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“El ajedrez me ha ayudado a integrarme”

Por: Claudia Zavala

Esta es la historia de una salvadoreña, campeona de ajedrez, cuyo amor por ese juego y por uno de los mejores ajedrecistas del mundo la llevó a tomar una de las decisiones más radicales en su vida: dejar su tierra y empezar de cero a miles de kilómetros de su país, en Holanda.

Nacida en 1984, Lorena Zepeda despertó una temprana vocación hacia este deporte, en gran parte, alentada por su padre, Rafael Zepeda, destacado ajedrecista salvadoreño.  Él inculcó en sus hijas Sonia y Lorena una pasión que, con el tiempo, convirtió a la familia en un hogar de campeones.  “Recuerdo que, siendo muy pequeña, después de las clases de natación, mi papá nos llevaba a la Federación de Ajedrez, a verlo jugar. Fue así como aprendimos y, poco a poco, empezamos a entrenar”. Cuando Lorena tenía 10 años, participó en su primer campeonato y quedó en tercer lugar. En 1995 y 1996, respectivamente, triunfó en torneos infantiles, comenzando así una carrera,  durante los siguientes años, que la llevó a coronarse como campeona nacional, campeona de Centroamérica y del Caribe y Maestra Internacional Femenina (MIF). Su esfuerzo y disciplina la convirtieron en una de las máximas figuras del ajedrez, en un país donde este deporte no goza de gran apoyo ni es seguido por las masas.

Así, en medio de múltiples campeonatos y una destacada suma de medallas, Lorena conoció al que se convertiría en su esposo. Era el año 2008,  en Alemania. Se trataba de Loek van Wely, un Gran Maestro Internacional de ajedrez de los Países Bajos, que representa a Holanda en torneos mundiales.  “Quizá habíamos coincidido antes en algún otro torneo, pero no nos habíamos ubicado. Esa era una Olimpiada Mundial, había muchísima gente. Aún así nos encontramos. Él dice que, al principio, no quise hablarle. Una amiga nos presentó. Se dio todo de manera natural  y comenzamos a tener comunicación después, por internet. Hablábamos de nosotros y de ajedrez, por supuesto”.

Los constantes correos fueron construyendo, poco a poco, una relación más profunda que se transformó en algo más especial. Así, en abril y mayo de 2009, en Estados Unidos, se encontraron nuevamente como amigos,  en torneos de ajedrez, pero, en julio de ese mismo año, decidieron formalizar su relación como pareja. Loek visitó a la familia de Lorena en El Salvador ese mismo año. “Esa visita fue graciosa, porque mi familia le echó los perros de la casa a él, bromeando, pero Loek se acopló bien. Se los ganó, porque les llevaba comida y a los dos días ya le estaban moviendo la cola. Recuerdo que le llamó la atención la cantidad de frijoles que comemos en El Salvador, a todas horas, y se asombró mucho de la minuta de limón con chile. No le entraba en la cabeza que hiciéramos esa combinación de sabores. Me decía ¿pero por qué hacen eso?”.

Luego de establecer una sólida relación de novios, entre viajes y torneos, la pareja se casó en el año 2013, en El Salvador. Entonces, Lorena inició el proceso legal que le exigía Holanda para poder emigrar y vivir con su marido en el país europeo: papeles, exámenes médicos, aprendizaje del idioma… Mientras completaba todos los requerimientos, viajaba con su visado de turista y se quedaba el máximo de 90 días que le concedía la ley, para compartir con su esposo, y volvía de nuevo a su país. Hasta que, en el año 2015, recibió la autorización definitiva para residir en Holanda.

Lorena cuenta que el contacto con su familia y su tierra siempre ha sido constante, “incluso ese mismo año 2015, cuando me trasladé definitivamente, tuve la oportunidad de visitar a mi familia en dos ocasiones. Las cosas cambiaron totalmente cuando me quedé embarazada, pues debía cuidarme más. Además, salió lo de la enfermedad del Zica, que generó alarma mundial, y ya no pude viajar más. Mi hijo nació, en junio de 2016”.

Aunque la ajedrecista estaba bastante familiarizada con la cultura, el clima y las costumbres de la tierra de los tulipanes, cuenta que mentalmente le afectó el entender que su proceso de integración en Holanda ahora debía realizarse a otro nivel, pues ya había dejado de ser una turista o visitante de cortas estancias. “En estos años, para mí, el clima ha sido lo más difícil de sobrellevar. El invierno es súper frio y gris, llueve mucho. La manera de comer también es distinta. Hacen un desayuno y almuerzo bastante light y la cena es más fuerte. Pero, por lo demás, la gente es amable, educada, ordenada, limpia. Es una sociedad bastante segura. Con el ajedrez pude conocer varios lugares distintos a mi país y, de alguna manera, me ha ayudado a saber integrarme en entornos diferentes al mío”.

Lorena cuenta que uno de los aspectos que más le gustan es la apuesta del país en el desarrollo del hábito de la lectura en los niños, pues reciben en casa el carnet de la biblioteca pública, desde que son prácticamente bebés. Y es gratuito hasta los 18 años. La mentalidad de “ventanas abiertas” también es característica de esta sociedad, según explica: “nadie se mete con nadie. Puedes tener ventanas abiertas, sin cortinas, y nadie va a estar asomándose, para ver qué hay en tu casa. Se respeta mucho la privacidad de la gente”.

Después de varios años, Lorena reconoce que su talón de Aquiles sigue siendo el dominio del idioma holandés. “¡Hay fonemas que son muy difíciles de pronunciar! Es una tarea pendiente para mí seguir mejorando. Holanda exige un examen de lengua y cultura, para poder certificar una especie de diploma de integración, que es algo que va vinculado a la residencia temporal. Ponen multa, si uno no lo hace, y conceden otros 3 años para seguirse preparando. En mi caso, el ‘problema’ ha sido que casi todo mundo habla inglés aqui y yo así he podido desenvolverme bien. Si fuese todo sólo en holandés, la presión de aprenderlo sería mayor. Pero, aún así, debo mejorarlo, porque es el país donde vivo y también el idioma de mis hijos y mi esposo”.

Ella cuenta que en su casa se hablan los tres idiomas: entre ella y su marido, inglés; entre su marido y su hijo, holandés; y entre ella y su hijo, español. “Mi niño, tan pequeñito, ya nota la diferencia. Sólo me hace caso cuando le hablo en español, aunque me contesta en inglés. Si le hablo en holandés, ni me vuelve a ver, no reacciona. ¡Realmente lo debo de hablar muy mal! jajaja!!!”.

Actualmente, Lorena tiene 7 meses de embarazo, y espera la llegada de una niña, para el próximo mes de noviembre. La crianza de los hijos es uno de los elementos de contraste cultural que más evidencia entre Holanda y El Salvador. “En nuestro país, la familia es más amplia y todo mundo participa en el cuidado de tu hijo: los abuelos, los tíos, los primos… aquí es diferente. Las familias son más nucleares, no extendidas; generalmente, se ven sólo en fechas especiales, como cumpleaños o navidad. Ahora ya vivimos más cerca de donde mis suegros y los visitamos más, pero antes era distinto. Uno tiene que acostumbrarse a criar prácticamente sola a su hijo. Y más, en mi caso, pues Loek cuando tiene torneos está fuera de casa, durante varios días o semanas”.

Paralelo a su carrera como ajedrecista, Lorena es graduada en Ingeniería Industrial. Pero su entrega al deporte ha hecho que no haya trabajado nunca en su área de estudios. “Decidí dedicarme este tiempo a cuidar a mis hijos. Juego, cuando puedo, pero no es como antes. Cuando nazca mi hija, también quiero disfrutarla como al mayor. Es una etapa de la vida. Pasará pronto y no me la quiero perder. Cuando mi niña tenga dos años, si puedo, volveré de lleno a los campeonatos… implica empezar prácticamente de cero con los entrenamientos pues hay que afinar la agilidad mental, el cálculo… ya veré. Si no, daré clases, o me encantaría poder trabajar en algo relacionado a mi carrera, ¿por qué no? Soy consciente de que soy muy afortunada de poder tomarme este tiempo. De tener a mi mamá jubilada que puede venir a ayudarme con mi niña, dentro de pocas semanas, así como hizo con mi primer hijo. Me gustaría aprender a ser más suelta y confiada como son aqui con los niños. A darles mucha libertad y espacio para que experimenten. Aprendo las cosas positivas de la cultura de este país y me quedo con lo bueno que ya traigo de la mía. Y creo que he podido generar un buen balance”, finaliza.

 

 

 

“La desintegración familiar es lo más cruel de la inmigración”

Por: Claudia Zavala

Patricia Sánchez Marchesini vive en Stockport, a 11 kilómetros de Manchester, Inglaterra. Los paisajes y la cultura inglesa forman parte de su vida, desde hace poco más de un mes. Pero su periplo migratorio inició hace 10 años cuando, obligada por sus circunstancias laborales y económicas, decidió emigrar a Estados Unidos.

“La oportunidad se dio en un momento muy necesario. Nunca pensé emigrar. No me llamaba la atención Estados Unidos. Siempre relacioné a la gente que emigraba con refugiados de la guerra salvadoreña y, como no me identificaba con eso, pensé que nunca me tocaría a mí. Pero la vida da vueltas y me vi forzada a salir de mi país, para buscar oportunidades y mantener a mis hijos”.

Patricia fue madre por primera vez a los 18 años. Luego, vinieron 2 hijos más. A los 25, ya era la madre soltera de tres niños, con la única prioridad de sacarlos adelante. Enfocada en trabajar y generar ingresos, tampoco pudo seguir estudiando. Esto, a su vez, limitó grandemente sus posibilidades de prosperar en un país que ya de por sí ofrece opciones reducidas a la mayoría de personas, incluso altamente calificadas. La ecuación fue una bomba de tiempo que detonó en el año 2001, cuando Patricia se quedó sin trabajo fijo. Cuenta que todo lo que le ofrecían eran empleos remunerados con el salario mínimo de la época y que los números a final de mes nunca cuadraban frente a los pagos de vivienda, agua, luz, comida, transporte, colegios, ropa…

Decidida a superar el bache económico, vendía comida y diversos productos, tratando de subsistir. “Fueron 7 durísimos años de amanecer pensando cómo íbamos a pasar el día. En El Salvador, después de los 30 años, si no te has ubicado profesionalmente, ya estás vieja para cualquier cosa. Estaba realmente desesperada”.

A raíz de los terremotos del año 2001, uno de los hermanos de Patricia indagó en las raíces italianas de la familia. Como descendientes de un ciudadano del país mediterráneo, tenían derecho a acceder a dicha nacionalidad europea. “Una prima consiguió la partida de nacimiento de mi bisabuelo y nos sacamos el pasaporte italiano. Eso me abrió puertas. Ya antes había solicitado la visa estadounidense, como salvadoreña, y me la habían denegado. Como italiana, ya no necesitaba visa para entrar como turista. Eso sí, no podía estar más de 90 días. Mi mamá me alentó a viajar a Estados Unidos para trabajar, pues ella hacía viajes intermitentes con su visa. Y así me animé a buscar una nueva vida para intentar salir adelante”.

Así, llegó a Queens, Nueva York, en mayo de 2008, para trabajar en casa de unos amigos de su mamá. La pareja, ella salvadoreña y él, peruano, le aportó el apoyo inicial que Patricia necesitaba. “Incluso fui en diciembre de ese año a la graduación de bachillerato de una de mis hijas, y ya en enero de 2009 regresé para quedarme con ellos. Fueron siempre generosos conmigo. Tenían un hijo adolescente y uno de 5 años, del que me encargaba. No tenía obligación de nada más. Trabajé con ellos durante 7 meses. Siempre les estaré agradecida porque me ayudaron a arrancar en ese país”.

Luego, la oportunidad se dio a través de unos amigos que la recomendaron con un matrimonio judío. Eran millonarios que vivían en una mansión en New Jersey. Patricia se dedicaba a la limpieza y al cuidado de los niños de la familia. Para realizar bien su trabajo, mejoró notablemente su inglés y tuvo que adaptarse a las costumbres y tradiciones judías, “aunque no eran ortodoxos, así que fue fácil para mí”, reconoce.

Mientras Patricia trabajaba todas las horas que podía, para enviar  a fin de mes a El Salvador la mayor parte de sus ingresos, sus tres hijos estaban bajo el cuidado de familiares. “Mi hijo mayor estuvo un tiempo en Arizona, con familiares de su papá. Pero cuando terminó High School, se fue conmigo a New York. Al poco tiempo, lo mandé de regreso a El Salvador con los abuelos paternos,  porque pensé que ahí podía seguir estudiando en la universidad. En ese momento, no sabía que podía hacer College en Estados Unidos, pagando, verdad, pero pensaba que no tenía derecho. Yo conocía poco o casi nada del sistema estadounidense. Mi hija estaba con una tía, en San Salvador, y mi otra hija estaba con mi mamá, en Santa Ana. Yo pasaba pendiente de los tres, cada uno en un lugar distinto. La desintegración familiar es una de las partes más crueles de la inmigración, definitivamente”.

Los días o tardes que Patricia tenía libres, después de sus jornadas como empleada interna, los aprovechaba para pasear por Manhattan. “Me iba en tren a la ciudad a caminar, a veces, regresaba hasta media noche. Por primera vez pude experimentar la tranquilidad de pasear sola, como mujer, sin miedo a que me hicieran algo malo. Siempre hay que tener cuidado en ciertos lugares y horas, claro, pero aprendí a vivir en una libertad enorme. Parece una tontería, pero me encantó experimentarlo y disfrutarlo. En mi país yo vivía con un miedo tremendo”.

Patricia comenta que su disciplina y esfuerzo por mejorar su inglés rindieron fruto a los seis meses de su llegada a New Jersey: “Ahí ya sentía que podía sostener una conversación con alguien. Aunque hice mis estudios en el Centro Cultural de El Salvador, no fueron suficientes para desenvolverme bien, aunque me dieron una base. Al principio, si pedía una hamburguesa, sólo decía el número del combo. Y si me preguntaban algo más, siempre decía, ‘no, no, thanks’, jajaja! Me obligué a leer mucho y a ver sólo televisión en inglés. Me da pena que hay gente que lleva 10, 20 años viviendo ahí y nunca aprende a hablar inglés. Eso sí es realmente duro”.

La experiencia con la familia judía y su cultura fue grata para Patricia. “Se respetaba el ‘Shabat’ el viernes en la noche, encendíamos la velita, se hacía la oración y todo, pero nada radical. Vivir con ellos me hizo reflexionar sobre cómo tratamos a las empleadas domésticas en El Salvador. Ellos eran millonarios, pero nunca establecieron diferencias sociales conmigo. Nunca me marginaron. Yo comía con ellos en su mesa. Cuando la confianza fue creciendo, la señora compartía ropa conmigo. Si íbamos de viaje, viajábamos en primera clase todos. Yo me instalaba en un cuarto de hotel como el de ellos. No me discriminaron nunca.  Fue una gran lección de respeto para mí y caí en la cuenta en lo clasistas que somos en nuestra cultura latinoamericana”.

En 2013, la situación de violencia en El Salvador obligó a Patricia a reunir a su hija menor con ella. “Mi mamá me dijo que las cosas estaban bien feas para la gente joven, por el tema de las maras. Y que ya no sentía fuerzas para andar acompañando en todo a mi hija en la calle y que tampoco la podía dejar ir sola, por miedo a que le pasara algo. Con mi hija en Estados Unidos, les pedí a mis empleadores que me dejaran salir todos los días, pero por sus necesidades y dinámicas familiares, no podían, requerían a una empleada interna. Fue duro para mí dejarlos, ellos también lo sintieron. Me pagaron súper bien mi tiempo, vacaciones, bono, todo, fueron muy correctos conmigo. Pero, después de varios años, otra vez, me enfrenté a la terrible ansiedad de quedarme sin trabajo”.

Los contactos y las buenas recomendaciones abonaron para que a las pocas semanas Patricia tuviera un nuevo trabajo. Esta vez, con una pareja de la India que tenía dos hijos. La experiencia laboral y personal, según comenta, también fue positiva, y permaneció en esa casa durante más de dos años, hasta que su jefa tuvo que regresar a trabajar y requería a alguien que supiera conducir para que llevara a su hijo a sus diversas actividades educativas. Patricia no sabía manejar y tuvo que dejar su empleo. Fue también una despedida en buenos términos y con beneficios económicos justos por su trabajo realizado.

La buena fortuna laboral le volvió a sonreír y Patricia comenzó a trabajar con un joven y acomodado matrimonio canadiense. Nuevamente, según relata, las relaciones con la familia fueron muy buenas y se sintió siempre muy acogida y respetada.

Fue justo estando en esa casa cuando, en enero de 2018, la vida de Patricia daría un giro radical: “De repente, empecé a tener un fuerte sangrado vaginal. Pensé que era por los cambios hormonales propios de mi edad. Pero, cuando después de 15 días la hemorragia no paraba, supe que era necesario ir al médico. Pero, aunque tenía un buen trabajo, yo no tenía seguro médico. Me tocó pagar la visita a la ginecóloga y me dejaron unas pruebas. Encontraron una masa en la entrada cervical. Me preocupé mucho. Todo era carísimo, te lo hacen prácticamente inaccesible, si no tienes seguro. Sólo un examen costaba 20 mil dólares y me pedían varios. Me diagnosticaron cáncer cervical. Imagínate lo que me costaría todo el tratamiento”.

La noticia fue un balde de agua fría para Patricia. Después de varios años generando ingresos económicos gracias a su arduo trabajo y de pagar impuestos por ello, por primera vez, evidenciaba las tremendas desventajas de ser una inmigrante ilegal y sus nulos derechos sanitarios, en un país como Estados Unidos.

“Me mandaron a solicitar el seguro de caridad que te ofrecen. Al principio, sólo me querían dar el 40 por ciento de ayuda y que yo pagara el otro 60. Según mis cálculos, podría llegar a gastar hasta 300 mil dólares por todo ¡Cómo iba a pagar yo todo ese dinero! Entonces, decidieron darme el 100 por ciento del ‘charity’; pero igual me dijeron que esa ayuda nunca cubre el 100 por ciento de los tratamientos de cáncer. Yo tenía claro que, aunque mis hijos son trabajadores, no iba a ponerles esa carga a ellos. No me parecía justo, después de tantos esfuerzos que hemos hecho juntos”.

Entonces, la idea de emigrar nuevamente, apalancada en su pasaporte europeo, tomó fuerza. Su hijo mayor lo había hecho ya en abril de 2015 y sería el puente que le tendería una ayuda, para empezar nuevamente de cero, esta vez en Inglaterra. Así, a finales de julio de 2018, Patricia llegó a Stockport, para reunirse con su hijo, su nuera y su nieto. Y para atender su emergencia sanitaria.

“Aquí, como ciudadana europea, tengo los mismos derechos y beneficios como casi cualquier inglés. Es un sistema social. Como a los tres días de haber llegado, me inscribí en el sistema de salud y pedí mi primera cita. Llevé todos los documentos que tenía de mi doctora de Estados Unidos. Mi médico cuando me vio me dijo: ‘no te preocupes, te vamos a cuidar aquí. Te mando todo por urgencia, para que te empiecen a evaluar. A los tres días me llamaron para programar mi primer examen y lo tuve una semana después. Hoy ya me dejaron otro para la próxima semana. Todavía están evaluando qué tan grave es la situación, para saber qué tipo de tratamiento tendré. No he pagado ni 5 centavos”.

Patricia se emociona cuando hace memoria del cierre de ciclo de vida en Estados Unidos. Reconoce que, incluso, le dolió más dejar a toda esa gente buena que conoció que cuando emigró de El Salvador. “La familia con la que trabajaba me compró el boleto, las otras familias me dieron dinero en efectivo, me dijeron ¿cómo te podemos ayudar? De verdad, siento que fue más duro que cuando salí de mi tierra, porque de ahí salí huyendo, desesperada. De Estados Unidos salgo profundamente agradecida, con el corazón partido por la gente que me ha querido tanto, extrañando mucho a los niños que cuidaba… Siento que cumplí el objetivo de trabajar duro e impulsar a mis hijos, para que tuvieran una mejor vida que la que yo tuve”.

Sus hijos. Su meta. Ahora Patricia se siente satisfecha, sabiendo que su hijo mayor tiene un buen trabajo en Manchester y ha construido una familia. Su hija mediana es una excelente profesional que trabaja en la República Checa, en el área de soporte técnico en una empresa norteamericana. Y su hija menor se casó recientemente, es residente legal en Estados Unidos, y puede tomar sus decisiones personales, laborales y profesionales con la absoluta libertad de una ciudadana de derecho pleno.

“Tengo 47 años. Quiero curarme. Pienso trabajar 20 años más y tener una pensión, cuando sea viejita. Sé que mis hijos no me desampararán, pero no quiero ser una carga para ellos. Me encantaría poder ayudar a mujeres de mi país a salir de situaciones como la mía. Tienen que aprender a levantar la cabeza. En mis primeros años como madre soltera, notaba que la sociedad me hacía sentir que ya no tenía el mismo valor. Las decisiones de la madre soltera se notan porque se ven los hijos. Otra gente se equivoca y no se nota, pero los errores siempre están. Nadie tiene la autoridad moral para juzgarte. Requiere de mucho valor ser madre soltera. Yo soy creyente. La fe en Dios ha sido mi punto de apoyo. Hay salida siempre y no existen trabajos denigrantes. Después de los 7 años sin trabajo fijo en El Salvador, yo todo lo vi como una bendición. Mi vida cambió. Mi mente cambió. Y quiero seguir adelante”, finaliza.

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“Me he sentido invisibilizada como inmigrante empleada de hogar”

Por: Claudia Zavala

Un proyecto académico, que inició en octubre de 2009, fue el inicio de la experiencia migratoria de Carolina Elías Espinoza. En esa época, trabajaba en una ONGD, en su natal El Salvador. “Un amigo me dijo que aplicara a una beca para estudiar en España. Lo veía difícil, pero me decidí, apliqué y me la concedieron. Hice un Máster en Género, en la Universidad Complutense de Madrid, durante 2 años. Yo pensaba que al terminarlo iba a regresar a mi país, pero aproveché la oportunidad de hacer el Doctorado en la Autónoma de Madrid, sobre la justicia laboral a las mujeres migrantes, que luego acoté al sector de empleadas de hogar. El 80 por ciento de las mujeres migrantes se incorpora en el mercado laboral como empleadas de hogar. Es un tema bastante importante. Al principio, yo vivía en una burbuja, sin problemas económicos, pues tenía una beca muy buena. Aproveché para viajar por España y algunos países europeos de mochilera. Pero cuando se me terminó, al tercer año de vivir en España, tuve que buscar trabajo y no pude continuar con mi estudios. Tenía 33 años”.

Para poder subsanar sus gastos, a mediados de 2011, Carolina se incorporó en un programa de “Convivencia intergeneracional”, que promovía el acompañamiento entre personas mayores y estudiantes, a través del cual le proporcionaban vivienda y servicios a cambio de acompañar y compartir con la señora dueña de la casa.

“Viví con una abuelita, durante 2 años. Sus hijas vivían dos edificios más adelante del nuestro. Le daban ataques de ansiedad, por lo menos, una vez por semana. Cuando se ponía mal, yo les avisaba y ellas no llegaban. Lo tenía que asumir yo. El programa se convirtió en una responsabilidad de cuidados, puro y duro, y sin remuneración. Cuando la señora falleció, recuerdo que todavía estábamos en la vela cuando me preguntaron  ¿cuándo te vas a ir de la casa? El programa daba 15 días para reubicarse. Me asignaron con otra abuela, con quien estuve 2 años y medio más. La dejé porque me agotó emocionalmente. Tenía una bandera franquista en su salón, era bastante racista. Hablaba mal de los inmigrantes, estando yo presente, pero me decía que la cosa no era conmigo, que yo era diferente”.

Su situación laboral y, sobre todo, su especialización académica sirvió para que Carolina estableciera una red de contactos, sobre todo con colectivos de mujeres. Fue así como se vinculó al trabajo de la Red de Mujeres Latinoamericanas y del Caribe en España, de la cual formaba parte la Asociación Servicio Doméstico Activo (SEDOAC). La necesidad de pagar sus gastos y el no tener otra salida laboral en ese momento, incluso con toda la formación académica que tenía, la llevó a incorporarse al trabajo de limpieza de casas, por horas.  “Necesitaba estudiar 2 ó 3 años de Derecho otra vez, hacer una examen en el Ministerio de Justicia, hacer un pago para colegiarme, etc. Implicaba tiempo y dinero que no tenía, para homologar mis estudios en España. Por eso tuve que trabajar como limpiadora. El empleo de hogar es un trabajo digno, pero no tiene condiciones dignas ni es valorado socialmente. He vivido maltratos, precariedad, discriminación, he trabajado sin seguridad social, totalmente desvalorizada, invisibilizada”.

Pese al impacto que significó para ella su situación laboral, Carolina nunca dejó su militancia en materia de Derechos Humanos, especialmente de las mujeres. Su escaso tiempo libre lo utilizaba para vincularse como voluntaria al trabajo asociativo que la mantenía conectada con su vocación y sus inquietudes ciudadanas. “Cuando empecé en SEDOAC, en 2010, apenas se estaba formando. Yo era estudiante y tenía tiempo. Comencé a enrolarme, a escuchar, a aprender de todas esas mujeres. Construí una red de apoyo que también me ayudó a integrarme socialmente en este país”.

En 2012, con la entrada en vigor de la nueva normativa de empleadas de hogar, SEDOAC adquirió un rol más reivindicativo y crítico. La entonces Presidenta de la asociación trabajaba como interna y no tenía tiempo para participar en las actividades. Carolina, más empapada del tema y mejor posicionada dentro del grupo, comenzó a moverse entre personas claves en el ámbito político local de Madrid y empezó a ser reconocida como una representante de la asociación. Participó en una formación de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) en Turín, Italia, junto a otras 6 entidades, que buscaban que España ratificara el convenio de la OIT en beneficio de las empleadas de hogar. Su labor se ha extendido a lo largo de los últimos años, organizando acciones coordinadas a nivel estatal y exponiendo ante la Comisión de Empleo e Igualdad sobre la precariedad que viven estas trabajadoras.

“El asociacionismo en España es bastante duro. Las condiciones sociales y laborales complican la organización. Las que seguimos es porque ya teníamos un bagaje de activistas desde nuestro país. El proceso de empoderamiento no es igual para todas. Es un sector que aglutina a unas 700 mil mujeres. Se calcula que un 98 por ciento de las que hacen ese trabajo doméstico son mujeres, y un 92 por ciento son extranjeras, contando las nacionalizadas. Es un trabajo aislado. Está una solita en una casa, con el perro, la lavadora, la cocina… cuando salen lo que quieren es distraerse, hablar con su familia. Muchas no quieren asociarse, porque lo relacionan con problemas. Algunas tienen miedo de salir a la calle y que la Policía les pida los papeles. Otras temen que, si les reclaman a los jefes, las despidan o no les hagan el tan deseado contrato laboral. Al menos, hemos conseguido que muchas logren quitarse la culpa de sentarse a descansar una hora al día para comer, como es su derecho. Antes, ni eso hacían. Donde más explotación se da es en las clases altas, la gente que puede pagarlo. Es tremendo”.

Luego de algunos años muy duros, el esfuerzo de Carolina, su compromiso personal y la proyección que ha conseguido con su militancia desde SEDOAC, de la que es Presidenta desde 2014, le han abierto puertas, en el ámbito laboral. Desde hace un año y medio, trabaja en el Ayuntamiento de Madrid, en temas de dinamización y participación ciudadana. También se ha desempeñado como asesora en una investigación sobre el impacto de la Ley en el empleo doméstico, realizada con la Universidad Complutense, SEDOAC y la Asociación “Los Molinos”.

Carolina reconoce que gran parte de la fuerza de su labor tiene sus raíces en toda la formación y militancia que realizó en El Salvador, defendiendo los derechos laborales de trabajadoras de  la maquila. Ese contexto, sumado a su propia experiencia personal y su proceso migratorio, han consolidado su compromiso de lucha social.

“Es una manera de conectar con mi país, manteniendo mis valores y mis compromisos. No me he perdido en el camino, aunque ha sido duro. Estuve como 7 años sin ir a mi país, porque no tenía para pagar mi boleto de avión, no veía a mi familia. Haber salido del trabajo doméstico para mí es una victoria personal. Espero poder viajar en Navidad este año, para poder estar con mi mamá y mi hermano. En todo este tiempo viviendo en España nunca había tenido la perspectiva de quedarme definitivamente, hasta hace un año. Ahora siento que mi trabajo puede ser muy útil aquí, con estas mujeres. Son latinoamericanas en su mayoría, pero también hay polacas, rumanas y españolas. El proyecto migratorio de cada una es diferente. Para muchas es duro ver que pasan los años y, cuando se dan cuenta, ya no son ni de aquí ni de allá… y sus hijos las reconocen sólo como meras proveedoras, se rompen los lazos familiares. Es grato para mí estar en una agrupación que se convierte en red, en familia. Sólo juntas podemos alzar nuestras voces y lograr los cambios que queremos, vivamos donde vivamos”, finaliza.

“Cuando generas impacto positivo, hasta el lenguaje te quieren copiar”

Por: Claudia Zavala

Quien habla, desde Vancouver, Canadá, es Ana Mabel Soto Castellanos. Una salvadoreña que tiene claro que una buena actitud ante la vida y la flexibilidad ante los cambios son una potente herramienta que le ha funcionado ante la adversidad.

Lo aprendió desde sus años como maestra, en Nueva Granada, un pequeño pueblo de Usulután, al oriente de su país. Nacida en Cabañas, vivía en San Miguel, desde donde se desplazaba todos los días para llegar a su lugar de trabajo: “Caminaba 4 kilómetros de ida y 4 de vuelta, hasta llegar a la carretera Panamericana y abordar el bus. Eran los años 80 y, por la guerra en El Salvador, las cosas eran bastantes difíciles en esa zona. El pueblito donde trabajaba estaba prácticamente tomado por la guerrilla. Muchas veces, había enfrentamientos y teníamos que quedarnos ahí, hasta que pasara. No había manera de comunicarle a la familia que no podíamos salir de ahí. Una señora nos daba posada y comida en su casa. También había paros de transporte y eso complicaba aún más todo”.

Ana Mabel cuenta que, en una visita que realizó a sus padres, conoció al hombre que, tiempo después se convertiría en su pareja. Él también era profesor y daba clases de Física y Matemática. Era 1986. El noviazgo coincidió con la resolución de los papeles para viajar a Canadá que su compañero había solicitado cuando la conoció: “Me incluyó en su documentación y nos casamos para poder viajar. Al poco tiempo, me quedé embarazada. Decidimos esperar a que nuestro hijo naciera para poder viajar. Partimos cuando nuestro primer hijo tenía 6 meses, el 8 de agosto de 1988”.

La familia llegó a un Vancouver demasiado moderno e imponente, comparado a lo que ellos estaban acostumbrados. “En las calles, veía gente de muchas razas y nacionalidades. Yo sentía como que estaba soñado… Llevaban vestimentas muy distintas a las nuestras, turbantes… Sentí tan raro al llegar. Yo apenas llevaba una pañalera colgada en el hombro, mi bebé en brazos y toda la ilusión del mundo por salir adelante”, recuerda.

El inglés básico que habían aprendido no les sirvió de nada. La comprensión, al principio, fue casi nula y la adaptación bastante complicada para la pareja. Dejando atrás sus profesiones como maestros, ella se empleó en la limpieza y como cuidadora de niños. Él cortaba fruta. Por las noches, se esforzaban en el aprendizaje del inglés que, poco a poco, se fue haciendo más comprensible y fluido en el hogar salvadoreño.

“Aún con todo lo difícil que fue,  yo comencé a echar raíces, desde el principio. A mi esposo le costó mucho más. No se terminaba de acoplar, ni con la llegada de 3 hijos más, 2 varones y una niña, con los que completamos 4 hijos. Él siempre decía ‘el otro año me voy’. Para mí no era fácil sentir que tenía que luchar por mi adaptación y la de mis hijos y, a la vez, saber que mi esposo no era feliz en Canadá, porque no terminaba de acoplarse, incluso pasados varios años”.

 Sin duda, la personalidad de Ana Mabel fue un plus para su integración social y cultural. Simpática y extrovertida, tuvo la fortuna de encontrar a personas que la ayudaron en las etapas más difíciles. “Al principio, trabajaba en day care, en pre school. Luego, una amiga me habló de la posibilidad de trabajar en escuelas con niños especiales. Me puse las pilas y tomé un curso de noche, para especializarme en esa área. Era duro trabajar durante todo el día y estudiar en la noche. Los sábados en la mañana también tenía clases. Con mi esposo nos repartíamos para cuidar a los niños. Criar a cuatro niños cuesta mucho y más cuando no tienes a tu familia contigo. Tuve la bendición de encontrar a una señora salvadoreña que me ayudaba a cuidarlos cuando nosotros no podíamos. Cuando terminé el curso, le dije a mi esposo que lo hiciera también él, que seguro le gustaría. También era una oportunidad de retomar su vocación de maestro. En ese entonces, él trabajaba en construcción y en un hospital de ancianos. Era un trabajo bien pesado para él. Se entusiasmó, hizo el curso, le gustó mucho el programa y ahora él también trabaja con niños especiales. Él en High school y yo en Elementary. Conectamos, nuevamente, con nuestro amor por la educación”.

Y aún con su conocimiento en el área educativa, Ana Mabel reconoce que las diferencias culturales entre Canadá y El Salvador se evidencian de manera explícita en la manera de educar a los hijos. “Recuerdo que cuando eran pequeños, mis niños me preguntaban por qué los padres canadienses eran más liberales y nosotros los queríamos cuidar tanto. Aquí en Canadá están criados de otra manera, no siempre hay autoridad de parte de los padres. Nosotros tenemos otra educación, otro patrón. En mi casa hay reglas diferentes. Tuvimos un poco de conflicto con ese contraste que nos tocó vivir. En la escuela donde trabajamos también lo notamos. El respeto está por encima de todo, no se les puede forzar a nada y eso está bien. Pero también pienso que, a veces, tienen acceso a demasiada permisividad cuando todavía no son maduros para decidir. No saben totalmente si lo que están haciendo es lo correcto. Tiene que haber un equilibrio. También hemos aprendido a ser mejores padres y mejores personas. Por ejemplo, nuestros hijos nos decían que no juzgáramos tanto a los demás. Con el tiempo, he aprendido a ser más abierta y flexible mentalmente”.

Esa flexibilidad ante la vida ha ido acompañada, a lo largo de todos estos años, por una actitud constante de aprendizaje. Hace 2 años, Ana Mabel aceptó la invitación para participar en unas clases de pintura que impartía una señora mexicana. “Yo me sentía vieja, pero dije voy a ir a probar. Y me encantó. Ahora, hago mis cuadros, me entretengo,  les regalo a mis amigos, he descubierto una nueva yo”. Su inclinación artística también abarca el mundo de las letras. Ella cuenta que, en sus momentos de tristeza y dificultad, comenzó a escribir poemas “a escondiditas, en diálogo con Dios” y, fruto de esa inspiración, está planeando la publicación de esos pensamientos en su primer libro de poemas.

El voluntariado en una iglesia, según comenta, ha constituido un puente de integración y de generación de comunidad. En la congregación recibe un apoyo espiritual importante y han logrado estructurar ayudas concretas para 3 obras distintas en El Salvador, especialmente destinadas a las personas ancianas.

El valor de su idioma materno lo refuerza en su propio lugar de trabajo, a través de un “spanish club” que ha creado con sus alumnos. “Les enseño salsa y el español a la vez. Los pongo a bailar y a cantar ‘El carbonero’. Tengo niños de Nicaragua, Guatemala, El Salvador y Canadá. Todos me dicen ‘¡Hola!’, cada vez que me ven”.

En su escuela no sólo es conocida por reivindicar el español, sino también por su presencia vital, alegre y siempre distinta a los demás. “Tengo el pelo rojo y me visto de colores. ¡Soy un lunar en la escuela! A mí me encanta ser  diferente, me encanta como soy. A mí me dicen: ‘Ana, arriba, arribaaa!’, con acento mexicano. Yo les digo: ‘No. Yo soy salvadoreña’. Aquí son bien ‘plain’ para vestirse, siempre de blanco, negro o  gris. Yo me pinto los labios y me pongo collares. Me parezco a la duquesa de Alba de España, jajaja!! En las mañanas me visto y digo ‘¡ahí voy!’ Jajaja! En la escuela están prohibidos los olores, los perfumes. ¿Pero y la gente que fuma, pues? A mí no me gusta y no dejan de fumar sólo por mí, así que yo uso siempre mi perfume.  Aquí llueve mucho, es medio deprimente. Los colores me alegran, las fragancias, me arreglo mucho y eso me ayuda a estar feliz”.

Después de 30 años de lucha y perseverancia, Ana Mabel se siente agradecida por todo lo que junto a su esposo ha consolidado. Sus hijos de 30, 26, 25 y 19 años, respectivamente, son su mayor orgullo y se han desarrollado con lo mejor de Canadá y El Salvador.  Los dos mayores  se independizaron y viven en pareja, pero los domingos mantienen la costumbre de reunirse todos a comer en casa y reforzar los lazos familiares.

Ana Mabel asegura que, con el paso de los años, su esposo también logró adaptarse y sentirse arraigado en su país de acogida. Y se jubila dentro de 2 años. A ella le quedan 5 años. El proyecto de la pareja es vender su casa de la ciudad, para irse a vivir al campo, criar animales y hacer vino artesanal, otra de sus grandes pasiones. “Quiero escribir, pintar, pasear. Vivir cada día que pasa, es un regalo de Dios. Estos años no han sido fáciles pero, si uno se sabe adaptar, sale adelante. Cuando vine a Canadá, me sentía tan insegura. Hacía muchas cosas por complacer a los demás, a mi esposo, a todos, pero yo no era feliz. Con el tiempo comprendí que el amor más importante es hacia uno mismo. Yo soy mi mejor amiga, mi mejor confidente, he aprendido a quererme. Cuando uno se ama y brilla, los demás ven ese destello y los atraes, te aman y te aceptan así, tal cual eres. Si alguna mujer está leyendo esto y no se siente amada, yo le digo que se vea al espejo todos los días y se diga que se ama. Que aprenda a poner límites. De verdad, funciona. Hay que sanar nuestra autoestima, para tener el triunfo que tanto añoramos. Recién venida, me daba pena hablar español. Me sentía inadaptada. Hoy más que nunca me siento orgullosa de mí misma y de mis raíces. En la escuela he descubierto que cuando das un impacto positivo con tu personalidad, presencia y tu actitud, ¡hasta el lenguaje te quieren copiar! Si yo me escondiera en un rincón y me mimetizara de gris, creo que nadie quisiera hablar español y aprender conmigo. Deberíamos alzar nuestra bandera y decir ‘esta soy yo’. Podemos dar mucho. Podemos hacer un gran cambio en nuestra sociedad de acogida”, finaliza.

“El trabajo creativo me ha ayudado a integrarme”

Por: Claudia Zavala

Cuando inicia su historia, no puede evitar emocionarse. Katia Marcos hace memoria de su proceso migratorio y lo comparte como una verdadera revolución emocional, no sólo por los cambios que enfrentó como emigrante, sino por el impacto que la muerte significó en su vida, al tiempo que se despedía de su país natal, El Salvador.

Retrocede a sus años de infancia, para compartir lo que realmente la marcó: “Yo nunca tuve como aspiración emigrar a Estados Unidos. Mi mamá emigró a este país cuando yo era bebé y me quedé a vivir en San Salvador con mi abuelita, que fue realmente quien me crió. Ella tenía un puesto en el mercado, se sacrificaba mucho por mí, quería que estudiara. Estuve en un internado, en el que por las mañanas tenía clases normales, y por la tarde recibía clases de corte y confección, pastelería y  cosas creativas, para que aprovechara mejor mi tiempo. Aunque no tenía a mi mamá conmigo, yo me sentía muy amada y protegida por mi abuela”.

En uno de los encuentros que ella tuvo con su madre, sucedió algo especial. Era agosto de 2012 y Katia ya era una joven de 21 años. Se encontraron en un hotel de Guatemala, para compartir con la nueva familia que su madre había creado en Estados Unidos. Curiosamente, hubo un “click” particular con un muchacho cercano a esa nueva familia. Luego de compartir  esas vacaciones agostinas, el interés de él continuó al punto que buscó a Katia en Facebook, para ver si podía contactarla y continuar conociéndola. Así empezó una relación que, después de un año, se consolidó en un noviazgo a distancia. Él vivía en California y acababa de mudarse a Texas. Vía telefónica, le compartía a Katia sus miedos, incertidumbres, sueños y proyecto de vida. También la abuela era receptora de esos planes y, pese a que había gente que no veía bien la relación, Katia recibió el apoyo de ella para que escuchara a su corazón y tomara la decisión sentimental que considerara más oportuna.

Estudiante de Diseño Gráfico en la Universidad don Bosco, coronó su carrera y, de inmediato, dio rienda suelta a su creatividad y espíritu emprendedor. Fundó una tienda de productos personalizados llamada “Bella Dona”. Y, en menos de un año, logró generar suficientes ingresos que le permitirían abrir su propio local, ubicado en una buena zona de la capital. Sin embargo, una excelente propuesta laboral la frenó en ese paso y decidió apostar por trabajar en la empresa, para consolidar aún más su experiencia laboral  y puso en paréntesis el desarrollo de su tienda. Mientras tanto, su relación de noviazgo llegó a formalizarse a tal punto que la pareja se casó, el 1 de marzo de 2014. Entonces, Katia y su marido iniciaron los trámites migratorios, para que ella pudiera viajar a Estados Unidos y, por fin, vivir junto a él.

Sin embargo, hubo otra situación que determinó la etapa que estaría a punto de vivir: “Mi abuela siempre tuvo problemas de salud. Tenía gota, colesterol alto, diabetes y otras complicaciones. Recuerdo que el 1 de noviembre de 2015, salimos a hacer varios mandados. Yo la veía cansada, agitada, bien agotada, pero ella no se quejaba. Fuimos al McDonald de El Salvador del Mundo, porque a ella le encantaban las papas hash brown. Tengo presente su imagen comiéndose las papas, toda contenta. Regresamos a casa y ella seguía cansada, pero aún así decidió acompañar a una tía a la procesión de los farolitos. A las pocas horas de haberse ido, me llamaron por teléfono, para decirme que se había desvanecido en la calle. Y que ya estaba muerta. ¡Entré en shock! Comencé a gritar: ‘¡Se me murió, se me murió!!’. Toda mi vida se detuvo en ese momento. Me tuvieron que sedar, porque estaba realmente mal. Lo fuerte es que justo en esos días llegó mi visado. Una semana después, el 8 de noviembre de 2015, viajé a Estados Unidos para empezar una nueva vida, sintiéndome rota y profundamente triste”.

Con semejante duelo emocional, la adaptación de Katia en Texas, fue durísima: “Al principio, no absorbía nada de información. Veía la ciudad, las casas, las autopistas… ¡todo tan grande! y yo me sentía bien pequeña. Mi esposo me compró un carro y no me daban ganas de manejarlo, no me motivaba nada. Tengo esa imagen de mis primeros días, con la sensación del viento en mi cara, frente al freeway, viendo pasar los carros. Mi papá y una tía muy querida que se quedaron en El Salvador, hablaban conmigo y yo nunca les demostré mi tristeza. Les decía que estaba bien, para que no se preocuparan.  Mi vida los primeros meses era ir de nuestra casa a la iglesia, los domingos. Nada más. No tenía amigos. No hablaba con nadie. Creo que eso hizo que mi duelo fuera tan largo y doloroso. Mi esposo me veía triste e intentaba hacer todo para que estuviera mejor”.

Pese a ese túnel negro en el que estaba, su vocación y talento creativo afloraron con fuerza. Continuó haciendo algunos trabajos online para El Salvador y, decidida a empezar de nuevo,  fundó su empresa “Kreative KD”, con la ayuda de su marido, que le compró una computadora, impresora, silla y escritorio. Ofrecía diseños de invitaciones y logotipos, entre otros servicios. Lo demás fue su propia capacidad para demostrar su valía y atraer a los primeros clientes que provenían de la red de iglesias de su comunidad. Ellos la fueron recomendando hasta hacer crecer la cartera de clientes que a día de hoy ha logrado consolidar. Al poco tiempo, también puso sus productos en la tienda virtual Etsy y desarrolló su página web: https://www.iamkreativekd.com/

Paralelo a su esfuerzo laboral, Katia dio la bienvenida a la maternidad. Dio a luz a su primogénito, en enero de 2017.

La falta del dominio del inglés fue otro elemento que dificultó la integración de Katia, en su etapa migratoria inicial. “En El Salvador era una buena estudiante de inglés. Pero, cuando llegué aquí, ¡no me servía de nada! Aquí es menos formal la manera en la que se habla. Me perdía, me sentía intimidada. Entendía, pero no me atrevía a contestar. Le decía a mi esposo que contestara por mí. Hasta que un día, él me dijo: ‘yo sé que entiendes y te tienes que esforzar por hablarlo. No voy a traducirte más, porque eso realmente no te está ayudando a avanzar’. Aunque vivo en una ciudad mayoritariamente latina -hay muchos mexicanos-, tuve la dicha de encontrarme estadounidenses que, cuando me veían intentando hablar en su idioma, me decían: ‘keep going, keep going!’. Eso me impulsó mucho y ahora siento que hasta pienso en inglés, jajaja! No he sentido lo mismo con algunos compatriotas, por ejemplo. Y eso es algo que no entiendo por qué lo tenemos. En una reunión yo dije la palabra ‘chivo’ y una señora salvadoreña me dijo que por qué me había traído el rancho de mi país, que ya no hablara así. Yo veo que un mexicano, mantiene su acento y sus palabras, un dominicano, un guatemalteco igual… ¿por qué yo no puedo mantener mis raíces y una persona salvadoreña me tiene que hacer burla por cómo hablo? No quiero perder mi identidad. Así hablo yo. Así soy yo”.

Más asentada y confiada, la proyección empresarial de Katia va en aumento. Su próximo paso es posicionar sus productos decorativos artesanales, para introducir en tiendas locales. Su negocio ya recibe solicitudes de estudiantes de diseño, para hacer pasantías con ella. Y en un máximo de 3 años, tiene la meta de montar su propia boutique de diseño física. También desea ampliar la familia, en poco tiempo.

“Yo crecí sola y no quiero eso para mi niño. Quiero, al menos, tener tres hijos. La vida aquí es acelerada, es verdad, y no hay familiaridad con los vecinos. Uno se consume mucho con este ritmo y no se crea un vínculo tan fácil. Yo llevo 3 años en esta casa y apenas ahora comienzo a decir hola a los vecinos. Pero creo que si uno mantiene su esencia y se abre a la gente, puede romper esas barreras y construir una mejor relación con la gente. Ahora también tengo la oportunidad de servir y ayudar desde el Ministerio ‘Dádivas’, en mi iglesia. Eso me ha transformado mucho. Y me ha hecho darme cuenta lo útil que puedo ser para nuestra comunidad latina. Cada vez tengo más claro que para que todo avance, tenemos que atrevernos a dar el paso. El cambio está en uno mismo”, finaliza.