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“Toqué fondo y empecé de nuevo”

Por: Claudia Zavala

Lo que comenzó como un noviazgo de adolescentes, en su natal El Salvador, se convirtió en la experiencia que marcaría la vida de Esmeralda Baires. Era 1989 y tenía 15 años. Según cuenta, le presentaron a un muchacho que le gustó muchísimo cuando lo vio. “No sabía quién era. Luego resultó ser vecino nuestro. Cuando lo vi, sentí que me levanté en el aire y volví a caer. Fue amor a primera vista. Yo dije ‘con este hombre me quiero casar’”.

El enamoramiento inicial tomó forma de noviazgo, pero lo pudieron disfrutar durante poco tiempo, pues su novio y su familia emigraron a Nueva York, Estados Unidos, en 1990. “Pasamos casi cinco años sin vernos. Entonces, no había Whatsapp, ni Facebook, ni nada. A pura carta de las de antes. Nos escribíamos una diaria, para tener noticias nuestras todas las semanas. Yo esperaba el correo con ansias. Esa espera marcó mucho mi vida.  Recuerdo que tenía un conflicto emocional fuerte, porque pensaba que no podía seguir atada a ese sentimiento con alguien que estaba lejos y que no sabía qué iba a pasar. En 1994, llegó de sorpresa a El Salvador. Yo no lo esperaba. Recuerdo que estaba saliendo con otra persona, ya en la universidad, pero en mi corazón sentía que él era realmente el amor de mi vida. Cuando nos reencontramos, rompí con esa otra persona. En 1996, me preguntó si me iría con él a Estados Unidos, pues intentó estar un tiempo en El Salvador, para estar juntos, pero no se acopló al ambiente que había en ese entonces. Yo ya sabía que lo quería, estaba enamoradísima. Le dije: ‘¡contigo me voy a China!’”.

 

Esmeralda viajó en agosto de 1996, a Miami, a casa de unos parientes, acompañada de su mamá. Su novio viajó desde Nueva York, para llevarle el anillo y formalizar el compromiso, que se concretó en una boda civil, el 13 de diciembre de 1996. Después de casarse en Miami, Esmeralda se mudó a Nueva York, para empezar la vida con quien durante años había sentido que era el hombre de su vida. Pero la vida en “la gran manzana” no sería tan idílica como ella había pensado.

Según recuerda, la primera etapa de su proceso migratorio no fue tan complicada, pues regularizó su situación legal, sin problemas, y se enfocó en sus estudios en inglés, terminando el College. Graduada en Comunicaciones en una universidad privada de El Salvador, se inclinó por el mundo de la bolsa de valores neoyorquino, donde con empeño y dedicación, encontró un espacio donde desarrollarse, coronando así una etapa de casi 5 años en la que aprendió mucho y alcanzó un nivel laboral importante, según cuenta. “Debo decir que, en general, no he tenido ninguna mala experiencia por ser hispana. Nunca he sufrido de racismo. No me he sentido discriminada. Pero en Nueva York nunca me adapté al frío y al ritmo de vida. Nunca me gustó realmente. Pese a todo, esos primeros años los sobrellevamos bien, como pareja joven y enamorada que éramos. El verdadero cambio en mi vida llegó cuando me convertí en madre”.

En 2002, después de 6 años de casados, la pareja dio la bienvenida a Louie, su hijo mayor. La sorpresa enorme llegó sólo 3 meses después del nacimiento de su bebé, cuando Esmeralda se dio cuenta de que estaba embarazada, nuevamente. Esta vez sería una niña, a la que llamaron Brianna. Y, ocho meses después de su llegaba, el matrimonio supo que su tercera hija, Mikaela, estaba en camino. Así, de 2002 a 2004, Esmeralda y su marido se convirtieron en familia numerosa, donde las prioridades y rutinas domésticas se modificaron notablemente.

“Tuve que tomar una decisión. Con mis 3 bebes, no era capaz de buscar a una persona externa para que me los cuidaran. Decidimos que yo me iba a quedar en casa con mis hijos a cuidarlos. Y mi esposo iba a tener doble trabajo, para pagar todos nuestros gastos. Dejé un trabajo súper estable, con beneficios buenísimos, en el que ya estaba escalando en buenas posiciones. Yo siempre he sido alguien que cree en el desarrollo personal y profesional de las mujeres. Pero tuve que decidir por mis hijos. Me quedé con ellos, durante 5 años, dedicándome completamente a su cuidado. A ser madre y esposa a tiempo completo. Tuve también la ayuda de la abuela de mis hijos, que fue muy importante para nosotros”.

Esmeralda cuenta que el primer año fue realmente duro. Su esposo trabajaba desde las 2 de la madrugada y regresaba a casa a eso de las 8 de la noche. No tenía descanso y eso le pasó factura a su salud. Fueron los años en los que la crisis económica golpeó con fuerza a Nueva York. Los impuestos eran altos y los salarios no aumentaban. “Nos subieron los intereses de la casa de una manera horrible. Llegamos a pagar hasta 3,500 dólares al mes de casa, más el resto de gastos, comida, agua, luz, ropa… Paralelamente, aunque sabía que lo más importante eran mis hijos, en mí iba creciendo una frustración por no poder salir a trabajar. Pensaba en tantos años de estudio, esfuerzo y dedicación para ser profesional, y los veía abajo. Yo tenía 34 años y me sentía realmente frustrada. Quería cambiar mi vida. Sufrí un bajón emocional muy intenso, por nuestros problemas económicos. La relación de pareja estaba dañada, por mi frustración y el cansancio de él. Todo lo bonito que había soñado al construir mi familia, simplemente, no lo podía disfrutar. Me sentía perdida”.

Intentando encontrar una salida, le propuso a su esposo mudarse de Estado, a una ciudad que no fuese tan cara y en la que tuviesen otras oportunidades laborales. Él se negaba. Para él, Nueva York era su ciudad y, además, ahí estaba su familia. “Llegué a sentir rechazo hacia él, por la situación tan dura. Nuestros hijos eran lo más importante y, a pesar de todo, nosotros nos  queríamos mucho. Pero, llegó un momento en que esa tensión que llevábamos dentro explotó. Vivíamos en la misma casa, pero perdimos conexión como pareja. Estábamos juntos, pero realmente separados. Yo sentía que nada de todo este proceso vivido había valido la pena. Fueron tiempos muy duros para los dos. Hasta que un día, sentí que toqué fondo y busqué a Dios. Mi esposo también tuvo su propio proceso emocional y espiritual. Nos reencontramos, nos pedimos perdón, y conseguimos volver a estabilizarnos, poco a poco. Él aceptó que necesitábamos un cambio como familia. Era como volver a empezar. Decidimos mudarnos a Houston, Texas, en octubre de 2014”.

La familia llegó exactamente a Kingwood, al noreste de Houston, un lugar con mucha vegetación, seguro, familiar, con oportunidades laborales y muy adecuado para la crianza de sus hijos.  En la época en la que Esmeralda buscaba una salida laboral en Nueva York, decidió estudiar educación infantil, sobre todo, para adaptar su horario de empleo a los horarios escolares de sus hijos, y así siempre poder estar con ellos. Esa formación le permitió encontrar un buen trabajo en una escuela católica, cerca de su casa. Su esposo también encontró una buena oportunidad laboral.

Después de una etapa de estabilidad y de sentir que todo se estaba acomodando en positivo, a nivel emocional, familiar, laboral y económico, ella continuaba sintiendo que aún podía estar mejor y que más cambios hacían falta en su vida. En noviembre del año pasado, se decidió a impulsar su propio negocio, basándose en la pasión que la ha acompañado desde niña: la decoración de interiores. “Yo vengo de una familia de negocios. Siempre había tenido la inquietud de generar mi propia fuente de ingresos. Todos estos años, por la crianza de mis hijos y por la necesidad de tener un ingreso seguros, no me había atrevido a hacer nada. Pero ya me lancé. Hago ‘setting planning’ para cualquier ocasión. ¡Me encanta! Siento pasión por el diseño. Empecé con eventos en la iglesia, arreglando los escenarios, y luego tuve otro en un hotel, del que recibí excelentes comentarios. Estoy empezando, pero va avanzando muy bien y me siento plena, porque, por fin, hago realmente lo que me gusta, gestiono mi tiempo, y puedo seguir siempre pendiente de mi familia. Nuestro siguiente paso es que mi esposo se independice y cree su propia compañía. Es un hombre muy trabajador e inteligente”.

La educación de sus tres hijos de 16, 15 y 14 años, respectivamente, es un elemento que no considera fácil en una sociedad como la estadounidense. Las marcadas diferencias culturales con El Salvador dice experimentarlas hoy más que nunca. “Yo me eduqué en un colegio católico, estricto, tradicional. Aquí son bien liberales. A veces me frustro porque todo en esta época es ‘normal’. Mis hijos me dicen que aquí las cosas no son iguales y lo sé. Pero nuestros valores sí deben respetarse y en eso soy bien tajante. Afortunadamente, están metidos en deporte, en música, son buenos estudiantes, dedican su tiempo a cosas sanas. En un país como Estados Unidos, aunque vivas en una zona tranquila, tus hijos en la escuela siempre están expuestos a drogas y a un ambiente que puede ser muy distinto al que tienes en tu hogar. Hay que darles a los jóvenes mucha confianza y seguridad, para que sepan mantenerse alejados de esos riesgos y, a la vez, no se aíslen de su grupo de amigos”.

Enfocada en desarrollar el negocio que despierta su ambición, su alegría y su pasión, Esmeralda hace balance de los 22 años lejos de su tierra y su cultura, apostando por una vida, junto al que ha considerado el amor de su vida: “Creo que durante un tiempo nos perdimos, por ese afán de la vida material. Yo he sido siempre una persona demasiado perfeccionista y, con el tiempo, he entendido que no siempre sucederán las cosas como quieres. Debes aprender a vivir con lo que tienes. Si te quejas por lo que no tienes, es peor todo. Pones en juego lo que de verdad importa. Ahora que miro atrás doy gracias a Dios por esa crisis tan fuerte que viví. Aunque fueron años muy duros, eso me hizo crecer y madurar. Toqué fondo y empecé de nuevo. Hoy hay una gran conexión entre nosotros. Estamos motivados a seguir construyendo nuestra vida juntos”, finaliza.

 

 

“Ayudo a inmigrantes, para romper círculos de violencia”

Por: Claudia Zavala

Un día de 1982, una joven esposa salvadoreña se despidió de su marido que emigraba a Canadá. Ella se quedó con su familia, sin saber muy bien qué pasaría, con la única ilusión de un incipiente embarazo del que acababa de enterarse. Eran tiempos de guerra en El Salvador y muchas familias veían en otros países opciones tangibles para aspirar a una vida más tranquila, lejos del horror.

Cuando su bebita nació, apostó por seguir a su marido y trasladarse al frío país, para vivir como el matrimonio que eran. Así empezó la historia migratoria de Cecilia Escamilla, hace 35 años, cuando decidió dejarlo todo para empezar de cero, en Canadá. “Yo nunca quise emigrar. Tenía un buen trabajo en mi país. Administraba el Centro Médico El Salvador, que estaba en la Calle Arce. Estudié Derecho, en la Universidad Tecnológica y no me iba mal. Fui madre con 22 años. Mi marido nunca me vio embarazada. Se fue en mis primeras semanas. Pensé que lo mejor era estar todos juntos y por eso viajé un año después de que él emigrara. Llegué con mi bebé de dos meses en brazos. Aunque los inicios fueron durísimos, no me arrepiento de nada”.

Al llegar a Montreal, Cecilia relata que el shock emocional fue demoledor. No sólo por las diferencias culturales, lingüísticas y climáticas de un país como Canadá, sino porque, al no tener las herramientas y las redes necesarias para desempeñarse sola, se volvió totalmente dependiente de su esposo.  “Sentí que retrocedí, en todos los sentidos. Yo estaba acostumbrada a otra cosa; imagínese, tan joven y administraba un hospital. Pero al no dominar ni el francés, ni el inglés y no conocer a nadie, mi vida se redujo al ámbito doméstico. Sólo estaba en casa, cuidando a mi hija. Después de un año de mi llegada, mi esposo me dijo que iría de vacaciones a El Salvador. Se fue y ya no volvió. Así, tal cual. Fue terrible verme sola con mi hijita. Nos divorciamos. Y ahí fue donde definitivamente tomé las riendas de mi vida. No me quedaba otra opción que luchar y salir adelante. Ahí empezó mi verdadero proceso migratorio”.

Ella cuenta que, una de las cosas que le llamaba la atención de la sociedad canadiense, era que se sentía rechazada por el hecho de ser madre. “Era una época en la que la mujer canadiense era bastante liberal, no quería casarse, ni tener hijos. Me veían como a una mujer sometida, sin futuro. La gente no alquilaba apartamentos a personas con hijos, porque pensaban que los iban a arruinar o a hacer mucho ruido. Me costó encontrar casa. Ahora es muy distinto, se da un gran apoyo a todo el tema de la maternidad”.

Sin dinero, sin trabajo, sin idiomas, divorciada y con una hija pequeña, Cecilia encontró en el servicio social y comunitario la clave para echar raíces en un país distinto al suyo. Comenzó a acercarse a entidades que se dedicaban a ayudar a personas inmigrantes. Se dedicó a estudiar francés de manera intensa y, como descubrió que como abogada le sería súmamente difícil ejercer, decidió empezar de cero y estudiar para ser Técnica Jurídica, en el Còllege O’Sullivan de Montreal. El nivel de protección y la calidad social de un sistema como el canadiense la favorecieron por completo. Cecilia recibió ayudas como familia monoparental para todos los gastos de guardería de su hija, para sus clases de francés, además de recibir una cantidad mensual para su manutención y la compra de libros. Decidida a transformar su vida, Cecilia exprimió al máximo toda la ayuda recibida. Fue determinante y constante en sus objetivos y no paró hasta ingresar en el Palacio de Justicia de Montreal, defendiendo los derechos de los inmigrantes, ante la Comisión de Derechos de la Persona. Su fascinación por el mundo social y comunitario cada vez iba profundizándose, de la misma forma en que se asentaba más en su nueva cultura e iba comprendiendo mejor a la sociedad canadiense.

“Cuatro años después de todo eso, mi esposo regresó a Canadá. Nos reencontramos como pareja. Nos volvimos a casar, en 1991. Y tuvimos otros 2 hijos. Pero, entonces, las cosas eran diferentes. Ya contaban mis reglas, mis condiciones. Había aprendido muchas cosas de la vida”, relata.

A raíz de su experiencia en la defensa de los derechos de los inmigrantes, Cecilia había notado una profunda necesidad en la comunidad latinoamericana de Montreal. Le llamaba la atención, por ejemplo, que entre el colectivo chino, que conocía muy bien, los niveles de deserción escolar eran mínimos y se preguntaba por qué los estudiantes latinos abandonaban sus estudios y se condenaban a un futuro precario.

Su compromiso social, para entonces, era realmente intenso. A inicios de 2003, decidió jugársela: dejó su trabajo estable, seguro y bien remunerado, para fundar el Centro de Ayuda a Familias Latinoamericanas (CAFLA). Una ONG que desarrolla programas para prevenir la violencia y favorecer la integración social, cultural y laboral de las familias inmigrantes en Montreal. Sus ejes de trabajo son la prevención de la violencia, educación, sensibilización e inclusión social. La idea es que las familias que participan en estos programas, encuentren un puente de contacto en CAFLA, desde donde informarse sobre recursos y servicios existentes en su sociedad de acogida y también les ayude a construir una nueva red social y comunitaria en su recién iniciado proceso migratorio.

El trabajo realizado por Cecilia y su equipo de trabajo rindió frutos al poco tiempo. Así, en los siguientes tres años de su fundación, había ampliado a dos sucursales más, tenía 50 voluntarios, un programa antipandillas y un programa para prevenir la explotación sexual de jóvenes latinoamericanas en Montreal. Pero tenía un problema gravísimo: no tenía dinero. La actividad de la institución era financiada por su propio bolsillo o a base de trabajo de su grupo  de voluntarios. Agobiada por las deudas que su proyecto le había generado –tarjetas de crédito colapsadas, crédito hipotecario en riesgo-, y con serios problemas que incluso llegaron al plano familiar, Cecilia decidió cerrar todo.  Con profunda frustración, reconoció que la realidad la superaba y volvió a llamar a su ex empleo, donde le dijeron que podía volver cuando quisiera.

“Estaba limpiando el local de la ONG, para entregarlo a la alcaldía, cuando, de repente, tocaron la puerta. Recuerdo que yo estaba toda sucia, despeinada, con guantes en la mano, con cajas desordenadas… Eran dos señores que preguntaban por mí. ¿Y tenían cita?, les pregunté. ‘No, pero venimos desde Vancouver y debemos regresar hoy mismo’, me contestaron. Me medio peiné, me limpié y me senté a hablar con ellos. Eran el director regional de programas de ‘Visión Mundial’ y su asesor financiero. Me dijeron que buscaban instituciones que realizaran programas de prevención de violencia y lucha contra el abandono escolar. Que tenían dinero para financiar esos programas. Yo me quedé con la boca abierta. Me pidieron informes financieros, técnicos, legales… yo lo tenía todo en completo orden, perfecto, para rendir cuentas, por si un día alguien quería conocer a fondo mi trabajo para apoyarme económicamente. ¡Ese era el día! Cuando estaba en el fondo del pozo, vi la mano de Dios en mi vida. Y todo dio un giro inesperado, justo cuando pensé que mi sueño había terminado”.

La organización “Visión Mundial” (World Vision) es una entidad global de desarrollo, ayuda humanitaria, movilización e incidencia política, de carácter cristiano, enfocada en apoyar proyectos de protección integral a niños y niñas y jóvenes en situación de vulnerabilidad. A partir de esa visita, desde el año 2007, inició una colaboración de trabajo con CAFLA, apoyando programas y proyectos de gran calado. Además, Cecilia recibió, durante 3 años, una formación en proyectos de desarrollo comunitario, totalmente financiada por la organización. La calidad de su trabajo y la buena ejecución de sus proyectos también ha recibido la confianza del Gobierno canadiense, del que recibió una subvención de 500 mil dólares, para desarrollar un programa de pre empleo.

Paralelo al trabajo de CAFLA, Cecilia también ha fundado la “Asociación de Mujeres Cristianas Latinoamericanas de Montreal”, desde la que, entre otras cosas, realiza apoyo on line a mujeres que tienen problemas con su pareja. “Me llena de gozo cuando me escriben, pidiéndome orientación. Siento que tengo todas la palabras y los recursos para ayudarles, por la experiencia que yo viví en mi matrimonio. En los tiempos en que vivimos, aunque usted no lo crea, hay mujeres inmigrantes que sólo tienen acceso a su teléfono, que sus maridos las dejan bajo llave, que son totalmente dependientes de ellos, que no tienen contacto con nadie más y no saben cómo salir de esa situación… ¡hay tanto todavía por hacer!”.

Prevenir las diversas manifestaciones de la violencia intrafamiliar y social es uno de los objetivos en la vida de Cecilia. Su propia vida, según cuenta, ha estado marcada por el dolor de perder a un ser querido, a raíz de un hecho violento: “Mi hermanito, de 19 años, fue asesinado de 14 disparos, en la esquina de mi casa, un día de navidad. Fue desgarrador. En ese momento, cuando sucedió, no pude viajar a El Salvador, porque aún no tenía resuelta mi situación migratoria. A los dos años, otro hermano murió ahogado. Me traje a mi mamá a vivir conmigo. Ella desarrolló un cáncer de pecho, al somatizar tanto dolor. Tengo la dicha de tenerla todavía conmigo”.

A lo largo de estos 35 años de trabajo y proceso migratorio, Cecilia ha sido una espectadora en primera fila de la evolución que los flujos migratorios han tenido en diversas etapas políticas, sociales y económicas de diversos países. Puntualmente, sobre la inmigración salvadoreña asegura evidenciar un cambio radical en el perfil de las personas que emigraban en la década de los ochenta en comparación a las personas que emigran actualmente. “Antes venía gente con pocos estudios académicos, sin idiomas. Casi todos provenientes de pueblos, donde la guerra azotaba de manera directa. Hoy en día, viaja mucha gente profesional, altamente calificada, de San Salvador, con recursos económicos y con dominio de idiomas. Se preparan para emigrar. Pero, cuando están aquí, la vulnerabilidad es la misma, porque vienen a un mercado laboral muy competitivo y no es fácil encontrar trabajo en su profesión. Me doy cuenta de que las competencias interpersonales y las habilidades sociales y de comunicación son muy importantes. Eso puede determinar su éxito en la inserción. Por muy ingeniero o médico que sea, tiene que abrirse, ser flexible, tener humildad para aprender. También les digo que desde el minuto cero, si quieren ser voluntarios en una asociación, por ejemplo, lo hagan en su ámbito profesional, porque el gobierno canadiense valida esa actividad de voluntario como si fuese experiencia laboral realmente. No es sólo hacer por hacer”.

Y en ese “saber hacer” continúa Cecilia, construyendo iniciativas futuras que comienza a dibujar, desde el escenario de conexión profunda con las mujeres. Madre de tres hijos de 34, 26 y 22 años, los tres profesionales universitarios como siempre fue su propósito, abuela de dos pequeños, y con un matrimonio que superó un doloroso paréntesis de separación,  proyecta su nuevo sueño: “Me encantaría dedicarme a dar conferencias para mujeres, para empoderarlas y fortalecer su liderazgo. Probablemente, dentro de dos años, lo haga. Es algo que realmente lo siento en mi corazón. A lo largo de mi vida, me he metido en serios problemas por ser tan apasionada con mis cosas, pero también eso precisamente es lo que me ha ayudado a resistir y a perseverar. Para mí, ese es el verdadero éxito personal. Estar alineada con lo que te llena, no importa dónde vivas. Y, si puedes ayudar a los demás, mucho mejor”, finaliza.

“Emigré en el mejor momento de mi carrera”

Por: Claudia Zavala

Hay muchos motivos para emigrar: por trabajo, por estudios, por vivir en un país más seguro y mejorar la calidad de vida… casi todos motivos que representan una evolución en ese cambio. Emigrar cuando ya se tiene todo y se ha llegado a lo más alto implica una renuncia profesional y un costo personal y social de gran impacto. Esta es la historia de una mujer que ha construido su destino, al margen del qué dirán y de prejuicios sociales. Con tenacidad y determinación, Connie Vela Joya ha ido hilvanando cada una de sus decisiones a lo largo de su vida para consolidar todos y cada uno de sus objetivos.

El más contundente ha sido, sin duda, el profesional. Nacida en El Salvador, se doctoró en Medicina y se especializó en Ginecología, un área que la hizo destacar entre su gremio. “Tengo 27 años de experiencia en Medicina y 23 en Ginecología. Estaba muy bien posicionada profesionalmente. Tenía mi propia clínica con muchos pacientes. Vivía con mis padres y mi vida se enfocaba en ellos y en mi trabajo. Viajaba mucho a congresos médicos. Siempre estaba trabajando”.

Connie cuenta que siempre visualizó las distintas etapas de su vida, a nivel personal y laboral: “A los 30 ya quiero estar casada y tener hijos –pensaba- Pero la vida te va presentando otras cosas. Llegaron los 35… luego los 40 y dije ¡mama mía, aquí qué pasó! Yo, además, conocedora del sistema reproductor femenino pues, pensé, ¡hoy sí ya me dejó el tren!”.

Los años pasaban y Connie continuaba avanzando en el camino del éxito profesional. Su clínica era un referente en Ginecología y ella participaba en algunos programas de la televisión salvadoreña, dando consejos médicos. Sin embargo, su gran deseo de tener una pareja consolidada no terminaba de cuajar. Frente a esa ausencia de posibilidades, y contrario a lo que muchos pudieran razonar, ella construyó el primer amago de realidad comprando los muebles para su soñado hogar. “Yo sabía que algún día me iba casar. Cuándo, no sabía, pero sentía que sí pasaría. Era el deseo profundo de mi corazón. Comencé a comprar la sala, el comedor, la lavadora… lo iba guardando todo en casa de mis padres. Y mi vida continuaba. Tenía entonces 46 años”.

Aunque era una mujer muy ocupada, Connie acudía diariamente al gimnasio. Cuenta que un día, mientras se ejercitaba, se dirigió a ella una señora que no le parecía muy agradable. “¡La verdad es que me caía mal! Jajaja! La veía prepotente, creída. Me preguntó ¿y usted doctora en qué es? Le dije que era ginecóloga. Y me dijo: ‘Ajá, ¿y cuántos hijos tiene?’ Yo le dije: ‘Soy soltera, todavía no me he casado. Ando buscando a mi príncipe. ‘Ajá, y cómo lo quiere?, me preguntó. Con lujo de detalles, le dije que buscaba a un hombre soltero, disponible, sin hijos, que me diera el 100 por ciento de él, como yo se lo daría a él, sin vicios, trabajador, profesional, buen hijo, buen marido, alto, blanco, pelo negro y ojos verdes’. ¡Se tiró una gran carcajada en mi cara y se fue!”.

Ese mismo año, una amiga de Connie residente en Alemania le había propuesto que viajara a visitarla, para presentarle posibles pretendientes. Pensaba que en el país europeo podía tener más suerte que en un país latino, pues ahí la gente se casa con mayor edad y no existen prejuicios sociales al respecto.

La señora simpática del gimnasio volvió a hacer su aparición un par de veces más, preguntándole si ya había encontrado al príncipe, hasta que un día, tres meses después de su primera conversación, para sorpresa de Connie, le dijo: “No busque más. Yo le tengo a su príncipe. Es mi hermano”.

Y esa frase desencadenó una serie de hechos que transformaron la vida de Connie, contra todo pronóstico: Conoció a Víctor, el hombre que se convirtió en su esposo y con el que consolidó el sueño de formar un matrimonio. Y sí, cumplía con la lista de requerimientos que cada día repitió en su mente y en sus oraciones, incluyendo lo de alto, blanco y ojos verdes. “Fue como encontrar una aguja en un pajar”. La pareja se casó por lo civil, el 29 diciembre 2012 y, en mayo de 2013, por la iglesia, en un hermoso paraje en el volcán de San Salvador. Los dos tenían 47 años.

Víctor, también salvadoreño, había emigrado junto a  su familia, compuesta por 12 hermanos y sus padres, a Virginia, Estados Unidos, siendo un adolescente, para huir del conflicto armado. Conocedor del alto perfil profesional de su esposa, en una primera etapa, decidió ser él quien se adaptara al cambio, moviéndose a El Salvador, para intentar consolidar un negocio y que ella siguiera con su clínica. “Usted está bien posicionada y no tengo corazón para llevármela de tajo”, le dijo. Compraron una casa que acondicionaron con todos los muebles que Connie había ido comprando a lo largo de los años, sabiendo que ese momento por fin llegaría. Víctor se esforzó en concretar su proyecto, pero las cosas no salieron bien. El Salvador no era el país que él había dejado años atrás y no encontró los apoyos que necesitaba para sacar adelante su emprendimiento. Desencantado, regresó a Virginia, para retomar su trabajo, sin presionar a Connie de que se fuera con él. A lo largo de todo el año 2014, la pareja realizó algunos viajes para poder verse, hasta que ella asumió que había llegado el momento de dar un paso realmente decisivo.

Así, el 2 de junio de 2015, Connie aterrizó en Annandale, Virginia, marcando un antes y un después en su vida: “Aunque yo había viajado muchas veces, porque soy ciudadana estadounidense desde hace varios años, esta vez, sabía que el cambio era radical. Evaluamos todos los pros y contras posibles. Al principio de llegar, dejé a una doctora trabajando en mi consultorio, pero no funcionó. Los pacientes no se quedaron con ella. No era lo mismo. Después de 25 años de trabajo y esfuerzo, decidí cerrar mi clínica. Fue muy duro dar el paso. Mi mamá, al principio, se opuso a que emigrara. Me decía que me retiraba en mi mejor momento, que lo iba a perder todo. Realmente me siento agradecida porque tuve un gran éxito profesional, nunca tuve una muerte materna o de bebé o algún problema en el quirófano. Me sentía querida por mis pacientes. Pero mi vida giraba en torno a los demás. Había llegado el momento de vivir para mí. Con 50 años, no podía perder más tiempo. No me arrepiento de haberlo dejado todo y de volver a empezar”.

Y es justo en esa fase inicial del proceso migratorio cuando doctoras, secretarias, peluqueras, abogadas o estudiantes se dan cuenta que, muchas veces, en un entorno distinto, la flexibilidad ante el cambio es una herramienta más útil y potente que todos los títulos conseguidos. Connie lo tuvo claro desde el principio y eso la ha ayudado a sobrellevar el impacto de la primera etapa. “Aquí soy ama de casa. En El Salvador era la ‘doctora’ y tenía siempre ayuda. Aquí no. En cuanto al inglés, me ha pasado como a la mayoría que lo hemos estudiado  pero que, al estar aquí, uno siente que no entiende nada. Todavía no lo hablo con fluidez, pero me defiendo. Estoy aprendiendo muchas cosas de esta sociedad. En nuestra zona, sobre todo, vive mucha gente de Corea del Sur. Son personas tranquilas, trabajadoras. Aquí lo que importa es que seas una persona correcta, que no infrinjas la ley. Lo que sí me desagrada muchísimo es el racismo en este país. Siempre ha estado, pero ahora es más evidente porque se avala políticamente. La falsa igualdad no me gusta. Es una ilusión. Me duele ver que la medicina es un negocio. Quien te da los resultados de una prueba es la recepcionista; el doctor es accesible sólo 5 minutos de la consulta, ni te toca. Eres un número más”.

Con esa inquietud, referida a su especialidad médica, Connie ha puesto en marcha, desde hace un año, un proyecto que espera desarrollar con mayor fuerza en los próximos meses. Consiste en enlazar a pacientes salvadoreños residentes en Estados Unidos con alguna necesidad operatoria, para evaluar hacerlo en El Salvador, donde conserva sus contactos y alianzas profesionales en un hospital de prestigio, donde tenía su clínica. También realiza videos desde la página de Facebook “Dra. Connie Vela, tu ginecóloga y consejera médica” (https://www.facebook.com/connievelaginecologa/), sobre salud integral femenina, desde donde se dirige a las mujeres, para orientarlas y que sepan qué preguntarle a su médico y, sobre todo, para hacer conciencia en la importancia de cuidarse y hacerse sus chequeos ginecológicos. “No son consultas, sólo consejos y orientaciones. Siempre es importante que consulten a su médico. Estoy contenta de poder enlazar con mi vocación de esta manera. Esta forma de estar conectada con mi gente. Hay algunos videos con 70 mil visitas y me siento útil de poder ayudar a mi comunidad esparcida por el mundo. Nuestra medicina no tiene nada que envidiar a ningún país desarrollado. Ahora entiendo por qué muchas pacientes van a nuestro país a hacer sus pruebas ginecológicas. El trato humano es muy importante. Deseo que mi proyecto crezca, para que podamos seguir teniendo acceso a eso. En este momento estoy enfocada en aprender más de este país. Cada lugar tiene algo bueno y hay que abrazarlo con gratitud. Siempre he sido optimista en todos los aspectos de mi vida. Eso me ha ayudado a ir cumpliendo metas y objetivos. No hay que perder la esperanza con nada… imagínate, ¡si me casé casi con 50!… con fe y determinación, todo es posible en esta vida”, finaliza.

“La ayuda entre inmigrantes nos hace avanzar”

Por: Claudia Zavala

“Ese día no pude más y me desvanecí en la cocina, poco a poco, resbalando mi espalda sobre la refrigeradora. Estaba frustrada, cansada, tenía miedo, no paraba de llorar, me sentía impotente. Mis tres hijos me levantaron”.  Quien habla es Cristy Singüenza, recordando uno de los momentos más intensos dentro de su primera etapa de adaptación como inmigrante, en Montreal, Canadá, a finales de 2009.

Todo empezó cuando Cristy, su esposo y sus 3 hijos de 13, 10 y 4 años, respectivamente, partieron de su natal El Salvador hacia Canadá, buscando mejorar su economía y calidad de vida. “Pasaron cosas que nos obligaron a buscar un entorno distinto. Algo mejor para nuestros hijos y para nosotros. En 2006, habíamos estado de vacaciones en Inglaterra y, de regreso a nuestro país, pasamos por Canadá. Nos gustó mucho el país, porque lo vimos bastante europeo y cercano a la vez”.

La familia llegó a Montreal, en mayo de 2009, pensando en quedarse sólo un tiempo y luego emigrar definitivamente a Estados Unidos. Pero, estando ahí, decidieron  aplicar a un programa para refugiados del Gobierno canadiense. El primer gran choque para la familia fue el lingüístico -“creíamos que con el inglés nos bastaría, pero llegamos a la parte francófona, así que tuvimos que empezar de cero, tomando clases”- y el cambio de rutina que significó para Cristy, al verse sin apoyo en la educación y crianza de sus hijos.

“Yo estaba acostumbrada a tener ayuda en casa. Yo trabajaba en oficina y no me dedicaba a las labores del hogar. Cuando llegué a Canadá, aparte de ir a mis clases de francés por la mañana, al salir, me tocaba a mí hacer todo: ir al supermercado, cocinar, lavar, planchar, arreglar, recoger a los niños de la escuela… era bastante agotador. Ellos también estaban acostumbrados a que les hicieran todo y, al llegar, tuvieron que volverse independientes. Parece una tontería, pero son rutinas domésticas diferentes que se suman al nuevo entorno social y cultural en el que estás intentando adaptarte. Es un cambio en todos los sentidos”.

Uno de los aspectos que más llamó la atención a Cristy, al llegar, fue la poca cantidad de niños que se veían frente a la fuerte presencia de gente mayor. “Se nota que es un país envejecido, como muchos países europeos. Gran parte de su apertura a la inmigración es porque necesita equilibrar su balanza de natalidad, con los hijos de los inmigrantes que llegan al país. Desde el principio, en todo momento, me sentí bien acogida, bien recibida, guiada… fue como que se me abrió esa puerta que buscaba, y me invitaron a caminar. Eso no quiere decir que no haya sido un proceso lento, doloroso, complicado… tuve mucha angustia y mucha incertidumbre en esos primeros meses. Me sentía perdida”.

Cristy recuerda que, dentro de su incertidumbre emocional, las primeras semanas las vivió, prácticamente, con actitud de turista, intentando ver sólo lo “bonito” de su nuevo país. Luego de 3 meses de haber llegado, corroboró que ya no le quedaba dinero y la desesperación se apoderó de ella: “¿Cómo voy a trabajar aquí, si no sé hablar francés y, además, no conozco a nadie y nadie me puede recomendar?”. Para entonces, había confirmado que el proceso de aprendizaje del idioma le llevaría mucho más tiempo del que pensaba inicialmente y que las cosas no serían tan fáciles, pese a ser una profesional formada y con experiencia en el área de Comunicaciones. Además, sentía que su tiempo y su energía se iban en las tareas domésticas y el cuidado de sus hijos. Entró en una especie de bucle emocional del que no veía salida y que la empezó a consumir seriamente. “Llegué a pesar 90 libras. Recuerdo momentos de haber estado derrumbada, llorando y, a lo lejos, escuchaba a mis hijos llorar también, suavecito, para que no los oyera. Yo estaba tan mal que era incapaz de levantarme a consolarlos, a darles fortaleza, a decirles que eso pronto pasaría y que juntos saldríamos adelante. Incluso eran ellos los que me levantaban a mí, como esa vez que me desvanecí en la cocina. Es una de las cosas que más me duele de esa época. Porque también para ellos fue muy duro, porque extrañaban a su tierra y a su gente”.

Frente a esa situación que la superaba, Cristy pidió ayuda. A una gran amiga. Pese a estar en Australia, visitando a un familiar, esta mujer viajó hasta Canadá, para apoyarla, escucharla y llenarla de fortaleza. Con el amor que sólo las grandes amigas entregan. Se instaló un mes en su casa. Le enseñó a hacer recetas salvadoreñas. Le dejó preparados y congelados un buen número de platillos y, en definitiva, la ayudó a centrarse y a superar ese momento de acople que no estaba enfocando bien. “Le estaré siempre muy agradecida por lo que hizo por mí en ese momento tan duro”.

Cristy cuenta que, un día, mientras estaba en una reunión con unas compañeras mexicanas, llegó un señor, diciendo que necesitaba a 10 personas para ir a limpiar a un hospital, porque habían detectado una infección. Les pagarían 15 dólares la hora. “¡Todas nos fuimos con los tacones puestos!”. Esa primera limpieza fue la puerta de entrada de lo que se convertiría en el nuevo entorno laboral sanitario en el que ella, sin esperarlo, comenzaría a desarrollarse. Le facilitaron más horas como limpiadora, a medida que tomaba cursos de desinfección de habitaciones hospitalarias y de salas de operaciones. “Cuando llevaba 2 meses limpiando, le di mi currículum a mi jefe. Cuando lo vio, me dijo que yo no podía seguir en ese trabajo, porque estaba sobrecalificada. Le pedí que me diera una oportunidad, que me dejara entregárselo modificado. Entonces, borré todo. Sólo dejé que había estudiado francés. Y así me dejaron empezar de cero”.

Desde octubre de 2010, se convirtió en trabajadora de un hospital estatal. Su espíritu de lucha la llevó a estudiar enfermería, sin todavía dominar por completo el francés y enfrentándose a terminología técnica, lo que supuso un esfuerzo realmente intenso para ella. “Es un ambiente duro, porque se trabaja con muchas emociones fuertes, los pacientes lloran, tienen miedo, están enojados, hay malos olores… pero he aprendido a adaptarme y es uno de los mejores trabajos que se pueden tener en Canadá: buen salario, buenas prestaciones, 5 semanas de vacaciones pagadas, 9 días para asuntos personales, 13 días festivos libres, seguro de vida, seguro laboral. Estoy muy contenta por todo lo que he conseguido. Voy ganando categorías en el escalafón. Todo va por fases: primeros auxilios, reanimación, inyecciones… y en función de eso te ubican. Me quiero especializar en niños. Quiero seguir avanzando”.

Aunque su vida laboral había tomado un buen rumbo, en 2011, su faceta personal estaba a punto de enfrentar otro impacto. Un día, se fue con su marido a un local de donuts y café a hablar sobre su relación. Escribieron en un papel lo positivo y lo negativo de su matrimonio. Pesaba más lo negativo. Y decidieron divorciarse. “Fue durísimo de reconocer, pero teníamos objetivos distintos. Todo sucedió en buenos términos, de común acuerdo, de forma amigable. Ahora veo que fue la mejor decisión que pude tomar. Lo veo en mis hijos. Reflejan paz, felicidad, seguridad. Con nuestra separación, no salieron perdiendo, sino que ganaron doble amor, doble paciencia, doble complicidad, dobles cumpleaños, dobles alegrías…”.

Otro de los elementos que condicionó la adaptación de Cristy fue la manera de conducir en Canadá. Ella reconoce que en su país natal cometía muchos vicios frente al volante, que no fueron fáciles de cambiar en su nueva tierra, y eso se sumaba a su desconocimiento inicial del francés, por lo que el respeto a las señales de tránsito era mínimo. “Tenía la necesidad de ir en carro, porque con tres hijos era complicado ir en bus, se me dormían y no podía cargarlos. Recuerdo que todas las semanas me ponían multas, al punto que todavía sigo pagando parte de las infracciones de esos primeros años. Acá las leyes son bien estrictas. Pasa un dron viendo si has pagado las placas de tu carro, si tus papeles están en orden. Nada que ver con lo que yo estaba acostumbrada”.

Poco a poco, la adaptación de Cristy no sólo se fue reflejando en su estabilidad emocional y laboral, sino en su capacidad de construir redes en su entorno. Luego de experimentar lo difícil que es llegar a un nuevo país, decidió ayudar a personas inmigrantes que estuvieran pasando una situación similar a la suya. Sin importar la nacionalidad de la gente, les ayuda con ropa, información sobre vivienda, colegios y clases de francés. “Yo tuve que buscar mucha información por mi cuenta al llegar. Aunque tuve mucha suerte, porque una salvadoreña que dirige una institución aqui me tomó de la mano y me ayudó mucho. Eso yo lo quiero devolver. Cuando uno lo ha vivido, sabe lo que es. La ayuda entre inmigrantes nos hace avanzar. Yo les insisto mucho en la importancia del idioma. Sin ese dominio, no se consigue avanzar en este país. Aquí el Estado te ayuda con un programa de acogida, durante los 2 primeros años. A las familias les dan unos 1,200 dólares para que puedan estudiar”.

Su compromiso social la ha llevado a vincularse con la Cámara de Comercio de El Salvador en Quebec, desde este año 2018, desde donde realiza actividades en el Área de Publicidad y Marketing. Parte de su trabajo es organizar reuniones con representantes de El Salvador y Canadá, para identificar sus necesidades y proponer soluciones que beneficien a sus compatriotas. El más reciente es un acuerdo para realizar vuelos directos entre El Salvador y Canadá, a través de la compañía Air Canada. También publican mensualmente una revista, donde comparten información relevante para la comunidad salvadoreña:  http://directoriocommercialmontreal.com/ccsq2/?fbclid=IwAR3nx_C2QPtcNzzUl6DjH8z6MtFop0yLXC19mbaXK5P09ikzUS3O3KHMgOo

Los nueve años de cambios y constante lucha en Canadá, según Cristy, han valido la pena. Asegura que lo volvería a hacer todo igual, a pesar de los momentos difíciles. “Ahora veo a mis hijos tan realizados y siguiendo un buen camino, que me llena de felicidad profunda. El mayor estudia tercer año de Administración de Empresas y tiene un excelente trabajo con el gobierno. La segunda está becada por la compañía de ingeniería eléctrica más grande de Canadá. Y la pequeña, tiene 13 años, y está viviendo su adolescencia a tope. Durante varios años, pagué un derecho de piso y hubo experiencias de verdadera desesperación, pero siempre he sido una mujer de fe y mucha oración y eso me ha levantado. ¡Somos caballos de pura sangre y siento que nada me detiene!”, finaliza.

 

 

“La enfermedad y la soledad me han hecho más fuerte”

Por: Claudia Zavala

Carmen Linares rememora con nostalgia las circunstancias previas a su llegada al País Vasco, en  febrero de 2004. “Llevaba casi un año de noviazgo a distancia con un vasco que había conocido en El Salvador. Él me visitaba cuando podía. Yo estudiaba Medicina y estaba bastante avanzada, pero reprobé una materia y debía esperar un año para cursarla. Estaría 6 meses ‘sin hacer nada’ y él me propuso viajar todo ese tiempo, para estar juntos, conocer mejor su cultura y entorno y averiguar cómo hacer el MIR en España. La idea era regresar después, para terminar mi formación en Medicina”.

Carmen se instaló en Durango, en las afueras de Bilbao. El nuevo entorno de vida español se completó con la repentina noticia de un embarazo, sólo dos meses después de su llegada. Su inminente maternidad la hizo, entonces, asentarse en la certeza de radicarse por completo en ese país e ir cambiando, poco a poco, su mentalidad de turista. Su hija, Lukene, nació en enero de 2005. Carmen tenía 26 años. La pareja formalizó su relación casándose, seis meses después del nacimiento de la niña. Los siguientes 2 años, fueron de dedicación exclusiva en el cuidado de su hija.

“Cuidar sola a tu hija es muy duro. La madre de mi esposo había fallecido, su padre es un señor mayor y sus tres hermanas tenían a sus propios hijos y no vivían cerca. Me tocó hacerlo sola, como a muchas mujeres que emigramos. Mi esposo también se implicó mucho en su paternidad. Cuando ya sentí que era momento de volver a mi vida académica y laboral, empecé a buscar información para intentar concluir mi carrera de Medicina. Pero era muy difícil. La universidad más cercana estaba en Pamplona, a una hora y media de donde vivíamos. Con 3 horas de desplazamiento, debía mejor irme a vivir ahí, dejar a mi hija y volver a casa los fines de semana. Además, académicamente, debía repetir toda la parte clínica de mi carrera, era como volver a cursarla otra vez. Fue duro de asumir que no iba a poder hacerlo”.

En 2008, su esposo le propuso traer a su suegra de El Salvador, para que se encargara del cuidado de la pequeña, que para entonces tenía 3 años. La propuesta fue recibida de buena gana y profunda alegría por la madre de Carmen. Comenzaron todos los trámites migratorios, para que ella pudiera viajar al País Vasco y residir con ellos, durante un buen tiempo, de manera legal. Los planes iban viento en popa cuando un día, en junio de 2008, Carmen recibió una llamada que la alertó y preocupó: su mamá estaba teniendo fuertes hemorragias vaginales. “Ella me dijo: ‘será la menopausia’. Le mandé dinero para que se hiciera un buen chequeo en una clínica privada. El diagnóstico fue cáncer de útero. Le recomendamos que viniera a tratarse aquí, en España. Pero me dijo que no quería ser una carga para mí. En El Salvador, aceleraron todo y en agosto la operaron. Al abrirla, descubrieron que el cáncer había hecho metástasis en la vejiga, intestinos… Hasta ese día, mi madre estaba como una rosa. Tenía 52 años”.

En ese tiempo y enfocada en volver a su vida laboral, Carmen había comenzado a trabajar en una fábrica, haciendo piezas para carros. La preocupación volvió nuevamente, en febrero de 2009, cuando Carmen recibió una llamada de su hermana, alertándola del grave estado de salud de su mamá. “Le dije a mi jefa ‘mi mamá se está muriendo, tengo que irme’. Ella me dijo que no me preocupara, que me daban 18 días y me mantenían mi puesto de trabajo. Ese mismo día, compré el boleto de avión a las 2 pm y a las 6 pm me fui a Madrid. Fue el vuelo más caro que jamás recuerde… complicadísimo, horrible, perdí conexiones, tuve que pasar por México, no tenía visa, me tuvieron en un cuarto feo mientras hacía escala… fatal, mientras pensaba en todo momento en llegar a tiempo para despedirme de mi mamá. Cuando llegué, se puso feliz. ‘Dame un abrazo, hija… hagamos las maletas para volver juntas a casa. Yo voy a ponerme bien y te voy a ayudar a cuidar a tu niña, para que termines tu carrera’, me decía”.

 Pese al buen estado de ánimo de su mamá, ya había recibido con rotundidad el diagnóstico de un médico: “No hay nada que hacer. Por su situación, la creatinina se le sube al cerebro y puede entrar en coma, en cualquier momento”. Decidieron, entonces, pasar esos últimos días en casa, en familia. “Le cumplía todos su caprichos… mami, ¿qué quiere desayunar? ¿pupusas? ¿donuts? Lo probaba un poco y ya no quería. Era un esqueletito. Todos los días, a las 8 pm la llevaba al hospital a que le dieran radioterapia. Cuando finalizaron mis días de permiso, tuve que regresar a España. Fue horrible saber que la dejaba en esas condiciones pero, a la vez, me sentí agradecida porque pude estar con ella y despedirme. Murió en marzo de 2009. Y ese sigue siendo el duelo psicológico más tremendo que he tenido que enfrentar en mi vida, en la distancia”.

Encajando el golpe emocional como podía, Carmen continuó un año más laborando en la fábrica automotriz. Pero su deseo de realizarse en la rama sanitaria era intenso, por lo que decidió iniciar sus estudios como técnico auxiliar de enfermería. La formación no le resultó complicada, tomando en cuenta sus amplísimos estudios en Medicina. Los buenos resultados de sus prácticas en una residencia de ancianos le abrieron las puertas para tener un nuevo trabajo. “Empecé como refuerzo los fines de semana, luego me fueron dando más jornadas. He tenido mucha suerte. La gente siempre se ha portado bien conmigo, nunca me han hecho sentir rechazada, sino siempre acogida y valorada”.

El espíritu de lucha de Carmen continuó. Para seguir progresando, de 2010 a 2012, realizó más estudios para titularse como técnico superior de radio diagnóstico. “Yo tenía 33 años. Mis compañeros eran de 18-20 años. Aprendí mucho de ellos, me ayudaron bastante. Todavía conservo amistades de esa época. Fue un tiempo duro y muy intenso, porque tenía que alternar mi trabajo en la residencia de ancianos con los estudios de euskera, ir al hospital para las radiografías cuando me llamaban y cuidar a mi hija. Tenía que estar cuadrando siempre turnos y horarios, era cansadísimo”.

Su ritmo frenético de trabajo cesó por completo un día de 2014, cuando en una revisión ginecológica de rutina, a Carmen le encontraron el útero bastante agrandado. Con sus antecedentes maternos, la batería de pruebas fue prioritaria y urgente. Tenía dos miomas enormes que eran benignos, pero el problema era un tumor pequeñito que había entre ambos. Era maligno y era urgente operar. En el quirófano, Carmen sufrió una parada cardiorespiratoria, por lo que tuvo que ser reanimada con adrenalina y desfribilador, y permanecer un tiempo en observación.

Era noviembre de 2014. Todo lo que sucedió alrededor de su enfermedad y operación marcó un antes y un después en su vida: “En todo ese tiempo, desde que supe el diagnóstico, mi marido nunca estuvo conmigo. No me apoyó. Se alejó emocionalmente. No sé qué le pasó, porque es una buena persona y un excelente padre. Siempre he pensado que fue su mecanismo de defensa, ante la incertidumbre y el miedo. Yo lloraba por las noches y él me decía que cuál era mi gana de sufrir, que no me adelantara a los hechos… Le pedía que me acompañara a las pruebas médicas y me decía que tomara un taxi. Yo dije: ‘bueno, es lo que hay, tengo que tirar pa’lante, por mí, por mi hija. Tomé una pastilla de quimioterapia, durante 3 meses, y no vomitaba, ni se me cayó el pelo. Sólo bajé de peso, porque no tenía hambre. Quise seguir trabajando como siempre, para tener ocupada la mente y sentir que seguía en pie, luchando. No me permití derrumbarme, aunque por dentro estaba rota. Sola. Dos meses después de la operación y de, literalmente, revivir en el quirófano, tomé la decisión de divorciarme de mi marido. Se me murió el amor por el hombre por quien había dejado todo… mi carrera, mi familia, mi país… Sabía que me merecía algo distinto. Y yo estaba dispuesta a salir adelante y aprovechar la nueva oportunidad que me daba la vida”.

Carmen cuenta que logró ahorrar mil euros, para irse de alquiler a otra casa con su hija. Y empezar de cero. Desde siempre y más en ese tiempo, se refugió en la escritura, concretamente, en la poesía, como válvula de escape, para expresar lo que sentía y ayudar en su proceso de sanación personal. De esa etapa surgieron varios de sus poemas más intensos, que comparte en su página personal “Elena Lin” https://www.facebook.com/Elena-Lin-1673476739636521/

Para estabilizarse económicamente y establecer una rutina de horarios enfocada en la relación y el tiempo de calidad con la niña, tomó otra decisión radical: Trabajar nuevamente como operaria en la fábrica automotriz, un empleo que en el País Vasco, conocido por su potente industria, es mejor remunerado que otros trabajos más cualificados académicamente. “Tengo un buen sueldo, trabajo 8 horas sólo de lunes a viernes, un mes completo de vacaciones, 14 sueldos al año, festivos, días libres. El sector sanitario es lo mío  pero, de momento, lo que necesito es esta seguridad y tener tiempo para estar con mi hija. Ella es muy buena jugando basketball y ahora disfruto mucho acompañándola en sus partidos y apoyándola. Noté que, al enfocarme en mi felicidad todo el balance y la tranquilidad que necesitaba llegaron a mi vida. Hace dos años y medio, cuando menos lo esperaba, conocí a la persona con quien ahora  comparto mi vida. Me rompió los esquemas. Es cariñoso, humilde, con un corazón generoso. Hemos viajado juntos a mi país ¡y ahora parece más salvadoreño que yo! Jajaja!! ¡Le encanta! Con el tiempo, me he convencido de que las mujeres salvadoreñas tenemos un gen de supervivencia que, cuando estás sola y en dificultades, se desarrolla aún más. Así lo veo yo y así me gustaría que lo viese cualquier persona que esté atravesando una situación dura. Será capaz. Lo superará, pase lo que pase”, finaliza.