había que hacer y consiguió que tuviera todo lo necesario para ese momento. Me dijo que tendría casa y comida siempre, que estaría segura y protegida”.

Según recuerda, la primera impresión que tuvo en las calles de Maryland fue bonita, tomando en cuenta que era primavera. Las flores, los árboles, los colores… le pareció un lugar agradable y acogedor para vivir.  Y, aunque tenía una base importante de inglés, señala que le costaba muchísimo entender el acento de sus nuevos vecinos. “En Maryland hay muchos latinos y en el área de mi tía hay muchos afroamericanos. He tenido experiencias negativas, por el idioma. He sentido que me ven de menos. Les pregunto algo en inglés, que sé que está bien dicho, y me dicen ‘no hablo español’ y se dan la vuelta, sólo porque escuchan mi acento. Es feo… Hay otra gente que trata la manera de ayudarte, pero es poca, quizá porque tienen conocidos latinos, pero no son todos. También hay latinos que no quieren hablarte en español, viendo que eres latino. Es absurdo, pero es así”.

Mientras esperaba la fecha de dar a luz, al poco tiempo de su llegada, Yazmín supo de varias recaídas de salud de su madre, hasta que, un día, ella se sinceró y le confesó una noticia devastadora: el cáncer había vuelto, ésta vez, en el páncreas. “Le pregunté por qué no me lo había dicho cuando estaba en El Salvador. Me lo ocultó por mi embarazo y para que yo pudiera viajar, sin preocuparme más de la cuenta. Recuerdo que no me dejaba ver los exámenes que le hacían, me daba cualquier excusa para evitarlo… ‘son muchos papeles’, me decía”.

En medio de la preocupación por la salud de su madre, Yazmín dio a luz a su hijo Adrián, el 19 de julio de 2016. “Me tuvieron que hacer cesárea. Fue un balde de agua fría para mí, no estaba preparada para eso. Me puse muy nerviosa. Mi bebé tenía el cordón enrollado en el cuello, estaba como ahogándose, pero lloraba… Fue duro estar sin mi mamá y sin mi compañero. Recuerdo que lloraba todas las noches. Me sentía triste y frustrada. No entendía cómo mi vida había llegado a ese punto de estar sola en un país que no era el mío. Además, no me subía la leche y mi hijo lloraba mucho. Un día, llegó una amiga de mi tía con una sopita de pollo que yo digo que fue ‘milagrosa’. Me la tomé y zas, ¡me salió la leche! En esos días tan terribles, nuevamente, mi tía fue mi gran apoyo. Sin ella no sé qué hubiera hecho”.

El difícil proceso de radioterapia y quimioterapia que estaba atravesando no fue obstáculo para que su madre luchara e hiciera todo lo posible para recuperarse y poder viajar a Estados Unidos y ver a su única hija y primer nieto. Con la ayuda de la empresa en la que trabajaba como costurera, tramitó la visa, y sus jefes le regalaron el boleto de avión. La idea era estar tres meses con su hija y su nieto, en Maryland, y luego volver a El Salvador, para continuar con el tratamiento médico y seguir trabajando, pues quería jubilarse en la misma empresa. Y así sucedió. Por fin, madre, hija y nieto se abrazaron, en octubre de 2016.

“Me impactó verla. Estaba demasiado delgada, pesaba unas 90 libras (41 kg). Ella siempre fue fuerte, alegre, muy positiva y decidida. Andaba en moto y tenía mucha energía. Verla tan consumida me partió el corazón. Estaba feliz con su nieto, pero esa enfermedad es terrible. A la semana de estar con nosotros, empezó a sufrir dolores muy fuertes en la espalda y tuvimos que llevarla al hospital. Luego de 15 días hospitalizada, los médicos dijeron que mejor la lleváramos a casa y que ahí le darían cuidados paliativos, pues el cáncer ya estaba en etapa 4. El dolor de la espalda era otro cáncer que estaba en el hueso y no la podían tocar. No sabemos si ella sabía realmente de su gravedad y nunca nos quiso decir. En esos días, me decía: ‘hija, me voy a poner bien, para ayudarte con el niño y que puedas ir a trabajar. Vamos a estar todos juntos, esto ya va a pasar. Yo me voy a levantar de esta cama’. Aunque la veía muy mal, en mis fantasías, yo le creía”, recuerda.

Una semana después, el 10 de noviembre de 2016, murió. Tenía 53 años. Yazmín quedó devastada. Una mujer, también salvadoreña, que se ha convertido ahora en su comadre, y otra tía que había llegado desde California se encargaron en esos días de su hijo. Según cuenta, el profundo duelo y la suma de emociones vividas en tan poco tiempo la hizo sumergirse en una depresión. “Pasé semanas enteras en las que sólo lloraba. Mi bebé sufrió mi ausencia, no podía estar al 100 por ciento con él. Me invadía la tristeza, dejé de darle pecho…  También pasó que, a raíz de la muerte de mi mamá, mi papá volvió a aparecer en mi vida, después de más de 30 años de no saber de él. Ahora estamos en contacto y me llama todos los fines de semana para saber cómo estamos”.

Con el paso del tiempo, el mazazo emocional fue apaciguándose, poco a poco. Y en Yazmín surgió el deseo de volver a estar activa laboralmente.  Su tía le recomendó buscar un trabajo, por horas, como freelance, para que pudiera seguir cerca de su hijo, pues aún era muy pequeñito. Así, buscando en una plataforma especializada en empleo, Yazmín conectó con una oferta de bookkeeper assistant, es decir, asistente contable. “Yo dije, Dios mío, con lo que sufro con los números… ¡pero tengo que intentarlo!”. Fue entrevistada, vía Skype, por una empresaria residente en Nueva York que vendía productos en Amazon. Y necesitaba a alguien que le llevara toda la parte contable y le actualizara todos sus registros. Pese a su dificultad para las matemáticas y al cansancio de las horas acumuladas por el trabajo, que hacía muchas veces de noche y de madrugada, Yazmín se ganó la confianza de su jefa, consiguió dominar el programa contable y logró compaginar su trabajo con el cuidado de su hijo y el resto de actividades domésticas.

Después de esa primera experiencia laboral, en la guardería de su hijo conoció a otras madres que la conectaron con trabajos de limpieza de oficinas y de piscinas, que realizaba por las noches. También se involucró en diversas actividades del centro escolar, como voluntaria. Era la encargada de llamar a las familias, para recordarles reuniones importantes, en español e inglés. “Como por mi trámite de asilo tengo derecho a permiso de trabajo y seguro social, no tengo problema por la parte legal para trabajar, afortunadamente. Un día, en la guardería de mi hijo me preguntaron si quería trabajar con ellos. Yo dije ¡wow!, si es con el departamento de ‘Family services’ del Condado. ¡Lo vi como demasiado! Pero comencé un proceso de selección en octubre de 2018 y, después de pruebas y trámites, en enero de 2019, comencé a trabajar con ellos. Estoy en el área de cocina, preparando los refrigerios de los niños. Soy maestra sustituta, y cubro a otras que están de vacaciones o de baja por enfermedad. He ido progresando, formándome en el cuidado de niños.  Quiero completar mis cursos para ser maestra. Me gustaría poner una guardería con mi tía, es nuestro proyecto familiar. Mi tía trabaja en remodelación de casas; destaca en un mundo de hombres. Ella me dice que tengo que pensar en grande y no tener miedo. La semana pasada me dieron el permiso de conducir. Se me partía el corazón ver a mi niño en la parada de buses, todo encogidito, con el frío que hace aquí en invierno. Eso ya no va a pasar más”.

Para Yazmín, estos tres intensos años de experiencia migratoria, pese a la adversidad, han sido positivos: “Es duro partir y dejar todo lo tuyo atrás… tu tierra, tu gente, tu comida, tu clima… Pero pienso en el futuro de mi hijo y eso me inyecta de energía y esperanza. También siento que mi mamá está en algún rinconcito, allá arriba, ayudándome. Tengo la suerte de tener a una mujer que me ayuda y me inspira, mi tía, que me dice constantemente que no dependa de nadie y que, con esfuerzo, todo se consigue en este país. Con el escenario migratorio actual que hay aquí, me siento con la responsabilidad de ser mejor persona y trabajadora. Como inmigrantes también debemos pensar que, si cometemos errores como ciudadanos, a los que vienen detrás de nosotros también les va a perjudicar. Hay que pensar en toda nuestra comunidad, no sólo en uno mismo”, finaliza.