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“La mezcla y el contraste son parte de mí”

Por: Claudia Zavala

Los viajes, la psicología y la literatura son algunos elementos que encuadran los intereses y pasiones de Alicia Salum, una mujer con doble nacionalidad, salvadoreña y mexicana, que ha construido su proyecto de vida desde el sincretismo cultural, el respeto y la tolerancia.

Nació en México y se mudó a El Salvador, cuando tenía 4 años. Llegó junto a sus padres y su hermana menor a Ahuachapán, la ciudad de la que su madre es originaria. “Los recuerdos de mi infancia son de Ahuachapán, en casa de mi abuelita, los farolitos y todo eso. A los dos años de llegar, nos fuimos a vivir a San Salvador. Nos quedamos viviendo sólo con mi mamá, porque mi papá regresó a México. En el contexto de la ofensiva de 1981, lo detuvieron en una carretera y le dieron un gran susto. Decidió irse. Nosotras lo visitábamos en México, prácticamente, cada año”. Con el tiempo, sus padres se separaron y su mamá inició otra relación sentimental. Con esa pareja tuvo una tercera hija. “Hemos sido muy viajeras siempre. Hubo un momento en que las tres hermanas estuvimos separadas, una en Bolivia, otra en Houston y yo en México”, relata.

Cuando Alicia se graduó de bachiller, en San Salvador, comenzó a estudiar Psicología en la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas”. En ese tiempo, enfrentó, paralelamente, una situación personal un tanto convulsa: Había roto con su novio y se habían exacerbado algunas diferencias que tenía con su madre. Eso, unido al hecho de ser una persona con muchas inquietudes, hizo que la propuesta de irse a vivir a México que unos tíos y primos le hicieron cayera en terreno fértil. Fértil y acelerado. “Me lo plantearon a finales de marzo de 1993 y el 30 de abril viajé. Fue rapidísimo. No me lo pensé mucho”.

Alicia llegó a vivir, concretamente, a León, Guanajuato, en la zona centro norte de México. Aunque había nacido en el país, hasta ese momento, su educación académica y sus costumbres estaban marcadas por la tradición salvadoreña. “Aunque parezca que entre México y El Salvador no hay muchas diferencias, sí las hay. La manera de hablar, por ejemplo. Cuando llegué, me decían que hablaba raro. Incluso hubo gente que me decía que no le gustaba mi acento. Debo decir que en muy poco tiempo ya estaba hablando con acento mexicano. Reconozco que no defendí mi acento salvadoreño. Es algo muy particular, porque esa mezcla y contraste son parte de mí, la he tenido siempre. Me siento e identifico también como salvadoreña. Claudia Lars decía que un gatito, por el hecho de nacer dentro de un horno, no es un bizcocho, sigue siendo un gatito”, explica entre risas.

Alicia comenta que, a la dificultad inicial para comunicarse con un acento que consideraban “distinto”, se unió la complejidad de ingresar a la universidad: “Nunca imaginé que era tan difícil entrar. Me di cuenta hasta que llegué. Aquí se considera que la universidad pública es para los guanajuatenses, ni siquiera para todos los mexicanos. Yo, además, era vista como extranjera. En esa época, me dijeron que, si quería estudiar, tenía que pagar como 500 dólares mensuales. Era demasiado dinero para mí, incluso en la actualidad. Entonces, tuvimos que demostrar que mis tíos sí vivían aquí y pagaban impuestos. Presenté varias constancias que me pedía el gobierno, pasé entrevistas con trabajadores sociales. Mis tíos tuvieron que certificar que ellos tenían mi tutela, que eran mis responsables y me protegían. Con todo eso tuve el primer paso para entrar”.

Ese primer paso administrativo se unió al requisito académico. Una alta exigencia de ingreso que se explica en la fuerte demanda que la Universidad de Guanajuato tiene. “Solicitan entrar 400 y queda sólo el 10 por ciento. Recuerdo que pasé una entrevista, pruebas psicométricas, examen de conocimientos, etc. Aprobé todo, sin problemas. Me dijeron que traía muy buen nivel. Eso habla bien de la educación salvadoreña. Hay gente que hace hasta tres veces el examen y no entra. Hace otro curso y no entra. Yo fui la primera de la lista; me sorprendí”.

Otro choque de trenes que tuvo que enfrentar fue el relativo a las costumbres cotidianas que ponía en práctica la mayoría de familias mexicanas con las que tenía contacto. “En El Salvador, yo venía de una familia de mujeres. En México me encontré con un sistema donde los hombres gozaban de una serie de privilegios que las mujeres no tenían. La mejor pieza del pollo para el papá o para el niño. O por el simple hecho de ser mujer te tocaba lavar los platos. Yo nunca me quedé callada. Soy muy clara y directa al hablar y a la gente no le gusta que le hablen claro. Eso, muchas veces, hace difícil la convivencia, estés donde estés”.

Cuando finalizó la carrera de Psicología, Alicia tenía planificado regresar a El Salvador. Sin embargo, recibió una oferta de empleo en el Sistema Nacional para el Desarrollo Integral de la Familia. Un trabajo con el que siempre había soñado y que le permitió conocer y trabajar con sectores de escasos recursos. Entusiasmada con su nueva actividad, se comprometió con su jefe a quedarse, durante dos años más, en México. Paralelo a su trabajo, comenzó a dar clases en la universidad y ahí conoció a un estudiante de Derecho, cinco años mayor que ella, que modificaría su proyecto de vida. “Cuando lo conocí, me pareció el típico macho mexicano. No me caía nada bien. Anduvo un año tras de mí. Me parecía que era muy coqueto. No me agradaba nada, de verdad”.

Con el tiempo, ese “macho mexicano” se convirtió en su marido y, según ella reconoce, se reveló como una gran sorpresa en la vida de pareja: “Le encanta cocinar. De los 17 años que llevamos casados, él ha cocinado a diario, durante 16. Lava, plancha. Le da por levantarse a media noche a barrer! Las vecinas me preguntan que cómo le hago para que sea así, jajaja! Respeta mucho mi libertad, como mujer y como profesional”.

Luego del nacimiento de sus dos hijas, ese pacto de apoyo a su carrera se manifestó concretamente durante muchos años en los que él se hizo cargo de las niñas, alimentándolas, cuidándolas, llevándolas al colegio, para que ella pudiera desarrollarse como profesional. “Mis hijas ahora tienen 17 y 15 años, respectivamente. Estoy muy agradecida por todo el apoyo que él me ha dado. Pero también con su nana, que fue quien le enseñó a hacer todas esas cosas del hogar. Ella lo marcó mucho. Él también ejerce su profesión de abogado. Nos hemos acoplado bien. Ha sido la gente la que lo ha visto ‘raro’, porque están acostumbrados a otro modelo de familia más tradicional. Nosotros somos diferentes”.

Aunque las maneras de criar a los hijos en México y El Salvador pudiesen resultar muy similares, la experiencia de Alicia evidencia importantes distancias en las pautas de educación. Al menos, las pautas que se han dictado en su casa. “Aquí me criticaron mucho, porque yo hablé de sexualidad a mis hijas desde temprana edad. A los 6 años le mostré en un libro cómo nacen los bebés. Yo siempre he tenido más amigos que amigas. Pero aquí si le hablo a un hombre casado, por ejemplo, ya piensan que quiero algo con él. A mi esposo no le preocupa, pero a la gente sí. Mis hijas también son como yo. Aquí todavía se estila algo que llaman ‘echar reja’, que es cuando tu pretendiente o novio te llega a visitar a la casa. Sólo puede verte desde afuerita, detrás de la reja. No puede entrar. Yo prefiero que traigan a sus amigos a la casa, para conocerlos, para saber con quién están”.

La celebración del Día de los Muertos es, sin duda, la tradición que Alicia destaca desde su gusto y disfrute personal: “Me encanta cómo perciben a la muerte. La ven como alguien alegre, divertida. Antes yo pensaba que era una ‘defensa maníaca’, desde mi visión de psicóloga. Pero, tiene que ver con la esencia de este país. No he cambiado mi visión de la muerte ni nada, pero sí me hace respetarla profundamente, ver cómo todo un pueblo se vuelca en sus tradiciones, es un sentimiento verdaderamente profundo”.

Alicia reconoce que la tradición culinaria mexicana es, sin duda, la protagonista en su casa, aunque también incluye algunos platillos salvadoreños. “Aquí he aprendido a cocinar. Me encantan las salsas, soy una gran comedora de chile. Las Guacamayas de León son deliciosas, es un pan que lleva chicharrón y chile. A mis hijas les encantan las pupusas y les gusta el ceviche salvadoreño que les hago. También se divierten con algunas de mis palabras. No les gusta que les diga que estoy ‘encachimbada’ y, si digo ‘púchica’, se ríen… ellas están muy mexicanizadas”.

El amor por la literatura y escritura es algo que Alicia considera que la ha marcado y ha influenciado sus entornos personal y laboral. Hace dos años, su talento le permitió ingresar al Seminario para las Letras Guanajuatenses, en las categorías de cuento y poesía, lo que posibilitó que tuviera contacto con destacados escritores mexicanos. Sus alumnos son los principales beneficiados de la pasión literaria que les transmite al inculcarles el hábito de la lectura. “En mi entorno no leen mucho, no es el común denominador. A 40 minutos de aquí está Guanajuato, que es muy cultural, pero León, no. Intento influenciarlos en positivo. Me dicen que soy alegre y que bailo muy bien. Yo les digo que no es cierto! Creo que me he traído eso de El Salvador. Esa alegría de vivir. La gente de esta zona de México es más seria, más difícil para hacer contacto, por eso creo que me sienten tan distinta”.

Escribir un libro es uno de sus proyectos soñados. Disfrutar de su familia y viajar también destacan entre sus planes: “Recién llegada a México, no pude estar mucho tiempo con mi papá. Sólo lo vi unas tres veces y luego él murió. Eso fue triste. Mi mamá se quedó en El Salvador y viaja mucho. Mi abuelita también es viajera. No me siento amarrada a ningún lugar pero, por ahora, no tengo pensado regresar. Sobre todo, por mis hijas. Aunque digan que ya no es como antes, León sigue siendo una ciudad segura, tranquila, puedes salir a la calle a caminar y no vas con miedo a que te pase algo. En El Salvador, lastimosamente, las cosas están muy mal. Quiero seguir aportando en este país, haciendo cosas, desde mi vocación de servicio. A estas alturas, me he replanteado muchas cosas. He aprendido a vivir con eso de que me digan aquí que hablo como salvadoreña y que en El Salvador me digan que hablo como mexicana. A veces siento, como mucha otra gente, que ya no soy ni de aquí ni de allá”.

“Vivir en África me ha tocado el corazón”

Por: Claudia Zavala

Maybelline Escalante lo dice sin titubeos: Su experiencia viviendo en Camerún la ha marcado de una manera intensa. Su conexión con Yaoundé, la capital, inició muchos años atrás, cuando ni siquiera imaginaba moverse de su país, El Salvador. Una formación académica fue tan sólo el inicio de lo que, posteriormente, revolucionaría por completo su vida: “Soy ingeniera agrónoma. Me gané una beca para estudiar Agroforestería Tropical, en Costa Rica. Salí de mi país, el 2 de enero de 1999”, recuerda.

Luego de finalizar su formación, dos años después, regresó a El Salvador a trabajar en un proyecto de café, su área de especialización. Pero Costa Rica la enlazó nuevamente, esta vez, con una propuesta laboral que se extendió desde finales de 2001, hasta el año 2006.  En ese tiempo, conoció al que hoy es su marido, un biólogo holandés, experto en cacao. “Lo conocí en Turrialba. Él llegó en el año 2000, a Costa Rica, trabajando en proyectos de cacao. Nos casamos, en diciembre de 2002. En 2003, nació mi primer hijo, en San José”.

Por la especialidad de trabajo de su esposo, surgió la oportunidad de trabajar en África, concretamente, en Camerún. “La idea era estar sólo un año y medio, pero nos quedamos 8 años y medio. Fue una experiencia que revolucionó totalmente mi vida, no sólo porque llegué a una cultura totalmente distinta a la mía, sino porque, además, iba embarazada de 4 meses de mi hija”.

Al llegar al país, el choque fue brutal: “Me sorprendió que la gente hablaba muy tosco, brusco, parecían enojados. Yo había vivido un año en Francia, como Au pair, antes de ir a Costa Rica. Pensé que saber algo de francés me ayudaría a comunicarme, pero no fue así. Notaba a la gente muy tosca, de verdad. Nuestra situación fue muy complicada al inicio, porque no conocíamos a nadie, no teníamos casa, ni carro. Vivíamos en la casa de la Directora General de la empresa en la que trabajaba mi esposo. En una de las revisiones médicas, me recomendaron que mejor no tuviera a mi bebé ahí, porque las condiciones hospitalarias no eran buenas y yo en el primer embarazo había tenido ya una cesárea. Así que viajé a Holanda, para parir ahí. Estuve con la familia de mi marido, durante 5 meses. Mi hija nació en junio de 2007. Cuando tenía 6 semanas de nacida, volví a Camerún”.

El hecho de que su hijo mayor comenzara a asistir a una escuela internacional hizo que Maybelline comenzara a conocer a nuevas personas, muchas de ellas también extranjeras. “Me empecé a implicar en la escuela de mi hijo; fui secretaria en el Consejo de Administración. Después, mi esposo fue el presidente, durante 5 años”.

El baile que une y comunica

Aparte de su actividad en el colegio de su hijo, curiosamente, hubo algo que se convirtió en la llave de la integración para ella: Su pasión por el baile. “Yo siempre he sido una persona muy activa. Estaba acostumbrada a trabajar mucho y, cuando me casé, decidí dedicarme a la crianza y educación de mis hijos. Pero eso no impedía que siguiera con mis inquietudes. Una amiga de Indonesia me habló por primera vez de la ‘zumba’. Investigué de qué se trataba. ¡Me encantó! Y, en julio de 2012, fui a Holanda a certificarme como instructora de zumba, para adultos y para niños”.

Alegre y muy energética, el baile fue el vehículo perfecto que permitió que Maybelline conectara con gente con la que, inicialmente, sintió que era difícil comunicarse. Inicialmente, habilitó el salón de su casa para impartir sus clases. “Empecé con 8 personas, aunque me cabían unas 15. Mientras, buscaba un local de alquiler. Lo encontró en el Centro Italiano de la ciudad. Poco a poco, fueron llegando más personas. Conocí a una chica de la Embajada de Estados Unidos y comencé a dar clases al staff de la Embajada, los martes y jueves por la tarde. Los lunes, miércoles y viernes, por la mañana y por la noche eran mis otras clases en el local. Mis hijos, a  veces, venían conmigo. Me los llevaba con lonchera, libros, colores… también hacían la clase conmigo. Yo tomaba clases de danza africana también, para aprender más de ellos. Para mí, el baile es una forma de comunicación. Aprendí a hablar con el cuerpo, eso me unió mucho a la gente. Al principio, mis alumnas eran sólo europeas y algunas latinas. Pero, luego, llegaron de Camerún, Ruanda, Burkina Faso, Congo y Senegal”, relata con orgullo.

Las improvisadas actividades de ocio familiar también fueron un puente de unión entre ella y la comunidad africana. “No había cine, ni teatro, ni parques. Por una parte, estaba muy bien, porque eso te obligaba a compartir con la gente. Nuestra vida social eran almuerzos y cenas en nuestras casas. Organizábamos divertidas noches de juegos. En la escuela había un ‘Comité de Cine’ y, una vez al mes, proyectábamos películas para niños y también una vez al mes otra para los padres. No eran estrenos de cartelera, lógicamente, sino lo que podíamos conseguir. Pero disfrutábamos muchísimo”.

Maybelline explica que Camerún es un país en el que, prácticamente, la mitad de la población es cristiana y la otra mitad musulmana. “Noté que, dentro de la religión musulmana, al menos entre la gente que conocí, la mujer es, algunas veces, desvalorizada. En las bodas preguntan si te casas por monogamia o poligamia. Eso me impresionó bastante, porque es algo que nosotros no vivimos. También me sorprendió el racismo que algunas personas ejercen hacia la gente que no es del país, sean blancos o latinoamericanos, como era mi caso. Aunque suene extraño, era así”.

Afecto y gratitud

Pese a esos aspectos chocantes, Maybelline destaca que los camerunenses con los que se relacionó fueron personas con las que logró cultivar un profundo afecto y respeto, así como una confianza bastante especial: “Teníamos a gente trabajando en casa con la que desarrollamos un vínculo muy profundo y sincero. Incluso cuidaban a nuestros hijos, cuando no estábamos y nosotros estábamos confiados con ellos. Es gente solidaria y fraterna. Son ciudades muy vivas, con mucha pobreza e inseguridad, sí, pero gente que vive con una sonrisa permanente y contagiosa. Es un país con una riqueza enorme. La grandeza humana está ahí”.

En abril de 2014, el grupo islamista de Nigeria, Boko Haram, secuestró a un grupo de 276 niñas de una escuela de Chibok. La noticia impactó al mundo y los tentáculos de la organización terrorista empezaban a amenazar la ya frágil seguridad de su vecino Camerún. “Esos fueron momentos de verdadera preocupación para todos. Sentíamos que ya no podíamos ir a ciertos lugares, sobre todo los cercanos a la frontera con Nigeria. Una familia de la escuela de mi hijo fue secuestrada. Afortunadamente, los liberaron, a salvo. Pero ya todos estábamos asustados, porque era algo que estaba fuera de tu alcance controlar”. La experiencia africana finalizó, en julio de 2015.

Su esposo fue trasladado hacia un nuevo destino, dentro de la franja de países del cacao. Esta vez, la familia empezaba una nueva experiencia de vida en Trinidad y Tobago. “Dos semanas antes de irnos, me dio malaria. En 8 años había estado perfecta, pero al final caí. Tomé mi tratamiento y me recuperé bien. Llegamos a Trinidad y Tobago, el 15 agosto de 2015, a empezar de cero, otra vez. El cambio fue muy duro fue para mí. Extrañaba muchísimo a África. No sé… hubo algo ahí que me marcó profundamente y me ha tocado el corazón. En Trinidad y Tobago es diferente. Hay bastantes latinoamericanos, sobre todo de Venezuela, que es fronteriza. La dinámica de vida es otra. Mi percepción es que les preocupa otro tipo de cosas, pues es, en general, un sistema más consumista y materialista. Tiene que ver con todo lo que gira alrededor de la industria del petróleo que hay aquí. Simplemente, es distinto”.

La comunicación fue, nuevamente, un elemento de dificultad en el proceso de integración. El inglés que se habla en Nueva España, donde residen, tiene un acento particular que no es fácil de entender, incluso para quienes tienen un excelente dominio del idioma. “Mis hijos se adaptaron rápidamente. A los 2 meses dominaban el inglés de aquí perfectamente. A mí me ha costado más”.

Entre los elementos que más han llamado la atención, desde su llegada, destacan el intenso clima húmedo de Trinidad y Tobago que, según Maybelline, es comparable con el de la costa salvadoreña, en los meses más cálidos.  La comida tiene mucha influencia de la cultura india, por lo que se utiliza como ingrediente estrella el curry. Además, existen todavía leyes muy antiguas con  influencia de la colonia inglesa, debido a que el país se independizó hace apenas 55 años.

¿Y la zumba? También la ha llevado a su nuevo destino. “Aquí hay varios instructores locales. Yo soy la única latinoamericana. El primer año que llegué no di clases, sólo hice unas pocas sustituciones en mi gimnasio. Noté que ellos sólo querían sus ritmos nacionales, Calipso y Soca. Y la zumba lleva de todo: salsa, merengue, hip hop, de todo. En febrero de este año, empecé a dar clases a tres amigas venezolanas y así iremos creciendo, poco a poco”.

Continuar bailando zumba, dar clases de yoga en la escuela de su hija, montar su propio gimnasio y especializarse en fotografía, otra de sus grandes pasiones, son sólo algunos de sus proyectos a corto y mediano plazo.

En cuanto a la educación de sus hijos, desarrollada, hasta ahora, entre Costa Rica, Camerún, Holanda y Trinidad y Tobago, Maybelline destaca que no ha sido fácil, pero que la manera de ejercer la paternidad de su esposo ha sido su gran soporte. “Se involucra en todo, lo disfruta. Ya son 18 años fuera de mi país y 14 como mamá. Mi familia ha estado, desde lejos, ayudándome como ha podido. Tengo una hermana que es doctora y siempre he tenido sus orientaciones con mis hijos. Tuve embarazos y partos sin problemas. No me dio ‘baby blues’, ni nada. Mi preocupación ha sido hablarles en mi idioma y que tengan muy presentes las raíces de su familia. Hablan español, inglés, francés y holandés. Yo renuncié a mi carrera por ellos. No me lo reprocho, no me arrepiento, lo veo como una bendición, porque ahora veo que se están convirtiendo en personas abiertas, sensibles, empáticas, tolerantes… eso para mí es hacer un buen trabajo como madre y como persona. Prepararlos para el mundo real, el que tenemos hoy. Me hace realmente feliz verlos cómo son”, finaliza.

“Mi hija me ha quitado muchos límites mentales”

Esta historia no tiene príncipe azul. Tampoco relata la vida de una mujer tradicional y apegada a las costumbres de su cultura. Todo lo contrario. Delia Jovel ha desarrollado sus experiencias vitales, construyendo su modelo personal. Rompiendo todos los esquemas que su educación le trazó. Remendando su biografía y partiendo de cero. Con todas las contradicciones de quien se sabe llena de miedos, pero aspira a transformarlos.

“Siempre tuve inquietudes de conocer el mundo, descubrir gente, mentalidades distintas. Me gusta imponerme el reto de empezar algo, la posibilidad de enfrentarme a lo nuevo, aunque muchas veces eso ha implicado darme contra la pared y enfrentar muchas dificultades”, dice.

Ese espíritu de búsqueda constante llevó a Delia a emigrar en el año 2000 de su país, El Salvador. “Me fui de ‘Au pair’ a Francia. Tenía 24 años. Hice números de cuánto podía costarme el viaje y vendí todo lo que pude. Cuando llegué, no sabía nada de francés. Me bajé del tren con un papelito que decía ‘Je suis Delia’, para contactar a la familia con la que iba a trabajar. Eran muy interesantes, jóvenes, de unos 35 años. Él era investigador en temas de genética y especialista en enfermedades tropicales y ella era una emprendedora que se desarrollaba en el área comercial. Tenían una niña de dos añitos que yo cuidé. Eran dos personas de origen humilde que habían conseguido un ascenso social y económico importante en una sociedad como la francesa. Fue interesante tener ese modelo de vida para mí. Pensé que los cambios eran posibles”, relata.

Luego de un año y medio con la familia y decidida a transformar su situación laboral, trabajó como asistente de clases de español en un liceo de su localidad. Decidió mudarse a Grenoble, para enfocarse en sus estudios universitarios. Se instaló en la vivienda de dos ancianos. “Yo asocio los lugares donde he vivido con personas que se han convertido en mi apoyo fuerte en esos momentos de cambio y lucha. Mi mundo ha funcionado a partir de esos encuentros especiales que me han sustentado y luego guiado hacia dónde ir”.

Ciencias Políticas y cambios

Su salto a la universidad significó un antes y un después en su inmersión en la cultura francesa. “Yo no sirvo para estudiar idiomas de manera académica. A mí la práctica directa es la que me hace aprender. La universidad me abrió todo un mundo, porque compartí con gente de muchos países, no sólo de Francia. Sentí que había mucha simpatía e interés por América Latina. Les gustaba mi idioma y querían escucharme. Eso facilitó mi inserción y mi aprendizaje del francés”.

La posibilidad de estudiar a un bajo costo económico fue uno de los elementos que le sorprendió del sistema educativo francés. “Eso fue determinante para que pudiera ingresar y permanecer en la universidad. Mis gastos de estudios no pasaban de mil euros al año. Aproveché todo lo que pude, porque en mi país estudiar es un verdadero privilegio. El lado negativo de estos procesos es lo superficial que pueden ser las relaciones entre las personas. Pero eso creo que le pasa a cualquier extranjero, en cualquier lugar. Los lazos están asociados a otras cosas, a tu situación laboral, por ejemplo. Es difícil profundizar o que te lleguen a conocer plenamente. Debo reconocer que, en parte, sí es real esa imagen prejuiciosa generalizada que existe hacia los franceses, sobre si son snobs, creídos, petulantes y demasiado orgullosos de lo suyo”, admite.

Pese a que ella estudiaba Ciencias Políticas, su necesidad de tener vivienda la llevó a conectar con un grupo de estudiantes de la Facultad de Ingeniería. Tres franceses, uno de ellos de origen japonés, rentaban una habitación. “Me mudé con ellos y nos llevamos especialmente bien con uno de ellos. Él tenía 21 años y yo 28, pero la conexión fue buena. Desarrollamos una buena amistad, que derivó en una relación de pareja. Nos casamos a los tres años de estar juntos”.

En 2008, impulsada por la expectativa de un cambio político en su país, Delia y su marido aterrizaron en El Salvador. “Quería ser parte de ese sueño de una transformación social real en mi tierra. Ahora sé que fue una mala decisión volver, por lo que se ha visto que ha sido todo. Y, aunque a mi esposo le encantaba el país, emigrar afectó profundamente nuestro matrimonio. En una relación no se puede someter a la pareja a ese doble reto: que se inserte en la nueva sociedad y que, además, se reajuste a tu propio cambio. Creo que no fui comprensiva en su proceso. Yo pensaba que él podía salir adelante solo, así como yo salí adelante en Francia. Nos separamos, a finales de 2009. Lo intentamos, nuevamente, en 2010, pero nos terminamos divorciando, en 2012. No pudimos ayudarnos mutuamente”.

Luego del golpe del divorcio y de asumir errores cometidos, en 2012, Delia decidió cerrar otro ciclo: “Puse mi renuncia en la institución en la que trabajaba. Veía muchas contradicciones institucionales y políticas.  Eso afectó mi conciencia y sabía que, si seguía así, no estaba siendo coherente conmigo misma. Soy así de radical. Puse la renuncia y me fui a Cuba, para replantear mi vida. Luego, tomé cuatro meses sabáticos, para decidir qué haría. Aunque tenía una crisis personal muy grande, también me sentí más libre que nunca”.

Empezar de nuevo

Al volver de ese tiempo de reflexión, inició un trabajo en las áreas de desarrollo comunitario, liderazgo y cultura, en una alcaldía de su país. “Ese lugar fue determinante, no sólo porque me encantaba lo que hacía, sino también porque ahí conocí a quien sería mi nueva pareja. Al tiempo de estar juntos, afloraron las diferencias. Lastimosamente, la relación no fue bien y, justo antes de emprender un nuevo viaje para plantearme qué decisión quería tomar, descubrí que estaba embarazada”, recuerda.

La noticia de que sería madre transformó por completo su hoja de ruta. Viajó a Estados Unidos a visitar a su familia, pensando que el tiempo y la distancia ayudarían a mejorar las cosas. “Cuando volví, un mes después, él me sentó y me dijo: ‘Ya tengo dos hijas. No estoy listo para otra relación. Ustedes no están en mis planes’. Fue el impacto más grande que he podido sentir en mi corazón. Me sentí profundamente triste y a la vez enojada, no paraba de llorar”.

Ante esa situación, su familia en Estados Unidos le propuso la posibilidad de que viajara, nuevamente, para pasar sus últimos meses de embarazo ahí y que su bebé naciera en otro entorno. “Volé a Carolina del Norte, en noviembre de 2014, tenía 5 meses de embarazo. Fue duro tomar esa decisión. Todo lo hice pensando en  el bienestar y el futuro de mi bebé”.

Pese a la revolución hormonal y emocional que estaba viviendo, nada se comparaba al terrible impacto que Delia estaba a punto de recibir en su vida: “¿Sabe que su bebé tiene un fluido en el cerebro, ¿verdad?”, le dijeron en el hospital estadounidense, mientras le hacían una ultrasonografía de control a su llegada. En El Salvador, ella había hecho su seguimiento médico correspondiente y le habían dicho que todo estaba bien, pese al estrés emocional que había vivido, desde el inicio de su gestación.

El hospital ordenó pruebas especializadas, para conocer con exactitud lo que pasaba. El diagnóstico fue doloroso: “Tu hija tiene líquido en el cerebro porque tiene espina bífida. Es una condición congénita. El tubo neural no se cierra y eso hace exponer los nervios de la espina dorsal. Como no lo tiene cerrado, los fluidos van directamente a la cabeza. Los riesgos a los que se enfrentan son muchos, desde hidrocefalia, problemas de movilidad –tal vez nunca pueda caminar-, problemas cerebrales y de aprendizaje… el daño verdadero se sabrá hasta que nazca”, le advirtieron.

La explicación médica fue un inesperado balde de agua fría. El miedo, la incertidumbre, los sentimientos encontrados. Todo de golpe y sin tregua. “Haremos una operación inmediata al nacer. Vamos a hacer todo lo posible para que salga bien”, le aseguraron.

Las lecciones de Valentina

Debido al cuadro médico, programaron una cesárea. El 11 de febrero de 2015, nació Valentina. El mayor motivo de lucha y transformación en la vida de Delia. La niña estuvo unos pocos minutos en su pecho y, de inmediato, inició un periplo de intervenciones inimaginable para una bebé recién nacida: Una operación para tratar la hidrocefalia y colocar una válvula en el cerebro. Otra, para drenar el saquito de líquido que tenía en la espalda. Cuidados intensivos, durante tres semanas. Al mes, una nueva intervención para cambiar la válvula que se le había obstruido y le generaba una presión en el cerebro. Al siguiente mes, tratamiento para una fuerte infección en las vías urinarias, algo que se volvería constante, por los restos de orina que no lograba expulsar. Fiebres de 103 grados que requerían antibióticos intravenosos. Una tercera intervención de la válvula del cerebro. Una vesicostomía, para abrir un orificio a nivel de la vejiga y lograr que evacue el 100 por ciento de la orina… En resumen: un primer año de lucha de una pequeña guerrera, sostenida en los brazos de una madre sola, pero determinada a salir adelante. Pese a todo.

El amor, la dedicación plena y la fe en su hija han rendido frutos, después de casi dos años y medio: “Valentina camina y ¡corre! Es una niña muy despierta, alegre, inteligente, ¡habla hasta por los codos! En inglés y en español. No lo digo yo, me lo dicen sus profesoras de la guardería. Es muy líder y organiza a todos su compañeritos en clase. Nada que ver con el pronóstico que me dieron inicialmente. Desde el día en que salimos del hospital, decidí no victimizar a mi hija, confiar en su desarrollo. Soy muy afortunada por haber podido acceder a un sistema médico que me dio los mejores tratamientos para ella. Si no hubiera tomado la decisión de viajar, lastimosamente, en mi país la historia hubiese sido diferente, no sólo desde el punto de vista clínico, sino cultural y educativo. En mi tierra hace falta sensibilizar alrededor del tema de discapacidades. Aquí, pese a las múltiples limitantes que hay, en todo sentido, hablar de capacidades especiales ya no es tabú, no es un problema. Se promueve la autonomía, no la dependencia, desde que son niños. Somos privilegiadas. Para mí es una gran tranquilidad pensar que su situación física no la limitará en ningún sentido. Cada caso de espina bífida es distinto; entre ese montón, mi hija es una verdadera excepción, porque tiene un desarrollo extraordinario”.

Por su formación profesional y su propia situación de vida, Delia ha desarrollado un interés especial alrededor del tema migratorio y trabaja en un Centro Comunitario, en Hendersonville. “Nuestros migrantes son gente muy vulnerable, con niveles académicos bajos. La pobreza escondida en el primer mundo es más mental y emocional. Algunos no pueden leer y medio escriben, pero sacrifican su vida trabajando para pagar un carro de lujo. Muchos creen que ese es el sueño americano. Mis ideas son distintas. Soy instructora para la gente que quiere sacar su bachillerato. Enfoco mis clases como una oportunidad para que la gente se aprecie, se quiera, se sienta capaz. Disfruto mucho enseñar, no para que memoricen, sino para que se valoren como personas y se desarrollen plenamente, más allá de lo que les diga una sociedad”.

El racismo y la xenofobia creciente en Estados Unidos es algo que le preocupa. “Aunque eso es bastante grave, pienso que lo más tremendo son las limitantes que uno mismo se pone al llegar a este país. Hace años, mis limitaciones eran no hablar un idioma; luego, no sentirme querida en el ámbito familiar; luego, haber fracasado en dos relaciones de pareja… siempre hay algo con lo que nos estamos castigando. Además, tenía muchas ‘discapacidades’ añadidas: ser mujer, madre soltera, inmigrante, salvadoreña, cuarentona, etc. He aprendido a quitarme todas esas capas de auto sabotaje de encima y a intentar salir adelante, tal y como soy. Valentina me ha dado la posibilidad de reconocer mis verdaderos privilegios como mujer, como ser humano ¿Cómo, si no, hubiéramos llegado a superar tanto? No me jacto de mis habilidades como madre, pero hay cosas que he ido construyendo con ganas e intuición en este proceso. Ese ha sido mi principal viaje en la vida: el que he hecho hacia mi interior, para reinventarme como mujer y como madre y construir un buen proyecto de vida, junto a mi hija”, finaliza.

 

 

“Debes tener tu autoestima alta, para que el choque cultural no te debilite”

Por: Claudia Zavala

Aracely Robinson es segura y tajante al hablar. Es una mujer con ideas claras y decisión al actuar. Sólo así se explica el haberse “lanzado” a viajar a España, desde su natal Panamá, hace ocho años. “Todo empezó en el chat”, dice, entre risas. “Tenía una prima estudiando un Máster en la Universidad de Valencia. Yo llevaba 12 años trabajando en banca y en finanzas en mi país y necesitaba un cambio de vida. Quería aires distintos, aprender y conocer cosas nuevas. Decidí que visitaría a mi prima, para pasar juntas unas bonitas vacaciones”, recuerda.

Según cuenta, su prima le sugirió ingresar a una web de contactos, para enlazar previamente con personas de Valencia, a las que pudiese conocer en su visita y así tener a más gente con la cual recorrer la ciudad. “Así conocí a Jorge. Me pareció muy educado y simpático, cuando empezamos a conversar. Me dio muy buena sensación. Él supo de mis planes de viajar e incluso se ofreció a tramitarme la carta de invitación que piden en Migración. Resultó que, para las fechas en las que pude viajar, mi prima ya se había regresado a Panamá, pues habían finalizado sus estudios y había expirado su permiso de residencia”.

Pese al temor inicial y a las dudas, la ausencia de su prima no fue impedimento para que Aracely realizara el viaje que tanto había esperado. “Llegué a España el 22 de julio de 2009, en pleno verano español, con un calor sofocante, como en mi tierra. Jorge me recibió con mil atenciones. Ese día paseamos y comimos mariscos. A los pocos días, me presentó a su familia. Se reunieron todos en un local para darme la bienvenida, fue un gesto que me llenó mucho el corazón, a tal punto, que me quedé un mes y una semana para pasar todo el tiempo posible con él. Ahora que lo pienso, fui bien atrevida. Fue una locura venir así, tan arriesgada, sin conocer a nadie. Él vivía solo, así que fue una inmersión total como pareja. Cuando las cosas son para uno, todo fluye sin problemas. Pero hay que estar decidida a actuar, a correr el riesgo”, apunta.

Su prima sólo le había dejado un teléfono de contacto de un amigo de ella, por si las cosas con Jorge no salían bien o por si llegaba a necesitar algún tipo de ayuda. Afortunadamente, no fue necesario llamar a nadie. Las cosas salieron tan bien que, cuando Aracely regresó a Bocas del Toro, su ciudad, ya fue teniendo en mente su vuelta definitiva a España. Sólo había que buscar la vía legal para hacerlo. “La experiencia previa de mi prima, a nivel académico, me ayudó para poder hacerlo por ese camino. Presenté la documentación en la universidad y me aceptaron. En 2010, él fue a visitarme a mi país, para conocer a mi familia. Y ya en 2011, aterricé de nuevo en España, esta vez para estudiar un Máster en Gestión y Planificación de los Procesos Empresariales, durante más de dos años, en la Universidad de Valencia”, explica.

Comunicación complicada

Cuando llegó a España, Aracely reconoce que tuvo un choque cultural brutal, algo que realmente nunca imaginó, tratándose de un país con el que hay lazos históricos y se comparte lengua. “Me pasó tanto a nivel social como a nivel académico. Yo llevaba mucho tiempo sin estudiar, sólo repasaba los manuales del banco. En las clases universitarias me sentía obsoleta, no comprendía bien las explicaciones. Y además sentía que ellos no me entendían cuando yo hablaba, la forma de usar mis palabras, era como si les hablara en otro idioma. Fue algo extraño, de verdad. Me sentía bombardeada de información y me costó bastante adaptarme a la dinámica de estudios. No me podía comunicar libremente. Yo me adapté totalmente, cuando terminó el curso. He sido consciente de la excelente calidad que tenía el máster, hasta ahora. Pienso que si lo estudiara en estos momentos, lo aprovecharía muchísimo más y disfrutaría más la experiencia académica, sin ese hándicap inicial que tuve. Pero, bueno, estos son procesos humanos y uno tiene que irse adaptando, poco a poco”.

La convivencia en pareja también llevaba su ritmo. “Al principio todo fue bien. Él estaba muy enfocado en que yo me sintiera bien. Luego, es normal que empiecen a surgir las manías de cada uno, como adultos que somos. La ventaja es que nosotros nos llevamos bastante bien, nos tenemos mucho respeto y hemos cultivado una buena relación como personas, que es lo que cuenta cuando estás con alguien, sin importar de dónde sea”.

La forma de ver la vida en España y la manera de relacionarse entre ellos es algo que la sorprendió mucho al llegar. “Sabemos que no se puede generalizar, pero creo que nosotros los latinoamericanos sentimos que somos más alegres y positivos en nuestra manera de vivir y relacionarnos. Aquí la gente es más de ver los obstáculos y problemas de las situaciones, quizá porque consideran que eso es tener una visión realista de las cosas. También hay que tener en cuenta que en nuestros países hay menos oportunidades sociales y económicas y estamos acostumbrados a vivir frente a la adversidad. Nadie te ayuda, nadie te da nada. Aprendemos a resolver las cosas por nosotros mismos y a ser felices de esa manera, aunque también nos quejamos y a veces esperamos, erróneamente, que sea el gobierno quien nos resuelva la vida”, señala.

Lo que le sigue encantando del país es la seguridad que hay en las calles, en especial la belleza y tranquilidad de las calles valencianas. Y, sobre todo, la unión que hay en las familias y la intensidad de las relaciones que desarrollan: “Aquí  la gente cuando te quiere, te quiere de verdad”, destaca.

Trabajar un tiempo en el sector de seguros la ayudó, sobre todo, a conocer la dinámica social del día a día, horarios, formas de transporte público, costumbres de la gente, manera de abordarla y ámbitos en los que les parecía prioritario invertir su tiempo y su dinero.

La crianza desde dos culturas

Tener a su cargo a un niño fue algo que Aracely experimentó, incluso antes de ser madre. “Mi esposo y yo tuvimos a una niña, de 9 años, en acogida. Aunque hubo momentos duros con ella, fue una situación que me aportó mucho como ser humano. La niña estaba desamparada, bajo la tutela de servicios sociales  y nosotros la cuidábamos, mientras su situación familiar mejoraba”. Esa situación también la ayudó a conocer más de cerca el sistema social y legal español, pues hubo muchas diligencias administrativas que debían hacerse, en el contexto de acogida.

Posteriormente, el nacimiento de su hijo Joel, de un año de edad, ha sido un parteaguas que la ha hecho reflexionar sobre aspectos humanos, educativos y culturales que antes no eran prioridad en su vida. “Pienso que el principal reto para nosotros es educar a niños capaces de vivir en estos entornos multiculturales. Yo no quiero transmitirle mis miedos a él. La vida es dura y tenemos que dotarlos de seguridad, de fuerza. Cortar ese hilo de miedo y empoderarlos para que piensen diferente a generaciones anteriores. Que nos superen en ese sentido. Que no se queden atrapados en sus inseguridades. Que tengan todas sus herramientas para la felicidad, decidan lo que decidan hacer”.

Disfrutar de una crianza en la que se mezclan elementos culturales está siendo todo un aprendizaje para Aracely: “Me sigo acostumbrando a las palabras que se usan aquí. Por ejemplo, si están jugando con el bebé y, de repente, el niño los aprieta o hace algo, le pueden decir: ‘¡ay, maricón!’,  pero no se hace con mala intención o con un sentido peyorativo. Es como decirle: “¡ay, cabrito!”, jajaja! Pero, claro, la primera vez que alguien le dijo eso a mi niño, ¡casi me da ataque! Jajaja! Uno tiene que encajarlo y entenderlo. Pero también siempre está la opción de decir, con mucho tacto y educación: ‘por favor, no le hables así a mi hijo’. También ellos deben entender que hay códigos lingüísticos que deben respetarse, sobre todo, con un niño pequeño”, explica.

Conocer la historia española, su vivencia de guerra y postguerra, ha ayudado a Aracely a comprender por qué las generaciones de personas mayores en España suelen tener una visión de mundo bastante particular todavía. “Entiendo que la guerra te expone a muchas carencias, tanto materiales como emocionales. Lo poquito que tenían lo tenían que cuidar y conservar, de cualquier manera. Por eso estas personas tienen mucho miedo a los cambios, a salir de su zona de confort, porque la incertidumbre y la inestabilidad de algo distinto los conecta con esa época de dolor y angustia que vivieron. El problema es cuando se traslada eso a los hijos y nietos. Creo que es ahí donde debe hacerse el cambio, porque el mundo ya es otro”, detalla.

Si hay dos herramientas que ella considera que le han ayudado en sus años de inmersión en la cultura española son el sentido del humor y cultivar una autoestima alta. “Aunque he pasado momentos de bajón, como todo mundo, eso me ha ayudado a que los choques culturales no me debiliten. Reírse de todo y de uno mismo y recordar siempre quién eres te mantiene firme, porque a veces hay gente que te habla de una forma muy dura, muy seca, y te transmite cosas que a lo mejor no es consciente del daño que hace. Puede llegar a minar tu autoestima. Uno tiene que saberlo superar y no derrumbarse con esas opiniones”, finaliza.