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De vulnerabilidades y premios literarios

¡Hola, a todas! Después de un buen tiempo, retomo la escritura desde este espacio de “Diáspora azul”, el blog original de nuestra comunidad de mujeres inmigrantes. En este escenario donde, hace seis años, comenzaron a compartirse historias, en su gran mayoría de compatriotas salvadoreñas, para poner en valor los desafíos personales a los que se enfrenta una persona, a lo largo de su proceso migratorio.

Muchas saben que he seguido compartiendo interesantes perfiles, desde hace un año, en formato podcast, para que el espíritu de inspiración y desafío personal siga latente, tal y como se evidencia en historias tan impactantes como esta de Delmi Galeano: ????”Las madres que emigramos pagamos el costo más duro de la separación” – YouTube

Algunas también saben que fue desde “Diáspora azul” que surgió la idea de desarrollar una propuesta cultural, para promover y divulgar nuestras raíces culturales salvadoreñas, que se llama “Colección Coloreye”.  De momento, con “Coloreye”, “Juegos infantiles salvadoreños” y la “Pipiri Juani”, los productos didácticos que conforman la Colección, y sus respectivas guías didácticas y talleres educativos, estoy dando rienda suelta a un proceso creativo que inició de forma muy particular y que nunca he compartido.

Hasta hoy.

Llevaba unos 10 años viviendo ya en España -llegué a este país en octubre de 2005, para estudiar un Máster- y, poco a poco, se desencadenaron decisiones académicas, laborales y personales, que fueron hilvanando la inesperada madeja de mi proceso migratorio.

Mi visión lejana sobre la maternidad había cambiado en todos esos años y pensaba que ya había llegado el momento de abrirme a la vida. Pasar a otra etapa en la que tus sueños y objetivos ya no están centrados sólo en ti o en tu pareja. Nuestra sorpresa fue que, a pesar de que los “estudios científicos” decían que éramos un matrimonio apto para ser padres, el tan esperado embarazo nunca llegaba. Era extraño. Deseaba ser madre, pero, de alguna manera, mi propio cuerpo lo estaba bloqueando. Podía listar algunos motivos bastante evidentes, relacionados con mi historia familiar, pero, en el fondo, sabía que tenía que enfrentar mi propio camino personal para comprender lo que, de verdad, estaba ocurriendo.

Inicié un par de procesos terapéuticos que me ayudaron a profundizar, descubrir y aceptar vivencias y heridas que aún debían sanar. Evidencié que mi manera de compensar esas carencias y dolores primarios, durante muchos años, había sido siempre el trabajar y estudiar mucho. Y, a esas alturas, me sentía cansada.

Mi médico me recomendó iniciar un tratamiento de fertilidad que, por mis condiciones biológicas y las de mi marido, tenía altas probabilidades de funcionar “a la primera”. No fue así. Tuvimos que hacer tres intentos, hasta que el ansiado “positivo” llegó, justo el día de mi cumpleaños, un 23 de noviembre. Ese año en que me convertí en madre, habían pasado sólo unos meses de la muerte de mi mamá, a mi hermana le detectaron cáncer y estaba por morir mi abuela. Todo eso formó parte de una intensa revolución emocional, como se imaginarán.

¿Y por qué les cuento esto? Por dos motivos.

El primero es porque, justo el día en que fui a una de las pruebas de mi último ciclo de tratamiento, vi en la sala de espera del hospital un cartel, anunciando el IX Premio Literario de la Associació José Luis Sampedro per a la Salut i la Cultura del Hospital Universitari i Politècnic La Fe, lugar donde estaba siendo atendida.

Tenía años, décadas, de no escribir desde el corazón. Aunque era un concurso menor, acotado a los pacientes y visitantes del hospital, sentí una punzada extraña en el estómago, una punzada física, real, que insistía en remover ese “tapón emocional” en mi manera de comunicar todo lo que estaba sintiendo en esa etapa de mi vida. Un proceso que, hasta entonces, no había hablado con nadie de mi familia y amigos más cercanos. Además, las horas de espera en el hospital, casi siempre, eran largas, agotadoras y aburridas. Y siempre llevo un libro y una libreta en mi bolso. En ese mismo momento, decidí empezar a escribir, de manera aleatoria, parte de las anécdotas reales de las que había sido testigo , a lo largo de mi periplo médico hacia la maternidad. Las estructuré en casa. Y, en mi siguiente cita, dejé el relato impreso en un sobre, en la biblioteca del hospital, en el buzón sugerido en las indicaciones del cartel del concurso.

Varias semanas después, mientras cocinaba, sonó mi teléfono. Era Pepa Salavert, presidenta de la Asociación organizadora del concurso, para invitarme a la entrega de premios, esa misma semana. Yo le agradecí y despedí la llamada, honestamente, con cierto desgano. Ese día de la premiación pensaba tomarme un café con una excompañera de trabajo que hacía tiempo no veía. Creo que Pepa notó mi falta de interés. Y, a los dos minutos, volvió a llamar.

– Claudia, no debería de decírtelo, porque anunciamos al ganador hasta ese día, pero, por favor, no vayas a faltar. Has ganado el primer lugar.

Me quedé muda. Y fui, claro.

A partir de esa experiencia, se activó en mí una pulsión de vida muy intensa. Y la necesidad de enfocarme en proyectos que se tejieran con mi esencia real y no desde el “avatar compensatorio” que había creado, por pura supervivencia, a lo largo de muchos años. Me di mucha ternura, por mi manera de aferrarme a la vida y sobreponerme a experiencias difíciles. Abracé a esa Claudia “tan fuerte”, le agradecí, pero le dije que ya era el momento de soltar el “modo lucha” ante la vida y “florecer” desde otro lugar menos combativo. Que iba a estar a salvo así también.

Empecé una búsqueda personal de reconexión vital que no apareció tan fácilmente. Pasaron todavía tres años más de arduo trabajo académico, en un instituto de investigación, desde ese “avatar compensatorio”, trabajando con 40 científicos de 11 países distintos, con quienes tuve grandes experiencias profesionales y un increíble aprendizaje de vida. Hasta que llegaron “Diáspora azul” y “Colección Coloreye”.

Por eso, cuando veo a ese “simple” libro para colorear nuestras palabras autóctonas salvadoreñas, se me activan todos los resortes emocionales que se “desbloquearon” en esa experiencia creativa de exponerme a escribir, en esa pequeña sala de espera de hospital. De compartir en carne viva esa experiencia de la que pocas veces se habla: la infertilidad. Ponerle palabras a lo que sentía inauguró una etapa aún más fértil, en cuanto a propósito de vida.

Y el segundo motivo por el que les cuento todo esto es, quizá, el más importante. Tiene que ver con los detalles no contados en las historias de “Diáspora azul”. Aunque el sentido del blog y ahora podcast es inspirar a otras personas que se están desafiando en su proceso migratorio, para ayudarles a superar la adversidad que conlleva estar en un país distinto al suyo, en las entrevistas con estas mujeres, muchas veces, surge algo que llama poderosamente mi atención. Rara vez no ha aparecido un “eso, por favor, no lo incluyas, puede hacerle daño a mi hijo”… o “esa parte nadie de mi familia la sabe, no sé cómo la podemos poner”… o “aunque ya pasaron muchos años, me da miedo que aten cabos y sepan realmente lo que pasó”… Es decir, aunque las mujeres ponemos en valor nuestro esfuerzo y lo mucho que podemos llegar a conseguir, siempre, en esa dinámica, nos sentimos responsables de “cuidar la narrativa” de nuestra lucha. PARA QUE OTROS NO SE SIENTAN MAL.

Y eso me parece profundamente duro, pues implica sostener una historia, desde el silencio y el sacrificio, que no siempre nos compensa. Y que, con el paso de los años, nos damos cuenta que es terriblemente injusta. El verdadero músculo de esas luchas está en el silencio. En esos matices que se niegan a contar, incluso abordando sus vidas desde una mirada generosa.

Y me parece importante escribir también esas historias.

Ya empecé, de hecho. Les dije que llevo una libreta siempre en el bolso. Tengo varias de esas historias en papel; muchas tendrán que ser ficcionadas, para proteger a sus protagonistas. Y seguir protegiendo esas “otras vidas” de las que las protagonistas se sienten responsables. Lo que importa es que esas anécdotas, silenciadas para cuidar la psique de otros, puedan salir de esa cajita de represión, para salir al mundo y sanar otras posibles vidas que, al leerlas, conectarán con la esperanza de un nuevo inicio. De una nueva pulsión de vida. Como me sucedió a mí, con la llegada de mi hijo Aitor, en agosto de 2016, y con el permiso que me di a mí misma para sacar a la luz todo lo que de verdad se removió en mi vientre.

Por eso, hoy, decidí empezar con mi historia. Con esto que, durante años, callé, pero que ahora comparto, por si a alguien le encaja en el rompecabezas desordenado y doloroso de su vida actual. El orden llega. La paz, también.

 

 

Esta soy yo, el día de la premiación, junto a Blai Signes, ganador del Primer Lugar, en lengua valenciana. Y aquí les dejo el texto completo de mi relato ganador 🙂

IX Premio Literario del Hospital Universitari i Politècnic La Fe (Valencia, 2015)

Modalidad: Narrativa, relato corto. 

PRIMER LUGAR (castellano)

Título de la obra: “FASE CERO”. Autora: Claudia Zavala 

Esa mañana de julio es especialmente calurosa. Pese a la evidencia clara del verano, la sala de espera del área de Reproducción Asistida del hospital está desbordada. El deseo de ser madre no se va de vacaciones. Sudorosas, desesperadas, nerviosas, agotadas de esperar, decenas de mujeres observan con atención la pantalla donde se muestran los nombres y la sala a la que les corresponderá ingresar. Algunas se abrazan a sus maridos y descansan en su pecho; otras que han acudido solas leen, miran sus móviles o revisan la hoja de tratamiento que les pedirán al entrar a consulta. Sus rostros revelan el impacto físico y emocional que el tratamiento hormonal para conseguir un embarazo conlleva. A veces, la maternidad se convierte en un verdadero desafío para algunas parejas. Un desafío que debe batallarse, muchas veces, desde el silencio y el pudor social. Porque de estos temas “no se habla”. Incluso ahí, en esa sala en la que ya se sabe a lo que se va, la mayoría opta por no cruzar sus miradas, por evitar algún atisbo de conexión y empatía que pueda ser el preámbulo de una conversación. Pocas son las que se atreven a conversar, a regalar una sonrisa. Se trata, casi siempre, de las mujeres que llevan más de un intento fallido. O dos. O tres. Con esto nunca se sabe… Son las que perseveran como guerreras ante el dolor y la desilusión de resultados negativos. Las que luchan cada día por mantener la fe.

-¿Vienes a ecografía?

– Sí, bueno… me he hecho la analítica esta mañana. Medirán el nivel de estradiol y harán ecografía, para ver cómo vamos avanzando. A ver si esta vez tengo suerte y ovulo con normalidad. En la primera FIV tuve una hiperestimulación y me suspendieron el tratamiento. ¿Es tu primera vez?

– De FIV, sí, pero ya me hice cuatro inseminaciones antes. A ver qué tal…

– Tú, tranquila, ten fe, ya verás que todo saldrá bien.

Y una mirada fraterna surge, fugazmente, durante medio segundo quizá, pero surge. Ellas se alientan y se apoyan con la boca pequeña. Saben que las probabilidades de éxito disminuyen con los años. Saben que, por muy bien que vaya todo, hay una parte que ninguna eminencia médica puede controlar. Saben que en el desarrollo natural de un embarazo pueden existir giros inesperados. Pero también saben, y a eso se aferran, que la vida se abre paso por encima de cualquier adversidad.  Y eso es maravilloso.

– Teratoma. Se llama teratoma.

– ¿Tera… qué? ¡Jamás en la vida lo había escuchado!

– Es una especie de tumor enorme y feo que se te hace ahí adentro. Yo ni sabía que lo tenía. No presenté nunca síntomas. Hasta que un día fui a urgencias, porque me dolía mucho el lado derecho y pensaba que era el apéndice o algo así. Cuando me revisaron, vieron que, al otro extremo, al lado izquierdo, tenía un bulto con el tamaño de un embarazo de 5 meses. Eso me empujaba y me provocaba el dolor. Yo siempre he sido gordita, con caderas anchas, no se me notaba nada raro físicamente.

– Menos mal que te lo identificaron y lo sacaron sin problema.

– Sí, porque hubiera seguido creciendo. Me lo enseñaron después de la operación: Tenía pelos y dientes. “Teratoma” viene de “tera” (monstruo) y “toma” (tumor). Lo leí en Google. Chungo, tía, muy chungo…

Quien habla es una andaluza con un tono de voz bastante alto. Conversa con la chica de al lado, pero toda la sala está atónita con su relato. Risueña, rubia, cercana, su minifalda vaquera deja ver unas piernas voluptuosas que no paran de moverse. Está nerviosa: “Quiero ‘fumá’, no puedo ‘má’. Mi doctora dice que es más fácil que se quede ‘preñá’ una mujer que fuma, pero no una mujer ansiosa”. Decidida y con golpe de melena, se retira con un cigarro y un mechero en la mano. La muchacha de al lado se queda visiblemente preocupada por si salta su número en la pantalla y pierde el turno, durante su ausencia. Se le ve padeciendo: “Tanto tiempo de espera para que pierdan el turno por un cigarro”, dice.

La administrativa que está en el mostrador es una señora de unos 60 años, amable, educada y con el carácter necesario para organizar todo en una consulta que conlleva lidiar con muchas parejas al límite de los nervios, agotadas, molestas, incluso deprimidas. En su manera de hablar y explicar cada cosa se reflejan los años de experiencia y el gusto que tiene por su trabajo. A su lado está una chica joven, de unos 25 años, que está siendo entrenada por ella para cubrir las vacaciones veraniegas.

– Antes de dar cita, tienes que preguntar de qué grupo son: rojo, azul o amarillo.

-Mira qué bien, va por colores…

– Cuando te digan lo que necesitan, le das click al color, le das F5, buscas en este calendario y miras para cuándo hay disponibilidad.

– Guay.

– Luego, adjudicas al médico que tenga hueco y pones con iniciales lo que se hará. Para las analíticas no sale horario, así que tienes que ponerlas como urgencia, imprimes el volante y les dices que acudan a las 8:30 a extracción de sangre

– Tempranito…

– ¿Quieres dejar de masticar chicle?

Una mujer árabe, que aparenta unos 35 años de edad, se acerca al mostrador a hacer una consulta. Todos en la sala la miran. Su velo y vestimenta larga dejan muy poca piel al descubierto. Una señora mayor que acompaña a su hija, la mira de pie a cabeza y se abanica con mucha fuerza, sin disimulo: “¡Qué barbaridad!”, dice, resoplando.

Con el mejor de sus intentos, la administrativa de mayor edad le explica que debe validar la cita con su tarjeta SIP en la máquina, fijarse en el número de su sala y luego sentarse a esperar a que salga su nombre en la pantalla. Ella le entiende con dificultad. Es necesaria una segunda explicación, esta vez, con señas. El hombre que la acompaña, probablemente su marido, la toma del brazo y la guía hasta la máquina más cercana. Ella vuelve a los pocos minutos y se queda esperando de pie, apoyada en una columna cerca de la puerta. Sus ojos son enormes. Negros, profundos e intensos. Sabe que la observan y agacha la cabeza. Lee una especie de boletín de colores llamativos.

– No entiendo cómo aguantan esa ropa con este calor, dice la señora del abanico, moviendo el brazo con más velocidad.

– Sshhh… baja la voz, mamá. Es su cultura.

– Sí, claro, su cultura… Yo a él lo veo bien cómodo y fresquito, ¿qué cultura va a ser esa?, murmura.

– No empieces… ¡Levántate, que ya nos toca!

Algo pasa con el orden en que están llamando a las consultas. Una chica se levanta rápidamente, diciendo que llegó media hora antes que la señora del abanico y su hija. Que no es posible que las llamen antes si ella está citada más temprano. La chica que estaba al lado de la andaluza del teratoma también protesta y dice que ella, incluso, llegó más temprano que todas. A su vez, la andaluza pide que le aclaren cuánto tiempo más deberá esperar y si creen que le da tiempo para bajar y fumar otro cigarro.

-¡Vamos a ver, señoras!!! ¡Calma, calmaaa!!!, dice la administrativa mayor, intentando poner orden. Si todas tienen cita, todas serán atendidas. En verano hay médicos de vacaciones y es normal que tarden más, por la saturación que tienen. Les pido que tengan paciencia, por favor. ¡Colaboren un poco!, remata.

Por fin, veo mi nombre en la pantalla. Después de una hora y cuarto sentada, apenas he avanzado dos páginas en mi libro. Lo guardo en el bolso y avanzo hasta la sala que me corresponde. Atrás, dejo los murmullos de las quejas que no paran. Entro a mi consulta. Saludo al médico. Me indica que me prepare y pase al sillón de ecografías. Me tumbo. Espero. Respiro…

Durante el proceso de estimulación hormonal, las ecografías sirven para confirmar si la ovulación se está dando de la forma esperada. La prueba se complementa con los resultados de una analítica previa que mide los niveles de estradiol en la sangre. Si el médico considera que ya hay un buen número de óvulos para extraer, confirma la cita para la “punción de óvulos”, una intervención que se hace en el quirófano y necesita anestesia. Si no, recomienda más días de estimulación hormonal (pinchazos, alrededor del ombligo), hasta obtener la mayor cantidad de óvulos posible, sin llegar a hiperestimular. Los óvulos de mejor calidad serán fecundados en el laboratorio con el esperma de la pareja (o del donante, si es el caso) para formar embriones y, si esos embriones evolucionan bien, uno o dos serán introducidos en el útero,  en la fase llamada “transferencia”. Quince días después, se hace la prueba de embarazo, para saber si el resultado es positivo.

Pienso en la complejidad de la concepción y en cómo, a mi pesar, en poco tiempo me he llegado a informar tanto sobre estos temas, cuando a mi alrededor todas las mujeres parecían quedarse embarazadas fácilmente. Mientras mira mi útero y ovarios, a través de las imágenes del ecógrafo, el médico le dicta a una residente en prácticas que teclea en el ordenador lo que ve:

– Uno de 15, dos pequeños de 11, dos rojos de 20, otro de 22, el otro quiste sigue ahí, sin problema, no se cuenta… En total, seis en el ovario derecho, sumando los cuatro del izquierdo que teníamos hace tres días, estamos listos. “Haremos la punción en dos días”, me confirma.

– Ok, perfecto.

– Pide cita afuera para punción. ¿Ya tienes tus pruebas listas y has pasado con el anestesiólogo para quirófano, ¿verdad?

– Sí, eso lo hice hace tres días. Ya entregué mis pruebas y me dijeron que todo estaba bien.

– De acuerdo. Suerte y que vaya todo bien.

Salgo con mi volante en mano para pedir cita y veo el reloj en mi móvil: doce minutos de consulta. Siempre tengo la sensación de que todo mundo tarda mucho en el médico, menos yo. Lo mío es un entrar y salir, después de, al menos, una hora de espera. Abro la puerta del pasillo hacia la sala de espera y me pongo en la cola para pedir cita. Avanzan rápido. Me atienden bien. La muchacha joven ya no mastica chicle y ha entendido cómo funciona el sistema informático. Cuando estoy a punto de terminar mi periplo, sale de otra consulta la chica que se sentaba al lado de la andaluza fumadora. Está llorando. Su rostro profundamente triste y sin esperanza realmente me conmueve. Está sola y se limpia las lágrimas con disimulo, mientras se despide sutilmente girando la cabeza, como diciendo “esta vez no ha podido ser”. Con una débil sonrisa, suelta casi en un susurro: “suerte, chicas”.

La andaluza regresa de fumar otro cigarro y se la topa en la puerta. La abraza. También llora. La sala se queda en un silencio muy pesado. Otra vez, las cabezas agachadas…

Cojo el volante de la cita para dentro de dos días y avanzo hacia el pasillo donde está el ascensor. Justo al lado, están las salas de espera de Ginecología y Pediatría. Veo mujeres embarazadísimas, sentadas en posturas extrañas, quejándose del peso del bebé y lo incómodo que resulta dormir y caminar. Continúo y oigo el llanto de bebés recién nacidos, arrullados por padres ojerosos y abatidos por la desesperación de sus criaturas. Siento un ligero espasmo en el estómago al pensar que lo que estoy viviendo en este momento es apenas una “fase cero”, tan preliminar e impredescible, a la que aún le espera una montaña rusa de emociones y experiencias en el camino de la maternidad. Subo al ascensor en el que, excepcionalmente, estoy sola. Me veo en el espejo y me descubro los lagrimales húmedos y brillantes. Quiero que esos tres pisos sean una eternidad para respirar y aliviarme un poco.

Bajo, atravieso todo el pasillo de la entrada principal, cojo el periódico del hospital, esquivo al señor de la lotería y ya estoy en la calle. Pienso en la cantidad de historias y sentimientos que hay detrás de cada rostro de las personas que visitan un hospital: alegrías por nacimientos, llantos por muertes, miedo e incertidumbre por enfermedad… Corazones que agradecen o maldicen, que confían con devoción absoluta o que escupen con fuego la poca fe que les queda. En definitiva, historias silenciosas que condensan la intensidad de la vida, en unas cuantas torres de cemento.

 

 

 

“’SalviYorkers’ ha removido mucho más de lo que yo esperaba”

Por: Claudia Zavala

Carmen Molina-Tamacas, periodista y antropóloga salvadoreña, residente en Brooklyn, Nueva York, comparte con entusiasmo su más reciente proyecto editorial: “SalviYorkers”, un libro que, según la autora, aspira a ser “un punto de partida para que las nuevas y futuras generaciones transnacionales cuestionen de dónde vienen y construyan puentes basados en el diálogo y la comprensión”. La estructura y el contenido de esta publicación, según explica, se fue gestando en paralelo al proceso migratorio personal que ha ido viviendo, desde que llegó a la Gran Manzana, en junio de 2011, junto a su pequeña hija.

“Tomé la decisión de emigrar, junto a mi esposo. Él es de origen salvadoreño, pero nacido en Estados Unidos. Había vivido en El Salvador un tiempo, para ayudar a su mamá en un negocio. Pero, al quedarse sin trabajo, ya no surgieron buenas oportunidades para él en nuestro país. Teníamos ya una niña pequeña que mantener y decidimos apostar por un cambio. Aunque cuando llegué traía un contrato como corresponsal de El Diario de Hoy, me sentía totalmente desubicada, aislada. La mayoría de salvadoreños reside en Long Island, a hora y media en tren, desde Brooklyn. Rentar un carro para llegar me costaba unos 75 dólares y por la nota me pagaban 75. Así que no compensaba. Pero aún así me tuve que mover para hacer varias historias, hasta que una periodista texano-mexicana Michelle García, que había conocido en El Salvador, me conectó con Erika González, directora de El Diario de Nueva York y con Miguel Ramírez, un importante líder y activista salvadoreño que ha trabajado el tema de inmigración y Derechos Humanos, desde la alcaldía de Nueva York. Ahí ya más o menos comencé a tejer una red de contactos, pero no fue fácil”.

Los años de experiencia en diversos medios periodísticos salvadoreños y su permiso para trabajar legalmente fueron su punto de partida para ser aceptada como freelance en El Diario de Nueva York, en el año 2012. Al poco tiempo, el periódico fue comprado por un medio de comunicación más grande, hubo un recorte de personal y un cambio en la Dirección Ejecutiva. Carmen se quedó desempleada y embarazada de su segundo hijo. Esta vez, fue Yurina Espino, periodista salvadoreña que trabajaba en “La Opinión”, de Los Ángeles, quien la volvió a conectar con el medio. En esa segunda fase y siempre como freelance, a Carmen le fueron asignadas las temáticas de educación, salud, inmigración y suplementos especiales. “Nueva York es una ciudad dura. Nadie te espera con trabajo. Además, nosotros estábamos solos, sin familia cercana. Es muy entrópico, un gran relajo, intentar equilibrar la maternidad con este tipo de trabajo. Incluso para mi esposo, que nació y estudió aquí, fue difícil incorporarse al mercado laboral y estabilizarse”.

Después de una etapa larga como freelance, en 2016, pudo incorporarse a “The Weather Chanel” en español, a tiempo completo. Carmen reconoce que, aunque no ha sido fácil para ella abrirse un hueco en su oficio en una ciudad y un mercado laboral como Nueva York, su experiencia es menos compleja que la que vive la mayoría de personas inmigrantes que llegan a Estados Unidos. Muchos de ellos con una carrera o una buena experiencia profesional, pero que se ven obligados a incorporarse en sectores duros de trabajo como la limpieza y los servicios, en horarios intempestivos y con un clima adverso, porque no encuentran oportunidades o porque no tienen sus documentos migratorios en regla. “Siempre digo que es una fortuna trabajar como periodista. Siendo inmigrante, con la edad que tengo y criando hijos pequeños sin ayuda familiar, no es fácil adaptarte a los horarios de trabajo, al agotamiento de transportarte de un lugar a otro y a soportar el frío de Nueva York. Soy realmente una privilegiada”.

A medida que Carmen desarrollaba sus notas y artículos, y con una mayor carga familiar, al convertirse en madre por segunda vez, evidenciaba el vacío de información y documentación sobre la diáspora salvadoreña en Nueva York. Diversas experiencias, como conocer a Katia Andrade, la “matriarca” de los salvadoreños en la ciudad y su impresionante activismo en los años 50 y 60, significaron un descubrimiento sin precedentes y despertaron en Carmen la necesidad de archivar formalmente su trabajo y plasmarlo en una publicación que pudiese trascender las publicaciones digitales que hacía de manera puntual. Finalmente, el sueño de publicar su libro tomó realmente forma al definir la colaboración con su editor José Fernández Pequeño, un escritor cubano-dominicano residente en Miami.

“El libro es la recopilación de todas estas notas construidas en medio del caos de mi maternidad y de mi proceso migratorio personal. Ha sido el embarazo más largo que he tenido. Mi marido siempre me apoyó. En la última etapa, en el verano de 2019, los niños se fueron a Florida de vacaciones, para que yo pudiera cerrar el manuscrito. Durante dos años, tenía pensado un par de títulos muy ‘periodísticos’ para el libro. En navidad de ese año, cuando ya habíamos cerrado el texto, diseño y maquetación, yo estaba creando los perfiles del libro en redes sociales y tomé el hashtag ‘salviYorkers’ para promocionarlo, por los dos gentilicios que se unen, por la ciudad y porque a los salvadoreños en Estados Unidos, nos dicen ‘salvis’. Entonces, mi esposo me dijo: ‘Carmen, el libro tiene que llamarse ‘SalviYorkers’. ¡Casi me dio ataque, sólo de pensarlo! Yo había propuesto títulos más ‘periodísticos’, por mi propio sesgo profesional. Pero entendí que tenía razón. Le doy todo el crédito. Él es un ‘nerd’ de internet, es creador de productos tecnológicos en la red, sabe lo que funciona. Diseñó la portada del libro y compró la fuente tipográfica de la revista ‘The New Yorker’ para poder usarla. Ahora realmente pienso que yo cociné al niño, lo llevé en la panza y él le puso el nombre… tal y como pasa con los hijos, que uno los pare y el papá va al registro a ponerle el nombre y apellido. También he recibido el apoyo de otros compañeros periodistas. Ha sido un trabajo con un gran nivel intelectual y un esfuerzo personal importante. Hacía mis escritos y revisiones en el tren, de ida y vuelta al trabajo. Mi editor es muy exigente. Espero que él también pueda editar la versión en inglés. Vamos a contratar a una traductora para eso. Son más de 55 mil palabras de texto, en 290 páginas”.

Carmen explica que el libro, que puede adquirirse por Amazon y en envíos especiales que se hacen a El Salvador, está dividido en tres partes. La primera parte es un ensayo histórico periodístico que contextualiza la inmigración en Nueva York, el desarrollo de la comunidad hispana en la ciudad y la expansión de los salvadoreños en Long Island. La segunda, incluye biografías cortas de salvadoreños destacados en diversas ramas del arte (literatura, cine, teatro, música), academia, medicina, entre otras. La tercera parte es una línea del tiempo que abarca noventa años, a partir de la llegada a Brooklyn de una familia ítalo-salvadoreña, en 1929, hasta llegar a la historia de una familia indocumentada en la era de Trump, donde una de sus integrantes llegó en enero de 2019, tras unirse a una de las caravanas de inmigrantes.

Enfocada en la promoción de su libro, dice sentirse sorprendida por la acogida que ha recibido, sobre todo, de parte de la comunidad salvadoreña residente en Estados Unidos y por el papel tan importante de las redes sociales para movilizar su obra. “Hasta ahora estoy cayendo en la cuenta de muchas cosas, del compromiso que escribir estas historias representa, de cómo la gente se espeja en las experiencias de otros. Ha removido mucho más de lo que esperaba. Algunas personas que han leído el libro me escriben y me cuentan sus propias historias que dan para otro libro. Mis hijos lo ven y se sienten felices y orgullosos de ser también ‘salviYorkers’. Navegamos en esa mezcla cultural entre lo salvadoreño y estadounidense. Aunque, personalmente, estoy en permanente búsqueda, eso es lo que somos ahora”, finaliza.

“La discriminación se da porque no nos conocemos como personas”

Por: Claudia Zavala

La salvadoreña Jackie Reyes Yanes es conocida por su labor comunitaria en la Alcaldía de Washington. Cuando habla de su trabajo, hay una pasión que desborda sus palabras y es notorio que se siente plena impactando positivamente la vida de las personas latinoamericanas que llegan a la oficina que dirige.

Ella sabe lo duro que es empezar de cero en un entorno diferente. Cuenta que llegó a Estados Unidos, en 1990. Su padre había emigrado al principio de los años 80 en plena guerra salvadoreña. Jackie se quedó viviendo en su pueblo de origen, el Cantón Las Marías, en Nueva Esparta, La Unión, bajó el cuidado de su abuela paterna, Carmen Lucilda. “No me crié con mi mamá, nadie nunca hablaba de ella en casa. Yo vivía con mis tíos y una prima en el cantón. Cuando la guerra empeoró en el interior del país, mi abuela me mandó con otra tía a San Miguel. Durante esos años, aunque tenía el amor de mi abuela y mi tía, fui una niña solitaria realmente. Cuando tenía 12 años, me fui con mi papá a Washington”.

Su padre había aprovechado la reforma migratoria promovida por Ronald Reagan, en 1986, se había legalizado y había iniciado trámites de residencia para su hija. Cuando, por fin, pudieron reencontrarse después de tantos años de separación, Jackie recuerda que el choque cultural  que vivió al llegar fue más fuerte en su casa que en el entorno social, pues emocionalmente se sentía distante y desconectada de su padre, quien ya había formado otra familia en Estados Unidos.

“No sabía inglés, pero siempre he sido muy curiosa y lo aprendí rápido. A los seis meses ya lo estaba hablando. Intenté hacer amigos en la escuela, para compensar lo mal que me sentía en casa. Me volví una niña extremadamente rebelde. No quería estar con mi papá. Cuando fui a El Salvador, para celebrar mis 15 años, le rogué a mi abuela que no me dejara ir a Estados Unidos. Le dije que me tiraría a las calles, que me haría drogadicta, que me dejara vivir con mi gente. Ahora entiendo que ella quería lo mejor para mí y, en un país en guerra, ¿qué puede haber de bueno para una niña? Lastimosamente, yo no entendí. Fui muy inconsciente y, cuando volví, a los pocos meses, salí embarazada”.

Convertida en una adolescente embarazada y sin sus estudios concluidos, la relación con su padre empeoró y, aunque él le ofreció que se quedara en casa, Jackie se fue a vivir con su pareja, otro muchacho de su edad de origen colombo-ecuatoriano. Y se casaron. Ambos empezaron a trabajar en lo que podían para recibir a la criatura, que nació prematura, de 7 meses. “En esa etapa, empecé a conectar con el trabajo de las organizaciones sin fines de lucro. Encontré el Centro Latinoamericano de la Juventud (LAYC, por sus siglas en inglés). Ahí me orientaron, me asignaron una trabajadora social. Me ayudaron psicológicamente a enfrentar mi maternidad. El mundo se me giró por completo. Yo me dedicaba exclusivamente a mi bebé, ella era todo para mí. Como siempre fui una niña sola, anhelaba tener una familia grande. Con 18 años tuve a mi segundo hijo y, a los 20, a la tercera. Entonces, me separé de mi esposo. No nos supimos comprender como pareja. Fue algo realmente desgarrador. Sentía que me iba a morir. Sola, con 21 años y 3 hijos que sacar adelante. Necesitaba ayuda, pero tampoco paraba de resonar en mi mente la frase que siempre me decía mi papá: ‘yo no te he traído a este país para que seas una carga pública’. Realmente estaba desesperada”.

Fue en el mismo Centro Latinoamericano de la Juventud donde Jackie recibió una oferta laboral como asistente de un programa que ayudaba a jóvenes en riesgo de caer en las pandillas, un problema muy preocupante en la comunidad latina y afroamericana de Washington. Ahí aprendió a desarrollar actividades estratégicas, realizar presupuestos, solicitar y gestionar fondos, entablar contacto con la ciudadanía y, además, le permitía la flexibilidad horaria para que pudiera encargarse de sus tres hijos. “Ganaba 23 mil dólares al año. Eso es bien poco para los gastos de aquí. Vivía en un apartamento de una habitación donde dormíamos los cuatro. Cuando pagaba alquiler, comida y demás facturas, a veces, sólo me quedaban 5 dólares. Compraba ropa de segunda mano. La lavaba bien. Mis hijos siempre iban muy limpios y bien vestidos. Identifiqué tiendas donde por 20 dólares compraba un montón de juguetes. Ellos ahora me dicen: “Mom, te la ingeniaste tanto, que nunca supimos que éramos pobres”.

A esas alturas, la visión de Jackie ya había cambiado. En diversas ocasiones, su abuela le había dicho que volviera a El Salvador, que ella le ayudaría con los niños, que no tenía que estar pasando por esa situación tan difícil sola. Pero en Jackie ya existía un espíritu de superación y una incipiente vocación social y comunitaria que la llevaba a dedicar horas extra a su trabajo. “Me mandaban a áreas bien feas y peligrosas donde vivían latinos y afroamericanos. Estaban en una verdadera situación de riesgo, sin muchas oportunidades. Es una alegría para mí ver que ahora algunos son bomberos o que incluso trabajan en la alcaldía, son personas de bien”.

 Un día, uno de los edificios de la zona, donde vivían en su mayoría latinos, se quemó. La dueña ofreció 500 dólares a cada familia, para que volvieran a vivir y no protestaran. Pero era una cantidad absurda, pues sólo el alquiler de un mes era más caro y los gastos de los daños mucho más. “Yo me involucré para encontrar una solución. Hicimos una comitiva para reclamar por sus derechos y, finalmente, la mujer terminó vendiendo el edificio ¡por un dólar! ¡increíble! Por primera vez, comprobé que cuando la gente se une y tiene un objetivo en común puede conseguir cosas. También me di cuenta de lo mal que vivían muchos inmigrantes y del miedo que tenían a reclamar sus derechos”.

La figura de Jackie, poco a poco, se iba haciendo más notoria en su comunidad. A los pocos días, recibió la invitación para participar en un Comité de Acción Política, donde se discutiría la posibilidad de conseguir el derecho a voto para las personas residentes legalmente en Washington, y no sólo a las ciudadanas.  Jackie tenía 24 años y fue nombrada directora de Membresía. Esa experiencia la llevó a conocer un poco más las entrañas de la política local de su ciudad. Eso, a su vez, la puso en la mira del entonces candidato a la alcaldía de Washington, Adrian Fenty, quien la reclutó para su campaña, por la capacidad que tenía para conectar con la gente. Era el año 2007.

“Me involucré como voluntaria, no me pagaban. Me entrenaron hasta en la manera de tocar la puerta de la gente -3 golpes secos-  en cómo debíamos ir vestidos y cómo comportarnos ante ellos. Yo siempre he sido gordita y, un día, estaba tan cansada que decidí sentarme en una silla. El candidato me corrigió y me dijo que no quería que me volviera a sentar. ‘Es mi imagen’, me recalcó. Ahí se me salió lo salvadoreña y le dije: ¿ah, sí? Pues muchas gracias, aquí le entrego su camiseta. ¡Adiós! Y me fui. A los días, o recapacitó, o vio que no tenía a otra persona que hiciera lo que hacía yo. Me llamó. Me dijo que me pagaría para ser parte de su equipo y que me preparara para dos meses duros de campaña. Creí en el programa de reforma educativa que tenía para transformar nuestras escuelas, que daban lástima. Decidí apoyarlo”.

Por la dedicación exclusiva que emplearía en la campaña, Jackie decidió enviar a sus tres hijos con su madre, a Houston. Aunque no se había criado con ella, años atrás, en aquel viaje realizado a El Salvador, para celebrar sus 15 años, había decidido buscarla. Por medio de un familiar, descubrió que su mamá también vivía en Estados Unidos y empezó a tener contacto con ella, pero reconoce que nunca llegó a consolidar una relación realmente cercana con ella. Sin embargo, tenía claro que sus hijos tenían derecho a convivir con su abuela y a desarrollar un vínculo distinto con ella. Su mamá lo aceptó y se encargó de cuidarlos, mientras Jackie se implicaba en sus labores políticas en Washington. “Es una de las cosas de las que me siento orgullosa. Ellos adoran a mi mamá”.

La campaña fue todo un éxito y Fenty tuvo una victoria apabullante. Jackie fue nombrada asistente de Relaciones y Servicios Comunitarios. Aunque el pago durante la campaña habían sido 500 dólares semanales, ella cuenta que cuando el alcalde la llamó para informarle de su cargo, le dio un bono de 10 mil dólares. “¡Nunca había tenido tanto dinero en mi vida!”, recuerda.

Poco a poco, la implicación de Jackie en el trabajo le fue dando más visibilidad como enlace entre la alcaldía y la comunidad latina en Washington. Su vida personal, en cambio, había iniciado una etapa complicada de gestionar, pues su hija mayor se había convertido en una adolescente rebelde y bastante problemática. “Un día, en nuestro apartamento se había arruinado el baño. La administradora me dio las llaves de otro apartamento que estaba desocupado, para que pudiéramos ir ahí, mientras lo arreglaban. Mi hija escuchó y yo no me di cuenta. Ese mismo día, cuando estaba en el trabajo, me llaman y me dicen que mi hija había entrado a ese apartamento con un grupo grande de jóvenes y estaban fumando marihuana. Yo misma llamé a la policía. Y pedí que la detuvieran. Fue muy duro hacerlo, pero ya no sabía cómo corregirla y que entrara en razón. De remate, sus dos hermanos veían ese ejemplo. Tenía que cortarlo de raíz. La crianza como madre soltera es muy dura. Mi papá me decía: ¿ahora me entiendes, verdad? Creo que gran parte de los problemas de nuestros jóvenes latinos se dan porque sus padres trabajan mucho, no están presentes, no hay disciplina en el hogar y no conocen los límites. Es importante ser firme, aunque nos duela el corazón”.

Jackie reconoce que, durante todos estos años de trabajo, no ha evidenciado de manera directa ningún comportamiento grave de discriminación hacia ella, pero sí ha vivido situaciones incómodas que ha tenido que encarar. “También tiene que ver con mi carácter. Soy fuerte y no me dejo. Creo que les daría miedo acosarme o decirme algo, jaja! Aunque cuando estaba recién llegada a la política, con 25 añitos, un hombre latino y un afroamericano sí me vieron como ‘carne fresca’ e intentaron aprovecharse. Les puse sus límites, claro. He vivido el juego político de que te hagan sentir menos por tu lugar de origen, tu clase social, o porque no tengo los estudios que otros tienen, aunque sí me formé en trabajo social. Pero mi labor es directa con la gente, eso se trae, se siente, no es de la universidad, y mi empuje es lo que me ha hecho llegar hasta donde he llegado. También me han ninguneado por mi acento. Yo he aprendido perfectamente el inglés, me comunico súper bien. Eso es suficiente. ¿Por qué tendría que cambiar mi esencia?”.

Luego de su trabajo con Fenty, Jackie comenzó a colaborar con el entonces Concejal Jim Graham, como directora de Asuntos Latinos y Alcance Comunitario. Con la llegada de Muriel Bowser a la alcaldía de Washington, Jackie dio un salto mayor en su carrera y fue nombrada directora ejecutiva de la Oficina de Asuntos Latinos de la Alcaldía (MOLA, por sus siglas en inglés), convirtiéndose en la primera mujer salvadoreña que dirige esta agencia. Desde su llegada al cargo, Jackie ha conseguido que el presupuesto de su oficina aumente de 2.9 millones a 5.9 millones de dólares. Se ha enfocado en la ejecución del Programa de Servicios de Justicia para los Inmigrantes, ha desarrollado un acuerdo de ciudades hermanas entre Washington D.C. y San Salvador y ha consolidado el financiamiento para la restauración de los departamentos Monseñor Romero, en Mount Pleasant, que fueron destruidos por un incendio, en el año 2008, entre algunos de sus logros.

Al hacer el balance de casi 30 años de proceso migratorio en el que su implicación social y comunitaria ha sido un eje indiscutible, Jackie reflexiona sobre las diferencias que ve en la comunidad salvadoreña en Washington, a lo largo de tres décadas: “La gente que emigró en la época de la guerra era más pobre y con pocos estudios. Ahora tenemos a personas más formadas, de todos los niveles, con más sentido de comunidad, aunque todavía nos falta consolidarnos. Esas diferencias hay que aprovecharlas. Todos los dedos de tu mano no son iguales, pero deben articularse juntos para funcionar. En el plano personal, estoy feliz en mi rol de abuela. ¡Tengo dos nietos preciosos! Una de 2 y uno de 1 añito. ¡Me tienen loca de amor! Estoy orgullosa de mis hijos. Tanto esfuerzo ha valido la pena. La mayor estudia Business Management, tiene su casa propia, trabaja. La otra estudia Derecho. Y el varón es electricista profesional, en Houston. Yo ahora empezaré un curso en la Universidad George Washington al que me manda la alcaldesa. Sigo estudiando para mejorar en mi trabajo. Vivo sola y estoy más centrada en mí. Quiero estar más enfocada en mi salud y hacer ejercicio. ¡Tengo que estar bien fit para mis nietos! Después de todo este tiempo, creo que el racismo y la discriminación se dan porque no nos conocemos como personas. Cuando nos mezclamos, nos escuchamos e intercambiamos ideas nos damos cuenta que tenemos aspiraciones parecidas. Nadie viene aquí a quitarle nada a nadie”, finaliza.

 

“La diversidad está en nuestra sociedad y debemos respetarla”

Por: Claudia Zavala

El terror que le provocaron los terremotos, ocurridos en El Salvador en el año 2001, fue el detonante para que Heidi Andrade decidiera emigrar: “Sé que puede parecer exagerado para algunas personas. Sobre todo, porque en nuestro país siempre tiembla. Pero yo les tengo un miedo que me supera y, además, estaba sola, porque toda mi familia ya vivía en Estados Unidos. Recuerdo aquellos retumbos de madrugada en la casa y yo sin saber qué hacer… ¡entré en pánico! La noche del 13 de febrero, llamé a mi mamá y me dijo ‘hija, venite, ¿qué estás esperando?’. Al día siguiente, renuncié en mi trabajo, cogí mi visa de turista y compré el boleto de avión. En cuestión de 24 horas, ya estaba en Nueva York, y mi vida estaba a punto de cambiar”.

Heidi era una joven de 20 años. Recuerda la bienvenida que le dio el crudo invierno de la Gran Manzana. Graduada como Secretaria Ejecutiva Bilingüe, se había desempeñado laboralmente en la principal aerolínea salvadoreña. Pero, al llegar a Nueva York, comenzó a trabajar como mesera. Según cuenta, tuvo mucha suerte, pues logró ampararse al Estatus de Protección Temporal (TPS) y sólo estuvo trabajando ilegalmente durante 6 meses. “Trabajar de mesera fue durísimo. No sólo por el trabajo físico, sino porque yo ‘creía’ que sabía inglés. Lo había estudiado y en la aerolínea lo ponía en práctica también. Pero, al llegar a Nueva York, sentía que no entendía nada. ¡Era súper frustrante! Tuve que ponerme a estudiar nuevamente, para poder desenvolverme”.

Al poco tiempo, por medio de su hermano que residía en Houston, logró contactar  con la aerolínea en la que había trabajado en El Salvador y recibió la oportunidad de incorporarse nuevamente. Heidi se trasladó a Houston, a la casa de unos primos de su madre, quienes, según ella, la ayudaron incondicionalmente en esa etapa inicial tan difícil. Como el trabajo que le ofrecieron era sólo de medio tiempo, para cubrir sus gastos, comenzó a trabajar la jornada vespertina en otra aerolínea y, de madrugada, repartiendo periódicos. Tener esos tres trabajos le permitió ahorrar y alquilar un apartamento para ella sola, a los 6 meses de haberse cambiado de ciudad.

Al siguiente año, el buen récord laboral de Heidi hizo que su jefe la propusiera como asistente de la Gerente, en Dallas. Entusiasmada por la propuesta, hizo sus maletas y decidió aprovechar la oportunidad para seguir creciendo. Luego de dos años de trabajar en Dallas, se mudó a San Francisco, California, siempre como empleada en la aerolínea. En esa ciudad le esperaba el primer cambio fuerte en su vida personal, pues se reencontró con su vecino de Soyapango, y se casó con él. “Jajaja, así, literal, era el vecino que vivía en frente y nos encontramos en San Francisco. Esas cosas pasan. Estuve 7 años en esa ciudad con él, pero las cosas no salieron bien y nos divorciamos”.

San Francisco también significó un crecimiento en el aspecto laboral, pues también trabajó en una ONG que ayudaba a familias a buscar guarderías financiadas por el Gobierno. Su trato era, en su mayoría, con personas latinas que recibían ese tipo de apoyo. Heidi también aprovechó esa época, para incorporarse al College y mejorar su inglés a nivel universitario. “Ahora sí puedo decir que soy bilingüe y que, de verdad, lo hablo como debe de ser”.

A finales de 2010, regresó a Houston. Y, nuevamente, otra potente “casualidad” de la vida sorprendió su corazón: Se reencontró con un ex compañero de la aerolínea en El Salvador y se casó con él. “Lo enamoré con una mariscada. A mí me encanta cocinar y, un día, él me pidió un buen sopón salvadoreño, ‘pero no sopa de mariscos rala, sino una de verdad’, me dijo. Se la hice, le gustó, conectamos como pareja y, hasta el día de hoy, seguimos juntos”.

Sin embargo, ni todo su desarrollo laboral en distintas ciudades estadounidenses, ni las curiosas coincidencias en su vida amorosa tienen tanto protagonismo en la historia de Heidi como su intensa maternidad. En marzo de 2013, el matrimonio dio la bienvenida a su primer hijo, Jorge, y tres años después, llegó su hija, Juliette. Según Heidi, las vivencias que ha experimentado desde su rol de madre han significado el verdadero antes y después en su vida. Su voz se emociona notablemente, cuando habla de sus niños: “Me llamaba la atención que Jorgito, con casi 4 años, no hablaba. Le costaba mover sus piernas como lo hacen la mayoría de niños. Después de estar durante muchos años dedicadísima a mi trabajo, decidí renunciar en la aerolínea, y dejarlo todo para cuidarlos al cien por ciento en casa, porque sabía que algo no iba bien. Mi sorpresa es que Juliette también empezó a evidenciar señales que no esperaba. Después de muchas pruebas y análisis que les hicieron a los dos, en marzo de este año me confirmaron que mi hijo es autista. Y a principios de este mes de diciembre, me confirmaron que la niña también lo es. ¡Ha sido como un jarro de agua fría para nosotros! ¡Es muy duro y doloroso! Te preguntas tantas cosas… ¿por qué ha pasado? ¿de dónde viene eso? ¿qué he hecho mal? Comencé a informarme, a estudiar, a llevar a mis hijos con especialistas, a intentar hacer todo lo posible para que puedan tener una buena calidad de vida, dentro de nuestras posibilidades”.

Con la fuerte carga económica bajo la responsabilidad exclusiva de su esposo – él tiene su propio camión y transporta productos petroleros a plantas químicas en Texas – Heidi decidió contribuir a los ingresos familiares, haciendo lo que siempre se le ha dado bien: la cocina. “Hace dos meses se le arruinó el camión y, como no puede estar parado, invertimos todos nuestros ahorros para repararlo. De remate, el ‘impeachment’ de Trump ha afectado mucho al negocio del petróleo y los empresarios no quieren arriesgar. Con el frío no se produce tanto petróleo en Texas y, para terminar, mi esposo se enfermó fuertemente de gripe. Hay que pagar la casa y las facturas  seguían llegando… Así que, ante semejante situación, pensé en hacer algo que me generara ingresos inmediatos. Y se me ocurrió hacer quesadillas salvadoreñas”.

El 12 de noviembre fue su primer día. Heidi madrugó y horneó 4 quesadillas, llenó dos termos con café y se fue a buscar una construcción con trabajadores latinos. Llevaba a su hijita con ella. Esperó desde las 8:30 am hasta las 11:30 am, para ver si tenía suerte, y cuenta que ese día sólo vendió una porción de quesadilla con una taza de café. Sin embargo, aunque reconoce que se sintió frustrada y desanimada por ese mal inicio, decidió seguir ofreciendo su producto, al día siguiente. Esta vez, la acompañó su papá. “Vimos una construcción como de 500 obreros. Mi papá es bien ‘chachalaco’ y se puso a platicar con algunos. Pedimos permiso y logramos vender un poco. Mi papá trabaja en un centro comercial y se dedicó a promocionarme también. Cada día me compran unas 10 quesadillas sólo ahí. Me empecé a anunciar en Facebook, en el grupo ‘Mamás salvadoreñas en el mundo’ y me empezaron a comprar. Hace poquito, vendí 17 quesadillas en un día ¡qué feliz me sentí! La pequeña la doy a 5 dólares, la grande, a 10. Las llevo a domicilio. Dependiendo de la distancia, no hago ningún tipo de recargo en el precio. Mi meta es empezar a venderlas en un supermercado cercano, a partir de enero. Quiero mejorar el envoltorio, las etiquetas. Siempre que me compran, aprovecho para preguntarles a mis clientas ¿cómo crees que puedo mejorar mi producto? Vamos poco a poco, pero me anima pensar que puedo contribuir en mi casa. Me toca pesado, porque me levanto a la 1:00 de la madrugada, para prepararlas y hornearlas. Me organizo así porque me gusta vender producto fresco, del día. Pero, sobre todo, para que cuando despierten mis hijos tempranito, puedo dedicarme por completo a su cuidado. También le cocino todos los días a mi esposo los tres tiempos de comida, para que pueda llevar alimentos sanos y ricos a su trabajo. Ellos son mi prioridad”.

Con el esfuerzo cotidiano que incluye el cuidado de sus hijos, la gestión de su casa y el desarrollo de su pequeño negocio, la visión empresarial de Heidi ha comenzado a dibujarse con más ambición: “Quiero montar un restaurante que, aunque venda comida variada, se especialice en sopas típicas de mi país. Se llamará ‘Sabores Torogoz’. Una mamá del grupo de salvadoreñas que he contactado en Facebook me está haciendo ya el logo. Siempre he tenido el ‘gusanito’ de tener algo propio y la situación de mis hijos ha sido el motor que me ha empujado a hacerlo realidad. Ya tengo 41 años y no quiero seguir perdiendo mi tiempo, así que me voy a lanzar. Me han ofrecido volver nuevamente  a la aerolínea, como supervisora, en un puesto mejor, pero quiero apostar por mi sueño. Y porque mis hijos me necesitan a su lado. Están ambos con educación especial, con el apoyo que necesitan y, a la vez, presentan unos avances educativos bien sorprendentes para su edad. Necesito seguir estando cerca, para que sigan avanzando. Yo me pregunto ¿cómo hacen los otros padres de hijos con autismo que, obligatoriamente, se tienen que ir a trabajar? Con esta situación familiar uno aprende a ser más empático y tolerante con los demás. La diversidad forma parte de nuestra sociedad y debemos respetarla. He aprendido a no juzgar a los niños que hacen berrinche en la calle y no criticar a los padres que no les dicen nada. No sabemos, realmente, qué sufrimiento hay detrás… qué cansancio llevan, qué ha pasado antes de esa pataleta, qué diagnóstico tiene ese niño… A pesar de que se han hecho avances, en nuestra sociedad existen muchos prejuicios todavía y es tan doloroso que te discriminen a tus hijos, por ser como son. A mí me parece importante hablar abiertamente del autismo, sobre todo en nuestras comunidades latinas, para que entendamos en qué consiste y no pongamos etiquetas que hacen tanto daño”, finaliza.

“Las madres que emigramos pagamos el costo más duro de la separación”

Por: Claudia Zavala

Cuando Delmi Galeano se expresa, desprende alegría y buen humor. De palabra fácil, cercana y dicharachera, es difícil imaginar, a simple vista, que esta salvadoreña de 38 años haya pasado por un verdadero calvario, desde que decidió emigrar hacia España, en el año 2013. “Llegué a Madrid, un 27 de diciembre, a las 2:30 de la tarde. ¡Hacía un frío del demonio! Yo dije: ‘estos españoles ponen el aire acondicionado del aeropuerto bien fuerte’. Pero, cuando salí a la calle, me di cuenta de que ese era realmente el frío que estaba haciendo ¡Padre santo!”.

Licenciada en Derecho por la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” (UCA), Delmi trabajaba en su país en una financiera, como gestora de cobros. Cuenta que, luego del nacimiento de su segunda hija, enfermó gravemente de un tumor en el pecho. Y ahí comenzó la debacle económica de la familia: En un año y medio, tuvo que ser operada en tres ocasiones. Aunque, al principio, su madre la ayudaba con los gastos, desde Estados Unidos, los costos iban aumentando tanto que no era posible cubrir todo. Cuando en su trabajo se dieron cuenta de su situación de salud, la despidieron. Un finiquito de 1,300 dólares y la ansiedad por quedarse sin empleo la acompañaron en esos días de verdadera desesperación. De remate, su esposo, abogado de profesión como ella, también se quedó sin trabajo. Luego de agotar todas las opciones laborales posibles y no ver frutos, y de que su madre retornara a El Salvador para ayudarla con los niños, Delmi decidió partir. Unos tíos residentes en Estados Unidos le ayudaron a comprar el boleto de avión. España fue el destino, pues ahí residía su hermano y porque una vecina recientemente había viajado también, para buscar trabajo.

“Pasé un tiempo en que unas ex compañeras del colegio me compraban comida. ¡Fueron como ángeles en mi vida, mis hermanas! Fue duro darme cuenta que, aún teniendo formación profesional y siendo muy trabajadora, no encontré opciones laborales en mi país. Uno no toma esta decisión porque sí. La piensa mucho y se atreve a dar el salto, pensando sólo en el bienestar de sus hijos. Eduardo tenía 12 años y Daniela, 3. Mi mamá me decía ‘hija, no te vayas, sos profesional, te ha costado tanto, ¿qué vas a ir a hacer?’ Yo me sentía fuerte, con ganas de luchar. Pero, por muy mentalizado que venga uno, nada ni nadie te prepara para la oscuridad emocional que estás a punto de vivir”.

Delmi llegó a la casa que su hermano compartía con su pareja. A los dos días, se empadronó y compró un celular. Sin tener ningún tipo de contacto, comenzó la búsqueda de trabajo por internet y en los anuncios de las calles. A los pocos días, consiguió trabajo como empleada interna en La Moraleja, una de las zonas más exclusivas de Madrid. Era una casona de cuatro plantas, en la que vivían una empresaria divorciada, sus padres y sus dos hijos, de 9 y 7 años. Delmi iniciaba sus labores a las 6 am y terminaba a las 10 pm. Tenía sólo media hora para comer y media hora de descanso. Cocinaba, lavaba, planchaba, cambiaba 3 veces por semana toda la ropa de cama, y limpiaba a fondo toda la casa y la piscina. Su permiso de salida iniciaba el sábado al mediodía y concluía domingo por la noche. Cobraba 750 euros al mes y no tenía seguridad social.

“Iba con uniforme de empleada doméstica ¡eso es tan degradante! Te mata la moral como persona, te mina el autoestima. La señora me dijo que era para que no se me arruinara mi ropa. No podía comer con ellos, debía esperar en la cocina, hasta que terminaran. Un día, me tomé una coca cola ¡y ella se puso como una fiera! Luego de seis meses, decidió irse a Suiza y me quedé sin trabajo, de un día para otro”. Al poco tiempo, contactó con otra opción laboral aunque, desde el principio, recibió una marcada advertencia: “esta abuela es ‘telita’, cosa seria, tiene muy mal genio. Pero, si aguantas tres años, te pueden hacer los papeles”, le dijeron.

Motivada por la promesa de legalizar su situación migratoria, Delmi aceptó el trabajo. Esta vez, era en un piso pequeño en el barrio de Móstoles, también en Madrid. La señora “cosa seria” tenía 88 años y vivía con un hijo. Por 850 euros, Delmi debía encargarse de absolutamente todas las labores del hogar y, además, permanecer al cuidado de la anciana: bañarla, cambiarla, darle de comer, estar pendiente de ella por las noches… Además, todas las mañanas, debía acudir a la casa de la otra hija de la señora, que vivía en frente, también para limpiar, lavar y planchar. Todo por el mismo sueldo. Y luego, al mediodía, regresar corriendo a la otra casa, para cocinarle a toda la familia, a la que se sumaban 2 nietos, que se reunía todos los días para almorzar. Su permiso de salida era más acotado aún: sólo los domingos de 9 am hasta las 9 pm.

 “Me acuerdo que lloraba en la casa de la hija de la señora, mientras planchaba. ‘Los papeles, Delmi, los papeles’, me repetía a mí misma para darme ánimos. El trabajo era muy duro físicamente. Comencé a perder mucho peso, unos 4 kilos (8 libras) por semana. La abuela pesaba 80 kilos (unas 175 libras) y medía 1.80 metros. La cargaba para ponerla en la silla de ruedas, en la cama, en el sofá… era extenuante. Además, era un machaque psicológico constante, porque ella siempre estaba quejándose. Me decía que yo no podía hacer nada bien; llegué a pensar que, de verdad, era una inútil. Me estaba consumiendo… Me alentaba saber que estaba juntando dinero para enviarles a mis hijos, que estaban bien con su papá y mi mamá. Pensaba en que podían ir a un buen colegio, tener un buen futuro. Me llegué a hacer un plan en un papel, con los días que me faltaban para cumplir los tres años y que me hicieran el contrato para regularizar mis papeles. ¡Como los presos! Marcaba los días y, ahora que lo pienso, realmente, estaba presa toda la semana y el fin de semana era como mi día de libertad condicional. Ese día de descanso, me iba al centro comercial Xanadú. Me compraba una hamburguesa y me iba a caminar y a caminar, como ida… Hablaba por teléfono con mis hijos y después, a la casa, a volver a comenzar con esa tortura. Nunca le dije nada a mi familia, para no preocuparlos”.

Delmi cuenta que, efectivamente, a los tres años, la señora cumplió con su promesa de hacerle el contrato que necesitaba para regularizar su situación migratoria. Luego de recibir, por fin, su permiso de trabajo y residencia legal, un 19 de septiembre de 2016, la Ley le exigía cotizar a la Seguridad Social, al menos, 3 meses en el mismo lugar de trabajo. Cuando ese tiempo pasó, en diciembre de ese mismo año, Delmi anunció a la familia que se iría: “¡Es una putada lo que nos has hecho, ahora nos dejas!, me dijo la señora. Yo en el fondo me sentí hasta culpable por querer salir de ahí. Es bien raro, pero se llega a desarrollar una especie de ‘síndrome de Estocolmo’, a pesar de cómo te han tratado. Yo llegué a tomarles un gran cariño; me sentía como el pariente pobre de la familia. Nunca olvidaré el día en que, recién llegada a ese trabajo, mi hijo me llamó llorando, pidiéndome que por favor volviera a El Salvador. Yo quedé tan destrozada que no podía parar de llorar. La abuela me vio, me sentó y me dijo: ‘Yo tengo un hijo muerto al que no volveré a ver jamás. Tú podrás ver a tu hijo dentro de tres años, así que no llores más’. Creo que, a su manera, toda tosca, intentó darme ánimos y me ayudó a seguir adelante”.

Con mayor experiencia sobre cómo era la vida en España, las condiciones de negociación en el trabajo como empleada interna y más “liberada” por tener sus papeles migratorios en regla, Delmi consiguió un empleo, en la zona de Atocha, frente al Parque del Retiro de Madrid. Se trataba de una familia de cuatro miembros, ella era psicóloga, él empresario y tenían dos niños de 15 y 12 años, respectivamente. Eran económicamente acomodados y con un trato mucho más respetuoso, educado y considerado hacia ella.

El año 2017 pintó con mejores colores para Delmi. Después de varios años sin verse, una de sus mejores amigas y ex compañera de colegio, Ana Martha, una salvadoreña residente en Islandia, estaba de visita en Madrid y pudieron verse y recordar viejos tiempos. La invitó a viajar a la isla y la ayudó económicamente para que pudiera pagarse el boleto de avión. Después de 4 años de trabajo agotador, en julio de 2017, pudo tomarse unas vacaciones de verdadero descanso. Reencontrarse con su amiga la ayudó, poco a poco, a reconectar con la Delmi de siempre. Desde Islandia, Ana Martha la contactó con Pili, una amiga residente en Barcelona, quien, a su vez, la conectó con Carolina Elías, otra salvadoreña residente en Madrid, que es presidenta de la Asociación Servicio Doméstico Activo (SEDOAC). Desde ese espacio, Carolina, abogada de profesión y que también ha vivido la experiencia de ser empleada doméstica en Madrid, reivindica junto a su equipo los derechos de las empleadas de hogar y las ayuda a empoderarse y a tejer redes de apoyo entre ellas. Carolina, además, trabaja en el Centro de Empoderamiento de Trabajadoras del Hogar y Cuidados (CETHYC), el primer centro de Madrid que  realiza diversas actividades de formación, entre otras, para mujeres que se dedican al empleo doméstico, ubicado en el distrito de Usera. Según Delmi, contactar con esta red de mujeres ha significado un antes y un después en su proceso migratorio.

“Comencé a acudir los fines de semana a las actividades que hacían. Cuando vi a Carolina le dije: ‘¡heyyyy, sos guanaca! Me ha ayudado tanto esa mujer. Yo antes dibujaba y hacía muchas manualidades. En El Salvador, trabajé dando clases de pintura, de hacer piñatas y bisutería, para rebuscarme un dinerito extra. Después de tantos años, me animé a hacer la pancarta del CETHYC, para la marcha del 8 de marzo, en la que se reivindican los derechos de la empleada de hogar también. Plasmé los colores y la estética de nuestro país, me inspiré en paisajes de Ataco y Chalatenango. ¡A la gente le gustó mucho, yo no lo podía creer! También pinté una manta para la marcha contra el racismo ¡me la pagaron y todo!”.

La bocanada de aire que significó su nueva red de apoyo en Madrid fue una buena experiencia, pero lo mejor estaba por venir. En noviembre de 2018, Delmi, por fin, pudo regresar a El Salvador para ver a su familia y acompañar a su hijo mayor en su ceremonia de graduación de bachiller. “Cuando llegué al aeropuerto, mis hijos no me reconocían. En todo este tiempo, he bajado 30 kilos (unas 65 libras) y estoy visiblemente cambiada. Miraban a su papá, como confundidos… ‘¡es tu nana!’, les dijo él. Y nos fundimos en un abrazo que todavía estoy sintiendo. Tenía ganas de apretarlos tanto, de tenerlos siempre conmigo y no volver a desprenderme de ellos. De meterlos en mi vientre, otra vez, para que estén siempre conmigo, donde sea que yo esté… ‘¡Qué chele estás, mamá!”, me dijo mi hijo. Y me dieron un tarrito con una jícama con limón y alguashte que yo les había pedido. ¡Soñaba con esa jícama!”.

Delmi reconoce que el sueño largamente anhelado de reunirse con sus hijos chocó con la dura realidad que marcan el tiempo transcurrido y los años vividos separados. Sus hijos habían crecido, habían vivido cosas y construido un día a día en el que ella no había estado físicamente, aunque su mente y su corazón, a ocho mil kilómetros de distancia, no hacían más que visualizarlos y amarlos con total intensidad.

“Estoy agradecida por el trabajo que ha hecho su padre con ellos, es un hombre amoroso y entregado. Pero la presencia de una madre es tan importante para los hijos. Sentí que sigo siendo parte de la familia, pero no de la misma manera. Yo les decía alguna cosa y volvían a ver a su papá primero, buscando su aprobación, para después hacerlo. No fluía nada igual… Tu espacio está ahora por el teléfono, por Whatsapp, pero tu presencia física es como si no cupiera ya en tu propia casa. Es desgarrador… Te vas para luchar por ellos pero, en esa lucha, algo se pierde. Junto a los hijos, las madres que emigramos pagamos el costo más duro de la separación. Volví otra vez a España, porque no encontré ningún trabajo en mi país. Todavía me acuerdo del letrero que dice “El Salvador impresionante” y de lo mucho que lloré en ese vuelo, al separarme de mis hijos, otra vez. Dejé mi trabajo como empleada doméstica, en abril de 2018, después de un día que me dio un ataque de ansiedad en el baño. Pasé varias horas tirada en el suelo. Ahí supe que tenía que poner un límite. El trabajo como interna me ha dejado secuelas, porque me he vuelto asmática, por los productos de limpieza que usaba, me han dicho que tengo un fuerte desgaste en las membranas de los pulmones. Ahora trabajo como camarera en una cafetería. He intentado encontrar empleo como asistente, secretaria, ayudante en bufete porque, aunque no tenga el título homologado, soy abogada y tengo conocimientos. Pero hasta ahora no he podido. Aún así, el cambio de trabajo y ampliar mis redes con otras mujeres ha significado una gran transformación en mi vida, en mi ánimo, en mi proyecto de vida. Sigo pensando en dar lo mejor para mis hijos. Eduardo empezará a estudiar Comercio Internacional y Daniela ha pasado a quinto grado. Todavía me estoy reconstruyendo. Aún me cuesta relacionarme socialmente, pero voy avanzando.  Me gustaría dar clases de pintura a otras mujeres y que el arte les ayude a sacar todo lo que llevan dentro. ¡Aguantamos tanto nosotras! Desde mi experiencia me gustaría decirle a alguna mujer que esté ahora en esa oscuridad ‘se puede, vieja, se puede, vas a salir adelante’”, finaliza.

Foto mural: David Sabadell / El Salto