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“La historia de Hungría se refleja en el carácter de su gente”

Por: Claudia Zavala

La inquietud por desarrollarse académicamente fue lo que impulsó a Margarita Lara a buscar un mundo distinto a su entorno. Su primer destino fue España. En 2006, inició sus estudios en Zaragoza, junto a tres paisanos salvadoreños más, para realizar un Master and Business Administration (MBA).

Los estudios también incluían prácticas remuneradas en empresa. Margarita aprovechó la oportunidad a tal punto que decidieron contratarla para que se quedara de forma permanente en el país. “Me dijeron que me harían contrato para legalizar mi residencia, pues antes había estado sólo con permiso de estudiante. Me fui de vacaciones a El Salvador y, cuando volví, me dijeron que ya no podían contratarme. Era 2008, y la crisis económica había empezado”, relata.

Al verse nuevamente en España, sin trabajo y sin ahorros, pues se los había gastado pensando en que llegaría a trabajar, inició una búsqueda intensa de empleo, para conseguir un contrato que le ayudara a quedarse de manera legal.

“Para entonces, había terminado una relación con un chico español que tenía una empresa. Aunque ya no éramos pareja, él me ayudó con el contrato y con los papeles. Después, conseguí otro trabajo, pero la crisis cada vez impactaba más fuerte. Y Zaragoza es una ciudad industrial, que depende de la construcción, que fue el sector más golpeado económica y laboralmente. A finales de 2009, cerraron la empresa. Seguí buscando trabajo, con la idea de continuar en España. Modifiqué mi currículum, quité formación, para trabajar de lo que fuese… y aún así no conseguí nada. Esa época fue muy dura y muy frustrante para mí. Llegué a dormir un tiempo en un sofá, en casa de una amiga, para ahorrar”.

Cuenta Margarita que España la impactó mucho al llegar, pues ella venía de un hogar muy conservador y la cultura española le pareció bastante liberal. Del país le gustaban su infraestructura, parques públicos, estadios, hospitales y la belleza de  los mercados.

En medio de sus idas y venidas con los trabajos y la regularización de su estatus migratorio, conoció a Pedrito, un húngaro que estaba estudiando español y que vivía en Valencia, a unas cinco horas de Zaragoza. Iniciaron una relación que no era muy formal, según cuenta, pero que poco a poco fue consolidándose. “Cuando lo conocí, mi corazón todavía seguía enganchado a mi relación anterior. No pensé que iba a centrarme en otra cosa. Pero, poco a poco, con el tiempo, lo vi de otra manera y decidimos apostar por lo nuestro”, explica.

La hermosa Budapest

En vista de la falta de trabajo en España y que la etapa de estudios había finalizado para ambos, Pedrito le propuso mudarse a Budapest, su ciudad. Otro cambio. Otro inicio. “Fuimos a finales de 2009 a El Salvador, para que conociera a mis padres y supieran de nuestros planes. Y, en marzo de 2010, volamos a Hungría. Ahí sí fue un shock, porque no entendía nada de lo que la gente hablaba. Llegamos en primavera, pero estaba nevando. Inicialmente, no me podía valer por mí misma. Pensé que me podría deprimir, eso me asustó mucho”.

Eso sí, cuando llegó, quedó prendada de la belleza de Budapest. Le impresionó su centro histórico y, además, la cultura de los húngaros que conocían detalles sobre El Salvador, no precisamente buenos, pero lo conocían y no lo confundían con otras ciudades o países de Centro América.

Para paliar su soledad y falta de conocimiento del idioma, buscó grupos de mujeres latinoamericanas en su ciudad. “Comencé a salir con latinas, casadas con húngaros como yo, para conversar y tomar café. Tampoco encajaba mucho con ellas, porque casi todas tenían hijos y los temas giraban en torno a eso. Y yo tenía otras inquietudes”.

Esas inquietudes y su esfuerzo por mejorar, la situaron en un puesto en el área financiera de la multinacional IBM, sólo un mes y medio después de su llegada. Se desempeña en inglés, pues trabaja puntualmente para el mercado de Irlanda y Reino Unido. “En esas primeras semanas, también di clases de español, para poder moverme por la ciudad en transporte público, conocer mejor, familiarizarme con las calles, los horarios, el clima, la dinámica de vida”, recuerda.

En 2014, luego de que Sofía, su primera hija naciera, viajaron a Costa Rica, para vivir ahí durante un año y medio, por cuestiones de trabajo de su marido. “Me impresionó la naturaleza, el amor y respeto por su país, animales, tierra y que, comparado con El Salvador, es mucho más seguro, más limpio y la gente más educada. Creo que cada lugar es reflejo de su educación y es encantador a su manera”, añade.

En febrero 2016, regresaron a Hungría, ya no tres, sino cuatro en la familia. “Yo venía con 8 meses de embarazo de Mateo. ¡Casi no me dejan volar! Mi bebé nació en marzo y, por ahora, llevo casi 15 meses cuidándolo, aunque estoy de licencia maternal desde que nació mi hija. Quiero disfrutarlos y poder dedicarme totalmente a ellos. Considero que criar a los hijos es difícil en todas partes del mundo. En mi país podría contar con la ayuda de mi familia, pero aquí se compensa un poco con la ayuda que te da el sistema”.

Los impuestos en Hungría son uno de los más altos en toda Europa. Pero, según explica Margarita, los beneficios de pagarlos se reflejan en etapas de la vida como la maternidad. “Te permiten tener hasta tres años de baja maternal, manteniendo tu trabajo, aunque yo ya llevo un poco más. Te pagan, durante los primeros seis meses, el salario completo y luego un porcentaje y ayuda del Estado”.

Cultura e historia

El carácter húngaro es algo a lo que ella aún se está adaptando. “Sonríen poco, tal vez cuando hay sol. Y no siempre. Y no todos. Son recogidos, ceremoniosos y un tanto negativos y cerrados, diría yo. Se quejan por todo. Creo que ha sido un pueblo tan sufrido y agredido, históricamente, que eso se refleja en su forma de ver la vida. Aunque haya tanto contraste con mi cultura y mi personalidad, porque yo soy muy positiva y me gusta sonreír, ellos me han enseñado mucho, la resiliencia, sobre todo. Es increíble cómo han salido adelante, cómo han superado tanta adversidad y cómo defienden su identidad y cultura, a capa y espada. Además, son muy cultos. Les encanta leer. Desde pequeños, tienen una cantidad de libros increíble, algo impensable en un país como el mío, lastimosamente”.

En los documentos oficiales húngaros figura siempre el nombre de la madre, no del padre. Los hombres acostumbran a entrar primero ellos solos a los restaurantes o bares, para verificar que es un lugar seguro y que pueda entrar luego su pareja. Hombres y mujeres se dan dos besos al saludarse, pero empezando siempre por el lazo izquierdo. El transporte público es muy bueno y las calles son bastantes seguras para caminar a cualquier hora del día. Socialmente, se valora mucho el orden y la puntualidad. Para obtener la ciudadanía húngara se necesita vivir al menos cinco años en el país y tener un hijo. Si no tiene hijos, deben ser siete años. Las instituciones suelen ser bastante burocráticas y pocos funcionarios públicos hablan inglés, así que es difícil resolver trámites oficiales para alguien que no domine el idioma.

Margarita reconoce que, en los últimos años, con la llegada de inmigrantes y, sobre todo, de refugiados sirios a Hungría, se ha despertado un sentimiento xenófobo que ella no había experimentado previamente. “Yo soy bien morena y, cuando llegué, en 2010, me sentía exótica, me encantaba. La gente se acercaba a mí con interés y verdadero respeto, me preguntaban de dónde era”. Ahora, dice, han proliferado agrupaciones políticas que culpan a los inmigrantes de las dificultades sociales y económicas de ciertos sectores húngaros y eso ha hecho que ciudadanos que no están tan informados de la geopolítica mundial de verdad los vean como culpables de sus problemas.

Incorporarse a su trabajo en el próximo otoño es su prioridad más inmediata. También se ha despertado su inquietud emprendedora y quiere importar café salvadoreño a Hungría. Y no descarta mudarse nuevamente de país, esta vez, de ser posible, al continente americano, para estar más cerca de su familia. “Creo que en la vida uno siempre tiene que hacer las cosas bien, ser correcto, honesto. Y más cuando vivimos fuera de nuestro país, porque nos miran con lupa, nos juzgan. Yo siento, además, que debo ser un ejemplo para mis hijos. Que vean cómo me comporto, cómo es mi educación, cómo pienso, cómo hablo y de esa manera que aprendan a tratar a los demás y a relacionarse con el mundo. Y en entornos tan especiales como el húngaro es algo que debo poner en práctica, a diario”, finaliza.

“Hay que integrarse, pero jamás perder la esencia”

Por: Claudia Zavala

Si esta entrevista tuviese audio, estaría llena de muchas risas. Las de Rosalyn Coneo Suárez. Divertida, simpática, con mucho sentido del humor. Es imposible no rendirse a su buena vibra y a su sonrisa amplia y contagiosa.

Cuando reflexiona sobre los motivos que la impulsaron a emigrar desde su natal Cartagena de Indias, Colombia, no duda en afirmar: “Desde pequeña yo decía que iba a viajar a España. No sé por qué, pero tenía esa seguridad. Soy Ingeniera en Sistemas, estaba familiarizada con computadoras. En el año 2000, se me ocurrió entrar a un chat para conocer gente, sin tener mayores expectativas de nada. Sólo por probar. Entonces, no existían las páginas de contacto que existen ahora y la gente ni siquiera tenía foto en sus perfiles, sino que una imagen ‘x’ y ya. Recuerdo que seleccioné la foto de un hombre con cara de aburrido, muy graciosa. Yo dije ‘vamos a darle click a esta carita y a ver por qué está aburrido este muchacho’”, dice con su acento cartagenero.

El “muchacho aburrido” resultó ser el hombre que robaría su atención, durante los siguientes meses, al punto de llegar a enamorarse intensamente. Y era de España, el lugar que desde pequeña había dibujado en su mente como destino de vida.

“Me enamoré muchísimo, ‘mija’. El siguiente año, él llegó a Colombia para conocerme. Como mi familia estaba asustada, por si resultaba ser un psicópata, se vinieron todos conmigo al aeropuerto, jajaja!! Lo recogimos en Bogotá. Ahí son famosas las flores, por su belleza. Él me había dicho que me compraría unas de regalo. Y yo, al primero que vi con flores, empecé a hacerle señas y caritas… qué vergüenza! Pasó a mi lado y le dio las flores a otra! Ese no era el mío. Y, de remate, se me quebró el tacón del zapato y me puse de emergencia los zapatos de mi mamá. Así que ahí estaba yo, sin flores y con zapatos de señora, esperándolo… hasta que apareció y, por fin, se dio ese encuentro que cambio mi vida”, relata.

La relación se consolidó con el tiempo y, en octubre de 2004, Rosalyn emigró a España para iniciar un nuevo proyecto de vida. “Antes de viajar, me casé por poderes en Colombia. Mi pareja le dejó el documento firmado a mi padre, y él y yo fuimos al notario a casarnos, jaja! Fue un poco raro, pero así tuvimos que hacerlo, para agilizar el tema de trámites legales y que yo pudiera viajar sin problemas”.

Cuando llegó, el cambio fue bastante fuerte. Sobre todo, porque decidieron vivir en casa de la madre de su esposo. La relación fue cordial inicialmente, pero luego fue evidente que la pareja necesitaba su propio espacio. “Aunque nosotros los latinoamericanos somos muy familiares,  siempre se dice que es mejor que cada pareja viva en su propia casa y así evitar ciertos conflictos. Así que ahorramos todo lo que pudimos y nos mudamos. No hay mala relación con mi suegra, si no que ella es como es, y nosotros necesitábamos construir nuestro hogar”, explica.

El tema lingüístico también significó una transformación para ella. “Aunque españoles y colombianos se supone que hablamos el mismo idioma, hay muchas cosas en las que no nos entendemos. Yo, ahora después de todos estos años, entiendo el sentido de algunas frases que, al principio, no comprendía ni papa. Por ejemplo, mi marido me decía ‘yo vivo al lado del metro’. Para mí, al lado es al lado, cerquita, pegadito, pues. Y no, luego supe que tenía que caminar varias cuadras, ‘mija’, jajaja!”.

También notó que la dinámica social española era distinta a la de su tierra. Al principio, sólo se relacionaba con el entorno de su esposo, pues no conocía a nadie más. “Recuerdo que sentía raro, porque yo me arreglaba mucho para salir, así como somos en general las mujeres latinoamericanas. Me peinaba, me maquillaba, yo toda emocionada, esperando la hora de la cita. Y ya cuando nos reuníamos, las novias o esposas de sus amigos salían con la cara lavada y vestidas muy sencillas. Aquí la mujer es más natural. Poco a poco, me fui adaptando a eso y ya no me  maquillo tanto. Sigo arreglándome, pero de una forma más sobria”.

Los bailes de los fines de semana con sus amigos en Cartagena también habían quedado en el pasado. “Aquí casi nadie baila. Mi esposo, para agradarme, hizo el intento de aprender a bailar, pero el pobrecito no tiene swing. Entendí que aquí las salidas entre amigos, generalmente, sólo son para cenar y tomar una copa. Y con esos horarios españoles que ya sabemos cómo son… quedar a media noche para tomar algo, después de cenar a las 10 u 11 de la noche. Eso es difícil de entender, para alguien que no ha nacido aquí”.

Rosalyn comenta que, cuando llegó en octubre de 2004, no había estallado la crisis económica y había mucho trabajo. Así, consiguió pronto empleo como azafata en una tienda. A los pocos meses, en 2005, encontró trabajo en su área de especialización, en una empresa de informática, que es donde continúa trabajando.

“Desde el principio, me adapté bien laboralmente. Tengo la suerte de tener un jefe que es muy buena persona y divertido. Con mis compañeros hay muy buena relación. Yo creo que los he influenciado un poco, porque ahí todos hablan con mis palabras cartageneras, y porque yo los ato en corto, jajaja! Creo que les hace gracia mi personalidad y yo los siento respetuosos y cariñosos conmigo. Para mí, después de todos estos años, lo más importante ha sido integrarme social y laboralmente, pero jamás perder mi esencia”.

La organización de las instituciones también fue un elemento nuevo para ella. Aunque reconoce que en España aún hay muchas cosas por mejorar, hay una gran diferencia con su país, en ese aspecto. “Allá todo es mucho más lento y tardado, sobre todo en Cartagena. Nosotros somos como los andaluces colombianos… nos gusta la rumba, descansar, la vida más tranquila. El contraste cada vez lo noto más, porque yo me he ido impregnando mucho de la cultura española, durante todos estos años. Es un proceso del que uno no es consciente, pero que evidencia cada vez que va a su país o habla por teléfono con su familia. Ellos se lo notan mucho a uno”.

La moda como gran sueño

Rosalyn asegura que, desde que recuerda, siempre le ha gustado dibujar y diseñar. “Cuando estaba recién llegada a España, mi marido me regaló una máquina de coser. Comencé a hacer pequeñas cosas… un delantal, un cojín, cosas sin mayor dificultad. Encontraba los patrones en revistas y simplemente lo hacía como hobbie”, señala.

Cuando en 2008 estalló la crisis, su jefe les advirtió que vendrían tiempos difíciles y que tendría que hacer reducciones de horas de trabajo, para poder mantener a la plantilla de la empresa con mucho esfuerzo. Rosalyn, entonces, empezó a trabajar sólo medio tiempo. Con las horas vespertinas disponibles, decidió aprovechar el momento y estudiar diseño, algo que siempre había querido hacer. Así, ingresó a una academia y estudió un año Diseño de Producto y dos años Diseño de Moda. Pese al esfuerzo de estudiar y trabajar, simultáneamente, era una de las alumnas más aventajadas y con muy buenas notas. “Al terminar mi formación, presenté mi colección y organicé desfiles. Mi propuesta tuvo muy buena acogida”, asegura. En ese contexto, desarrolló su marca “Coneo Wei”, con diseños coloridos y muy femeninos. También diseñó prendas especiales, inspiradas en la comunidad “Amish”, un grupo etnorreligioso, cristiano anabaptista, conocidos, entre otras cosas, por su sencillo estilo de vida y por su vestimenta modesta y tradicional.

“Tuve esa experiencia puntual con ‘Coneo Wei’ y ahí se ha quedado. Volveré a trabajar en noviembre, en la misma empresa de informática. Me siento contenta y agradecida por tener trabajo y porque reconozcan mis capacidades. Aunque sé que el diseño de modas es un talento que tengo, me pasa como a muchas personas, y es que me da miedo emprender, porque no quiero endeudarme. Prefiero mantener seguro lo que tengo, pero no descarto hacer algo más adelante. Tengo ese reto pendiente en mi vida”, dice.

Pero, según relata, el mayor reto que de momento la ocupa es la crianza de su bebé, Aimar, de casi un año. Aunque lógicamente tendrá una total influencia de su padre, su familia paterna y la sociedad en la que ha nacido, a ella le interesa criarlo con esa alegría cartagenera y con el respeto hacia su cultura colombiana. Y, si hay un escenario en el que se plasma más el contraste cultural, ese es el de la maternidad.

“Por todo lo que me cuentan mis amigas y por las noticias que veo al respecto, mi sensación es que, lastimosamente, en mi tierra han proliferado mucho las cesáreas y han disminuido los partos naturales y respetados, pues se sabe que así las clínicas privadas ganan más dinero. Quizá por el entorno con el que me relaciono aquí, percibo más el auge de un movimiento de respeto a la crianza natural. Al menos esa ha sido mi experiencia. Allá a la primera de cambio ya dan biberón y no pecho. Cada mujer decide lo que mejor le parece, es cierto, pero creo que también es cuestión de la información que recibimos sobre lo que es mejor para la mujer y el bebé. Y esas también son conveniencias sociales, empresariales y económicas. La manera en la que se pare a un hijo y se le cría también dice mucho del progreso de una sociedad”, reflexiona.

Con el tiempo, ha consolidado a un grupo de amigas colombianas residentes en Valencia, la ciudad en la que vive, pero  la maternidad también le ha permitido conectar con una variedad de mujeres con perfiles muy diversos: “Me encantan. Somos todas muy distintas. De diversos países, costumbres y formaciones. Nos respetamos como somos. Es muy bueno estar conectadas, porque así nos apoyamos y aprendemos entre todas. Al final, una madre siempre quiere lo mejor para su hijo, no importa de dónde sea”, finaliza.

Partir de cero no es partir de cero

Por: Claudia Zavala

Este espacio de reflexión nace del profundo impacto que la muerte y la enfermedad ocasionaron en mi vida. En cuestión de un año, murió mi madre, murió mi abuela y a mi hermana le diagnosticaron cáncer. Y, en medio de ese tiempo convulso, nació mi hijo. Como el guiño de renovación y esperanza más grande que se puede recibir. Entendí, entonces, y de manera muy intensa, que nuestro paso en este mundo es realmente efímero y que, tanto el principio como el final de un ciclo, se abrazan entre sí, tejiendo en medio esto que llamamos vida. Recordé todas las veces que mi mamá me dijo lo que le hubiese gustado hacer, aparte de todos los objetivos laborales y académicos que logró coronar. Era inteligente, activa y decidida. Pero su tiempo no fue suficiente para concretarlo todo. Recordé las maravillosas manos de mi abuela para la costura. Sus vestidos para las reinas de carnaval que se quedaron grabados en mi memoria.  Tampoco fue una realidad ese taller tan bonito que ella pudo haber creado con su talento. Así construye uno su historia: Como el destacado o el austero resultado que se desprende de las decisiones que tomamos frente a las circunstancias que vamos enfrentando.

La maternidad fue una revolución que sacudió mi universo. Esa madeja de emociones y hormonas hizo que replanteara muchas cosas en mi vida, entre ellas, mi enfoque laboral. Después de 20 años de trabajo en las áreas del periodismo, comunicación y proyectos de cooperación al desarrollo, buscaba la manera de hacer que, de alguna forma, mis conocimientos se entrelazaran y se concretaran en algo propio. Deseaba que mi mochila de experiencias sirviera para crear algo que yo pudiese entregar a los demás. Elaborar un hilo conductor coherente. Impactar positivamente en sus vidas. ¡Dar por fin el salto!

Durante mi embarazo y en medio de pañales y talleres de lactancia, busqué, leí, estudié, pensé, descarté, repensé… Yo que siempre he sido fuerte y flexible para los cambios, me proyectaba en un escenario de absoluta independencia laboral para el que nunca fui educada ni incentivada. Y me aterraba. Durante los largos meses que duró ese proceso de búsqueda, evidencié en mi interior las cadenas pesadas y enmohecidas que me tenían atada a mentalidades de escasez, miedo y a una dinámica aplastante de trabajar para otros, propias de mi cultura y de mi entorno personal y profesional. Debo decir que el verdadero trabajo fue volver a creer en mí misma. Comprobar que era suficiente con lo que ya era. Y que uno nunca parte de cero: Su mundo entero lo acompaña siempre.

Luego de un buen tiempo de búsqueda y re-conexión interior, lo demás  vino rodado: Se dibujó este espacio editorial para dar luz a reflexiones, historias y herramientas que promuevan la interculturalidad, diversidad y tolerancia. ¿Por qué esos temas? Porque son los que me han permitido enfrentar el mundo, durante estos 12 años que he vivido fuera de mi patria. Y porque son también los que han hecho que replanteara, una y otra vez, el tipo de persona en que he llegado a convertirme.

Amin Maalouf, en su libro “Identidades asesinas” dice: “La identidad de una persona no es una yuxtaposición de pertenencias autónomas, no es un mosaico: Es un dibujo sobre una piel tirante. Basta con tocar una sola de esas pertenencias para que vibre la persona entera”.

Y aquí estoy yo. Vibrando. Con todo esto que soy ahora y que me define. Con esos pedacitos que a veces no logro distinguir, pero que existen y me construyen cada día. Soy parte de la gran diáspora. De ese conjunto de personas separadas de su tierra que hilvanan su necesidad de arraigo entre nuevas lenguas, comidas, climas y códigos. Esa diáspora que, al margen de su punto geográfico, late y configura su mundo con profundas contradicciones, miedos y creencias arraigadas.

Mientras, continúo en pleno proceso creativo, productivo y logístico de nuevas ideas y productos concretos que pronto compartiré. Abro este punto de encuentro hoy, con vocación de diálogo y comunidad permanente. Gracias por estar ahí.