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“He tenido dos experiencias migratorias distintas, en Alemania”

Por: Claudia Zavala

Tener la oportunidad de experimentar dos procesos migratorios en un mismo país, en dos etapas distintas de la vida, no siempre ocurre. Rosmery Santamaría de Ramírez comparte cómo fueron sus vivencias, en Alemania, en 1988, cuando llegó por primera vez, y 23 años después, cuando emigró, nuevamente, desde su El Salvador natal.

Originaria de Suchitoto, Rosmery era una estudiante de Odontología cuando su esposo viajó a Alemania, para realizar sus estudios de Maestría en Ingeniería Electrónica, en 1987. “Yo me quedé terminando mi carrera universitaria y viajé un año después, con mi hija que entonces tenía 3 añitos”.

Con 27 años, llegó a una sociedad que recuerda muy distinta a la suya: “Aterrizamos en Berlín, donde estaba becado mi esposo. Entonces, era una ciudad muy distinta a la de ahora. Como nuestros permisos legales y nuestra situación social y económica eran de estudiantes, vivíamos al mínimo, en muchas cosas. Yo recuerdo que todo me parecía negativo: el idioma, el clima, la cultura, la gente… fue una época en la que estuve centrada sólo en lo negativo del país y lo pasé realmente mal por eso”.

Rosmery explica que lo que experimentó, en esa época, fue una sociedad fría, cerrada a los demás, en la que las dificultades para los extranjeros eran muchas. “Nos costó bastante acceder a una vivienda. No conocíamos gente y nuestra adaptación no fue fácil. El idioma se me hizo realmente difícil, de verdad, tenía un bloqueo enorme y la adaptación se me volvió complicadísima”.

Los estudios de Maestría de su esposo terminaron, en 1990. En ese tiempo, dos hijos varones  hicieron crecer a la familia. Aunque las cosas habían mejorado un poco económica y socialmente y su esposo tenía la oportunidad de continuar con sus estudios de Doctorado, Rosmery cuenta que le sugirió regresar a El Salvador pues ella, además, quería terminar el año social de su carrera, de la cual ya había egresado. “Mi parte profesional pesó. Pero creo que también la nostalgia por el país y mi familia hizo mella en mi parte emocional. Soy hija única y estaba acostumbrada a otra dinámica familiar. Extrañaba mucho a mi gente”.

Así, el matrimonio y sus tres hijos de 6, 2 años y 5 meses de edad, regresaron a El Salvador, el 3 de octubre de 1990. Justo el día de la celebración de la Reunificación Alemana, luego de la caída del Muro de Berlín, que se dio en noviembre de 1989. “Fueron fechas históricas tan especiales a nivel mundial, pero yo estaba metida en mi proceso personal.  Recuerdo que hasta con alborada nos fuimos ese 3 de octubre de Alemania, nunca lo olvidaré”.

Cuando llegaron a El Salvador, encontraron a un país que recién salía de una guerra. Era el momento de la reconstrucción y, según Rosmery, la incorporación laboral de su marido no fue complicada. “Acababa de terminar la guerra, pero no se percibía tanta inseguridad en las calles. De alguna forma, se sentía un dinamismo económico y una esperanza de avance en la sociedad”. Para que sus hijos no perdieran el nivel del idioma alemán que habían aprendido, los matriculó en la Escuela Alemana de El Salvador. Ella coronó su carrera y comenzó a desarrollarse profesionalmente como odontóloga.

Sin embargo, pese a haber regresado a su cultura y estar, nuevamente, cerca de su familia, Rosmery reconoce que la vuelta no fue como la había imaginado: “Fue súper extraño… pero sentí un choque cultural en mi propio país. Me molestaba la impuntualidad, el ritmo de las cosas, varios detalles de la cultura. Sentía como que algo mío había dejado en Alemania y hasta experimenté nostalgia por ese país. Inconscientemente, lo comparaba todo siempre. No se lo quise decir a mi esposo, porque ya habíamos tomado esa decisión tan importante y pensé que sería cuestión de tiempo que me acoplara, nuevamente”.

Lo que Rosmery comenta que le sucedió es lo que los psicólogos que estudian el tema de duelo migratorio llaman “choque cultural inverso”. Se refiere, básicamente, a un proceso de reajuste y reasimilación dentro de la propia cultura, después de haber vivido en un país diferente, por un período de tiempo. Emerge cuando las personas pasan esa etapa de “recién llegados” a su país y se incorporan a la cotidianidad y rutina laboral y social. Es el momento en que se es consciente de que la propia identidad se ha transformado y que el lugar añorado y la sociedad de origen no es, necesariamente, como la persona los imagina.

En el año 2002, mientras continuaba con su vida familiar y su labor como dentista en Bienestar Magisterial de El Salvador, Rosmery cuenta que comenzó a sentir el deseo intenso de vivir, nuevamente, en Europa. “Se me puso en el corazón que tenía que regresar aquí. Mi deseo inicial era viajar a España. Surgió alguna oportunidad laboral para mí, pero buscábamos también algo para mi esposo y no se dio. Por las razones que sean, en España no se nos abrieron las puertas”, dice.

Años después, sus dos hijos varones tuvieron la oportunidad de viajar a Alemania para estudiar en la universidad, en 2008 y 2009, respetivamente. Ante eso, el matrimonio comenzó a buscar oportunidades laborales en Alemania, enviando currículums y haciendo algunas entrevistas presenciales, en Alemania, que, entonces, no rindieron frutos.  “Yo soy cristiana. En ese momento, le pedí dirección a Dios, para que me ayudara a tomar decisiones y nos mostrara el camino a seguir. Tiempo después, a  mi yerno le salió una beca de estudios en Alemania, por lo que mi hija se trasladó, por un tiempo, a vivir ahí también”.

Mientras continuaba con su vida en El Salvador y teniendo a sus hijos estudiando en Alemania, el matrimonio volvió a intentar nuevamente una búsqueda de empleo, en 2011. “Esta vez fue sorprendente. Mi esposo hizo dos entrevistas por Skype, no tuvo que viajar como las veces anteriores. Fueron sin mayor expectativa y una de ellas fue la que salió bien al final. Fue muy bueno, porque se trataba de la misma empresa en la que él trabajaba en El Salvador y en donde ya ha cumplido 25 años de laborar”.

Así, después de 23 años de su primera experiencia, Rosmery volvió a Alemania, en noviembre de 2011. Se instalaron en Fürth, una ciudad de Baviera, ubicada a 10 kilómetros de Núremberg, en el sur del país. “No sé si tendrá que ver la edad, regresé con 50 años, o nuestro estatus que es distinto. Ya no somos estudiantes, sino profesionales. Veo las cosas de manera diferente. Mi actitud mental y emocional también ha sido otra. Mi interés y esfuerzo por aprender el idioma es bien alto. Aunque me cuesta mucho, estoy enfocada en hacerlo y, sobre todo, valoro profundamente la oportunidad que tengo con una experiencia como esta, en este momento de mi vida”.

Rosmery también afirma que, “sorprendentemente”, se dieron las cosas para que pudieran adquirir una casa muy bonita y en excelentes condiciones, pese a estar “en el límite de todo”: “Éstábamos prácticamente recién llegados, teníamos ya una edad para que el banco nos la aprobara, no somos jovencitos, también hacía falta resolver muchos papeles de extranjería, pero fue increíble cómo apareció gente que nos ayudó en todo. Todavía estamos con la boca abierta por cómo se dio todo. Definitivamente, Dios tenía un propósito para nosotros en este país”, añade.

Uno de los aspectos que han marcado las condiciones de su segunda oportunidad migratoria es el proceso de integración social que ha tenido en la ciudad en la que reside. Desarrollando su fe como una misión de vida, ella y su familia participan en una iglesia cristiana alemana- latina, en su localidad. “Trabajo con un grupo de mujeres latinas, en su gran mayoría, de Cuba, Brasil y Venezuela. Ayudamos a otras mujeres que tienen diversos tipos de problemas. También mandamos ayuda, como ropa y comida, a países como Líbano y Siria. Cuido a niños refugiados sirios que han llegado a este país huyendo de la guerra y que sus madres están estudiando alemán o empezando a trabajar en lo que pueden. Involucrarme en esa labor social tan necesaria ha hecho que mi vida ahora tenga un sentido distinto y que entienda muchas cosas del sistema alemán que antes no comprendía”.

Su objetivo por aprender el idioma alemán es prioritario. “Mi profesora es de origen argentino, casada con un alemán, y me dice que no desespere, que este aprendizaje lleva tiempo. Voy a cumplir 56 años y muchas personas de mi edad siguen aprendiendo. Hay gente a la que se le da con facilidad, como mi esposo, que lo aprendió en 6 meses. Mis hijos lo aprendieron desde pequeños. A mí se me resiste un poco, pero no pierdo mi empeño en conseguirlo”.

El carácter, en general, de la cultura alemana es algo que ahora lo valora también de manera diferente: “Es verdad que ellos son secos, serios. No se abren fácilmente a los demás. Pero, cuando lo conocen a uno, son personas sinceras. Si le van a hacer un favor, se lo hacen de verdad. Creo que hay muchas cosas positivas que uno puede aprender de ellos. Por ejemplo, lo cívicos y limpios que son con el tema de la basura; la puntualidad, en lo que son súmamente estrictos. Viven la dinámica familiar de otra manera, pues los hijos muchas veces se van del hogar al cumplir los 18 años y los padres se quedan solos y mayores en casa. Quizá por eso son tan secos con el mundo”. También destaca la calidad del transporte público y la seguridad en las calles alemanas, al menos la de la ciudad en la que vive. “Es una lástima, pero en mi último viaje a El Salvador ya me daba miedo andar en bus. Ese temor de andar en la calle y que a uno le pueden robar o hacer algo, hace que la gente no pueda vivir tranquilamente”.

El tiempo que dure este ciclo migratorio es indefinido aún, pues ella relata que esperan que su esposo se jubile laboralmente en Alemania. El compromiso familiar en la iglesia de la localidad también pesa, pues incluso uno de sus hijos lidera el grupo juvenil de la congregación. “Aquí no hay necesidad económica, como en nuestro país, pero sí siento que hay una gran necesidad espiritual. Las vivencias de esas mujeres que ayudamos con sus hijos muchas veces son complicadas, pues estas también son sociedades en las que la familia puede desintegrarse fácilmente y los hijos toman caminos no adecuados. Cuando vienen misioneros de Brasil y El Salvador, les abrimos la puerta de nuestra casa, porque sentimos que así estamos devolviendo esa gran bendición que nos ha sido dada. Cuando le hablo al corazón de una mujer que está pasando por dificultades o una etapa dolorosa, les digo que las comprendo, que no es fácil, que este es el ‘segundo round’ para mí en este país. Que no importa si lo intentaron una o dos veces y no pudieron, que sigan adelante, que no pierdan la esperanza. Que se alejen de personas negativas, tengan fe y, sobre todo, se mentalicen en sus objetivos. Eso es lo fundamental para seguir adelante y ser felices en esta vida”.

 

“He creado un nuevo concepto de familia, en el extranjero”

Por: Claudia Zavala

El proceso migratorio de Sandra López tiene matices similares a los de muchas personas que viven fuera de su país de origen. Sin embargo, sus circunstancias personales han marcado una profunda transformación, en cuanto a los modelos familiares y vitales que tenía estructurados, a los 24 años, cuando decidió emigrar de El Salvador.

“Llegué a Reino Unido, en abril de 2002. Tenía 7 meses de haberme casado. Aunque se crió en El Salvador, mi esposo tiene nacionalidad inglesa, porque nació aquí. Queríamos formar una familia y que nuestros futuros hijos tuvieran una vida distinta, tranquilidad, seguridad y oportunidades de desarrollo. Ese fue nuestro principal motivo para emigrar”.

Apoyados inicialmente por miembros de una congregación religiosa, amigos de los padres de su marido, la pareja llegó al sur de Londres, un día de primavera. “Hacía un frío terrible, a pesar de la estación. Recuerdo que vi todo gris y feo. Salí de la estación de tren, me apoyé en una pared y comencé a llorar. Me impactó mucho ese cambio tan drástico. Yo era muy joven y me dejé llevar, iba totalmente confiada. Pero no era lo que yo esperaba”.

Un estatus diferente

Reportera de televisión en su país de origen, le faltaba un año y medio para terminar la carrera de Comunicaciones. El pueblo sureño al que llegaron estaba habitado fundamentalmente por ingleses ancianos, que viven su jubilación cerca de un mar helado y color marrón. “Vivíamos en la casa parroquial con los sacerdotes. Nos dieron un mes para vivir ahí. Con los pocos ahorros que teníamos, nos teníamos que buscar la vida. Al mes, nos tuvimos que ir a otro pueblo. Ahí, nos dieron otro mes más de posada, mientras buscábamos trabajo. Justo cuando se nos iba a acabar el dinero, mi esposo encontró trabajo de chef, en un restaurante mexicano. Yo tenía que esperar 6 meses para pedir mi permiso para trabajar. En ese entonces, tampoco sabía inglés, así que mi situación era realmente desesperante”.

Con el primer sueldo de su marido, rentaron un pequeño apartamento y Sandra comenzó a  trabajar en un restaurante de comida rápida. “Recuerdo que lloraba a cada rato. Después de trabajar en televisión, me vi limpiando mesas. Muchos pasamos por esa situación como inmigrantes, pero cada quien lo vive y lo procesa a su manera. Recuerdo que mi marido me animaba bastante en ese entonces. Y yo también me decía a mí misma que tenía que aguantar y luchar, para superar esa etapa inicial, que es la más dura”.

Mientras procesaba el choque cultural, lingüístico y climático, decidieron moverse a Londres, en el año 2003. Con su permiso para residir y trabajar en regla, Sandra consiguió empleo en un hotel, arreglando camas. Su marido se ocupó como chef. “Vivíamos en una casa vieja, sin ascensor, con el techo puntiagudo, pero bajito. Me daba en la cabeza a cada rato. Recuerdo que durante todo ese año y hasta 2004 lo único que tenía en mente era que me quería regresar a mi país. Ese mismo año, vinieron mi hermano y unos amigos que estaban estudiando a compartir casa con nosotros, durante un tiempo. Pero cuando se fueron, nuevamente mi decepción por el lugar salió a flote. Por más que intentaba, no lograba sentirme bien ahí”.

La noticia de un embarazo llegó, en el verano de 2004. Entonces, Sandra había logrado ubicarse en un trabajo de tiempo completo en una “Nursing home”, una especie de asilo, cuidando ancianos. “Mi hijo nació, en marzo de 2005. Fue cesárea y, durante la intervención, me cortaron la vejiga accidentalmente. Fue horrible. Tuve una recuperación muy difícil. Mi mamá viajó desde El Salvador y me ayudó durante un mes y medio. Luego de que terminaron mis 5 meses de baja maternal, recurrí a una ‘childminder’, para que me cuidara a mi hijo, porque las guarderías son carísimas. Quedaba a la par de donde yo trabajaba. Pero, luego descubrimos que era una persona depresiva y tuvimos muy mala experiencia con ella”.

La salud en vilo

Ante eso, Sandra comenta que su marido comenzó a estudiar Computación en la universidad y a cuidar al niño, durante la media jornada de trabajo de ella. En 2006, llegó la noticia de un segundo embarazo. Era una niña que nació en 2007. “Recuerdo que ese embarazo fue muy cansado para mí, por el trabajo, el cuidado de mi niño pequeño y las molestias propias de la gestación. De remate, me hicieron otra vez cesárea y me volvieron a perforar la vejiga ¡otra vez! Incluso tuve una parada respiratoria en quirófano y acabé en cuidados intensivos. ¡Casi me muero! Mi mamá vino a ayudarme, menos mal. No sé realmente qué hubiese sido de mí sin ella”.

Como su recuperación, esta vez, sería más larga y complicada, Sandra decidió viajar a El Salvador, para tener más apoyo en el cuidado de sus hijos. Se quedó dos meses junto a su familia, hasta estar mejor. Al regresar a Londres, estuvo un buen tiempo dedicada sólo a la crianza de sus hijos, mientras su esposo trabajaba en la universidad a tiempo completo.

Con un mayor dominio del idioma inglés, decidió estudiar una especialidad en “Social care”, mientras también trabajaba a tiempo parcial. “Mi hija ya tenía un año y medio, se quedaba con una “childminder” y mi hijo ya iba a ‘Nursery’, que es como el kínder aquí. Nuevamente, mi mamá fue mi gran apoyo en esa época, porque yo estaba agotadísima. Trabajaba media jornada, llevaba 6 materias en la universidad y hacía horas prácticas obligatorias todos los viernes”.

En 2010, la familia se mudó a Edenbrige, ubicada en el condado de Kent, en el sudeste de Inglaterra. Decidieron comprar una casa financiada por el banco. “Esa etapa la recuerdo especialmente, por todo el esfuerzo que hacía, en todos los sentidos. Por muchas horas que hacía, se me iba el dinero sólo en pagar a la ‘childminder’ de mi hija. Me sobraban 20 libras de mi sueldo. A pesar de lo duro que era, tenía claro que sólo perseverando en el trabajo y estudio iba a poder avanzar y mejorar, y así dar un mejor futuro a mis hijos”.

Paralelo a sus esfuerzos académicos y laborales, Sandra relata que estaba viviendo un ocaso en su relación de pareja. “Las cosas no iban bien. Teníamos muchas diferencias. Él estaba muy metido en sus cosas y yo era la encargada de todo lo referente a la casa y a mis hijos, aparte de mi trabajo y estudios. Era muy agotador, porque prácticamente estaba sola, salvo los momentos puntuales en que mi mamá me ayudó”.

Intentando salir a flote

Por su parte, su lucha por encontrar un mejor trabajo continuaba. “En ese momento, mi meta era entrar a trabajar en el Centro Nacional de Salud y, después de un tiempo de mucho esfuerzo, por fin lo conseguí. En 2013, entré como suplente, cubriendo vacaciones de otras empleadas. Mi ritmo era de locos: Era mamá, ama de casa, trabajadora en los horarios salteados que me demandaban. Yo pensaba que, aunque estaba como suplente, al menos estaba dentro de la institución y que empezarían a tomarme en cuenta para más cosas. Y así fue. Poco a poco, empecé a tomar turnos y me los pagaban muy bien. Entonces, comencé a trabajar mucho. Aparte de mis responsabilidades económicas en casa, yo quería ayudar financieramente a mis padres. Era lo menos que podía hacer, después de todo lo que han hecho por mí”.

Luego de un buen tiempo de trabajo en el Centro Nacional de Salud, y de demostrar su perfil de trabajadora responsable y fiable, Sandra recibió una oferta de una plaza, de parte de la directora del centro. Las prestaciones, el sueldo, los beneficios, todo era mucho mejor. Luego de superar las pruebas, la plaza fue aprobada a media jornada, para que ella pudiera conciliar su tiempo y pudiera hacerse cargo de sus hijos. “Recuerdo que sólo dormía 3 ó 4 horas diarias. Los horarios eran rotativos, de mañana, tarde o noche. Hacía dos noches completas al mes. Al llegar a casa, me dedicaba a atender a mis hijos y a hacer las cosas de casa. No me reponía nunca. Además, me diagnosticaron endometriosis. Tenía hemorragias tremendas y me salían coágulos bien grandes. La pérdida de tanta sangre me hizo desarrollar anemia. Todo ese nivel altísimo de estrés también aumentó mi enfermedad y me hizo aumentar de peso”.

Pese a haber realizado esfuerzos para integrarse, Sandra reconoce que, sobre todo al principio de su proceso migratorio, tuvo mucha dificultad para aceptar su nuevo entorno. Sentía una especie de bloqueo emocional que no le permitía adaptarse. “Recuerdo que, cuando mi hijo estaba pequeñito, yo le decía a cada rato ‘Nosotros somos de El Salvador, vamos a irnos de aquí…’. Le trasladaba siempre eso que sentía yo en mi mente y en mi corazón, de estar con un pie aquí y otro allá. En mi casa no quería poner ningún cuadro ni nada, era como si no quisiera echar raíces en esta sociedad. La consejera que tenía entonces me dijo: ‘si quiere irse, váyase ya. Su hijo tiene 4 años y se va a adaptar sin problemas en su país. Pero si se queda, ¡intégrese! Si no lo hace por usted, hágalo por su hijo. El niño es inglés, ha nacido aquí, va a la escuela inglesa, tiene amigos ingleses… ¿por qué no le está permitiendo que desarrolle la identidad que para él sí es natural’? Sus palabras fueron como un balde de agua fría para mí”.

En ese momento, Sandra comprendió que con el conflicto de su propio proceso estaba limitando y confundiendo también a su hijo y decidió, de manera absolutamente consciente y deliberada, abrirse por completo a la sociedad inglesa. Se involucró en las actividades de la escuela de su hijo, como una de las integrantes más activas dentro de la Junta Directiva. Comenzó a organizar actividades y a realizar labores de comunicación, para anunciar los eventos que hacían. Se congregó de lleno con la iglesia del pueblo. Las pupusas, la sopa de pollo y la limonada que hacía empezaron a ser conocidas por los hijos de sus amigas y se la pedían cuando llegaban a su casa. También les enseñó a bailar al ritmo de Shakira. “Decidí que mi casa sería mi hogar. La decoré a mi gusto. Abrí mi corazón a las que hoy son mis amigas inglesas. También a una chica colombiana, salíamos juntas, nuestros niños jugaban juntos. Además, me enfoqué muchísimo en perfeccionar mi inglés”.

Las mujeres como red de apoyo

Mientras, sus problemas de pareja se agudizaban. Fueron esos momentos difíciles los que, precisamente, la unieron a su nueva red de apoyo. “Esas mujeres me salvaron. Me ayudaban a cuidar a mis hijos, cuando no podía ir a recogerlos o cuando iba a tardar un poco más en llegar a casa.  Yo, poco a poco, me fui abriendo con ellas. Soy la ‘spanish lady’ del pueblo, aunque me dicen que parezco polaca, por mis rasgos. Pero cuando abro la boca y bailo, ahí sí me creen que soy latina, jajaja! En mi pueblo la gran mayoría es blanca, no hay prácticamente inmigrantes, pero me he sentido siempre acogida y apoyada. La gratitud que siento hacia ellas es infinita”.

El intenso ritmo de trabajo, disminuyó un poco, en 2014, cuando Sandra consiguió una plaza en el “Day center” del instituto. Era una oportunidad que le permitía trabajar de 9 am a 3 pm y que se acoplaba mejor a sus horarios familiares, aunque ella siempre aprovechaba para trabajar los días domingos, durante 12 horas seguidas, pues eso equivalía a recibir el sueldo de 4 días de la semana.

Aunque su relación marital seguía mal, Sandra admite que pensaba que las cosas mejorarían. Sin embargo, un día, toda su ilusión se vino abajo: “Encontré un correo electrónico que él había dirigido a su familia. Y les decía que ya no tenía nada conmigo. Cuando lo leí, sentí un profundo dolor, una tristeza indescriptible, mucho miedo, me quedé muda. No fui capaz de explotar, me lo tragué todo. Estuve una semana buscando cómo abordar el tema. Cada vez que hablábamos sobre nuestras cosas, yo tenía que enviarle un mail, para explicarle cómo me sentía. Tampoco podía llamarlo por teléfono, porque él me decía que estaba trabajando”.

Esa crisis emocional hizo que Sandra replanteara muchos aspectos de su vida, incluso los cimientos de una conservadora educación que reconoce haber recibido. “Recibí una educación bien religiosa. Pero después de todo lo que estaba viviendo, algo se había transformado en mí. Pero tampoco sabía cómo salir de esa situación. Es realmente desesperante y doloroso. Ahora sé que, cuando te sientes mal en una relación, tienes que ponerle un alto de inmediato”.

Pese a lo surrealista e insostenible que pueda parecer la situación, Sandra cuenta que continuaron viviendo así, durante más de un año. “Sé que muchos leerán esto y les parecerá exagerado, pero fue tal y como pasó. No me avergüenza compartirlo, porque sé que hay muchas mujeres que hemos pasado por esta situación. Tiene que ver con nuestra autoestima. Yo recuerdo que me iba a la cama llorando y me decía ‘esta es sólo una pesadilla, mañana despertaré y todo va a estar mejor’. Pero en realidad nada cambió. Al año y medio de ese sinsentido, le devolví mis anillos de boda y compromiso y me los aceptó. Supe, entonces, que no había marcha atrás”.

Volver a empezar

Un día de febrero de 2016, la olla de presión en que se había convertido la vida de Sandra, estalló. Colapsó en su trabajo. Su resistencia física, mental y emocional llegó a su fin. Y comenzó a llorar sin control, hasta derrumbarse por completo. Sólo una compañera sabía lo que le pasaba. Cuando se enteraron de su situación en el trabajo, la directora la mandó a una oficina del Gobierno para que expusiera su caso. Ahí le explicaron cómo la podían ayudar. Le dijeron que no tuviera miedo, que no estaba sola. “Mi jefa me dijo que era admirable, que no sabía cómo había sido capaz, durante tanto tiempo, de disimular tan bien en mi trabajo, siempre puntual, siempre atenta, siempre con una sonrisa… Me dieron dos semanas de incapacidad por estrés. Me recomendó ir donde el psicólogo para tratarme. Me pagaron la mitad de mis consultas, para ayudarme. Recuerdo que las sesiones de mi terapia eran en un cuarto solo, con una mesita pequeña y una caja de Kleenex y agua. Lloraba. Lloraba mucho”.

Luego de la separación física, en septiembre de 2016, empezó para Sandra una nueva etapa de vida. Viajó a El Salvador, para celebrar sus 40 años, completamente renovada. “Nunca vi mi cumpleaños como algo especial. Pero ahora agradeceré cada año de mi vida, por todo lo que he superado. Estoy luchando sola, queriendo resurgir. Me toca pesado con el cuidado de mis hijos , pero tengo paz y tranquilidad mental. Mi trabajo me ayuda muchísimo. Mis colegas me ayudan muchísimo. He encontrado a grandes personas en mi camino. He creado un nuevo concepto de familia  y he aprendido a ser feliz con eso. Si yo he podido, otras que están en esta situación también pueden. Por eso he decidido compartir mi historia. Porque nunca sabes cuándo tu proceso personal, aunque haya sido doloroso, puede ser una pequeña luz para los demás”, finaliza.

“Las mujeres inmigrantes hispanas han sido mis maestras de vida”

Por: Claudia Zavala

Roxana Martel toma un profundo respiro, antes de iniciar su relato migratorio: “Es una larga historia”, advierte, entre risas. Su conexión con la posibilidad de viajar inició cuando conoció a Rubén, en 1999,  un cubano con quien iniciaría una relación de pareja. “Eran tiempos difíciles a nivel político, porque mi país, El Salvador, y Cuba no tenían relaciones diplomáticas y era complicado gestionar alguna visa o permiso de residencia para que viajara. Tuvimos una relación a distancia, vía telefónica, durante dos años, hasta que en, 2001, decidimos casarnos, porque era la única manera de que él saliera de la isla”.

Roxana reconoce que, siendo aún tan joven, sus planes de matrimonio no habían sido nunca una prioridad, sino más bien centrarse en sus estudios y carrera. Graduada en Licenciatura en Comunicación y Periodismo, cuenta que sus aspiraciones eran estudiar una Maestría, en Brasil, y un Doctorado, en Paris.

“Empecé a aplicar a becas. La de Brasil casi se me cumple ese mismo año, pero al final no pudo ser. De remate, a mi esposo le denegaron la visa para entrar a El Salvador y tuvo que irse a vivir a Guatemala, donde tenía una tía. Yo trabajaba en una universidad, dando clases de Comunicación, desarrollando proyectos de desarrollo local, antropología urbana, violencia urbana, relación entre el discurso de medios de comunicación y percepción de la violencia. Mientras tanto, él trabajaba en otra universidad guatemalteca, dando clases de Informática”.

Manteniendo la relación a distancia y conservando la esperanza de resolver las dificultades migratorias para, por fin, vivir juntos, Roxana continuaba en la búsqueda de conseguir sus objetivos académicos. Así, en 2005, su expediente académico y el apoyo que recibió de un profesor español fueron fundamentales para que viajara a España y estudiara sus cursos de Doctorado, en la Universidad Pública de Navarra.

“Mi trabajo de investigación fue sobre el sistema penal juvenil y las pandillas en El Salvador. Mientras yo estudiaba, mi esposo conoció en Guatemala a una persona de la Universidad de Florida, que estaba promocionando los estudios de Doctorado en ese centro de estudios. Él aplicó a una beca y, en 2007, viajó a Orlando, para estudiar su Doctorado en Ingeniería en Computación. Acordamos, entonces, que yo me iría a vivir con él a Estados Unidos”.

Sin embargo, cuando Roxana terminó sus estudios en Navarra y volvió a El Salvador, su universidad le propuso la dirección de un Programa Regional de Prevención de Violencia y, apostando por su pasión profesional, decidió postergar su compromiso de encuentro con su pareja: “No lo podía rechazar. Se trataba de una coalición centroamericana de organizaciones para la prevención de violencia. El proyecto incluía acciones de incidencia política, investigación regional, estudio de buenas prácticas… todo relacionado con mi tesis doctoral. Lo acepté y viajé mucho por toda Latino América, haciendo ese trabajo”.

En noviembre de 2009, por fin, pudo viajar a Estados Unidos para vivir junto a su esposo. “Era increíble, pero después de 10 años de relación era la primera vez que vivíamos juntos, que convivíamos, de verdad, como pareja. Tuvimos que enfrentar y superar muchas circunstancias. Pensé que sería un buen tiempo para mí, sobre todo, porque, aparte de estar con él, me dedicaría por completo a terminar mi tesis doctoral”.

Un impacto inesperado

Sin embargo, Roxana estaba a punto de vivir una etapa en su vida que, tomando en cuenta su sólido bagaje personal y profesional, nunca pensó atravesar.  “Cuando llegué, creo que entré en depresión. Me dio un bajón emocional horrible. No tenía ninguna red de apoyo, personal ni profesional. Mi esposo se iba a trabajar y yo me quedaba sola en casa todo el día. No era capaz de centrarme en mi tesis. Tenía todo el tiempo del mundo, pero no tenía la cabeza para escribir. No sabía bien lo que me pasaba. Dejé reposar la tesis y decidí estudiar inglés”.

Su condición legal de ser esposa de un cubano hizo que le aplicaran la llamada “Ley de ajuste cubano”. Es decir, al año de estar residiendo en el país, puede aplicar a la residencia permanente y se la aprueban de manera automática. A los cinco años, puede aplicar directamente a la ciudadanía. “Yo entré con mi visa de turista, para 6 meses. Eso implicó que me quedara unos meses ‘en el aire’, mientras esperaba que ese año se cumpliera, para solicitar mi residencia permanente. Era 2010 y ya empezaba la tensión política con leyes racistas como la de Arizona, que buscaba poner como chivos expiatorios de todos los problemas a los inmigrantes hispanos”.

Siguiendo la recomendación de una conocida cubano-puertorriqueña, comenzó a trabajar como voluntaria en organizaciones sociales y comunitarias, para empezar a establecer relaciones personales y profesionales en su nuevo entorno. “Contacté con una organización que trabajaba el tema de violencia doméstica para ayudar, como traductora, a mujeres sobrevivientes hispanas”.

A los 6 meses de haber ingresado como voluntaria, le ofrecieron un puesto como becaria, a medio tiempo, en la Corte de Orlando, ayudando a las mujeres a rellenar peticiones judiciales de órdenes de alejamiento de sus maltratadores. “Ahí fui testigo de la triple victimización que sufre la mujer hispana en este país. No sólo de su abusador, sino del sistema. Muchas no saben el idioma y no conocen las leyes. Además, el temor a la deportación y a dejar a sus hijos, muchos de ellos nacidos en Estados Unidos, las hace todavía más vulnerables a esos abusos y a la desprotección legal”.

Su proceso personal de adaptación e integración en el sistema estadounidense iba también transformándose. “Recuerdo que un día estaba en mi casa y escuché a unos trabajadores latinos, que estaban haciendo una construcción al lado, hablando de sus cosas. Hacía un sol y un calor terribles. Yo estaba en mi casa, cómoda y tranquila, y pensé que cuál era la diferencia entre ellos y yo realmente? Y que por qué debía pensar o pretender que yo merecía un trato distinto porque, ahora que reflexiono sobre esa primera etapa, sé que llegué con mucha arrogancia académica y personal. Poco a poco, comencé a salir de mi burbuja, a ser consciente de que era una privilegiada y que debía intentar devolver a mi gente todo lo que mi país me había dado. Lo sentí como una responsabilidad, un compromiso de vida”.

Dicho y hecho. Luego de su experiencia en la Corte de Orlando, Roxana comenzó a trabajar en el “Centro Comunitario La Esperanza”, una organización de apoyo a familias hispanas. “Es una atención más completa, más integral. Hay un programa para jóvenes donde puedo poner en práctica todo lo aprendido en El Salvador. Aunque no es un tema de pandillas, aquí también los jóvenes son vulnerables a caer en las drogas y en prácticas ilegales. Ellos son los llamados ‘dreamers’, menores de 18 años que fueron traídos a este país por sus padres o que nacieron aquí, pero no tienen un estímulo real para seguir estudiando y hacer algo con sus vidas. Les ayudamos a empoderarlos, a conectar con sus raíces. A evidenciarles la historia de lucha y resistencia de sus padres, para que recuerden realmente de dónde vienen y que se sientan capaces de conseguir lo que se propongan. Hay una gran brecha entre padres e hijos, muchas veces marcadas por el idioma. Ellos hablan inglés y sus padres no. Así es imposible que se dé una comunicación y se articule un proyecto familiar. La necesidad de vínculos y puentes es cada vez más evidente para salvar a esta generación”.

Nueva etapa, nuevos retos

La noticia de un deseado embarazo llegó, en 2012. “Como yo tenía más de 35 años, automáticamente, me pusieron la etiqueta de ‘embarazo de alto riesgo’, con un médico especializado, aparte de mi ginecólogo normal. Desarrollé una diabetes gestacional, por lo que tuve que tener una dieta y cuidados especiales. Mi hija Camila se adelantó y nació en diciembre de 2012. Fue cesárea y mi recuperación fue complicada y dolorosa. Tuve una depresión postparto espantosa. Yo siempre había sido una mujer centrada en los estudios y el trabajo. Deseaba tener a mi hija, pero nunca pensé que la maternidad me abriría las puertas a un mundo que me impactó, en todos los sentidos. Como estaba de becaria, sólo pude tener un mes de baja maternal. Fue una dicha que mi mamá, mi papá y mi hermana pudieran viajar desde mi país para ayudarnos. Mi marido siempre ha sido un padre muy activo e involucrado en la crianza y cuidados de la niña”.

La educación de su hija en un país cuyos valores sociales no comulgan del todo con los suyos, es todo un reto para Roxana. “Me he tenido que tragar muchas de mis palabras, cuando criticaba a otras mujeres, antes de ser madre. Estoy aprendiendo a cambiarme el chip adulto-céntrico y a centrarme en sus necesidades de niña, para realmente darle unas bases en su personalidad y confianza como ser humano. Ahora tiene 4 años y va a la escuela. La calidad de la educación de las escuelas depende de los barrios donde estén ubicadas. Ahí se ve cómo funciona este sistema también.  Unas tienen muchos recursos y otras no. Ves cómo desde el principio hay niños que se van quedando rezagados. No desarrollan plenamente sus capacidades, van ‘avanzando’, pero con tremendos vacíos. El primer lugar donde se evidencia el racismo en este país es en la escuela. En mi trabajo también demandamos más recursos para distintas comunidades, en el ámbito educativo”.

Esos vacíos en el sistema educativo, desde su punto de vista, hacen una combinación letal junto al consumismo feroz estadounidense. “El mercado lo absorbe todo. Los vacíos familiares y personales los quieren suplir con lo material. Hay personas hispanas trabajando durante 12 horas diarias, bajo el sol, pero con el mejor teléfono, o con la mejor celebración de 15 años para sus hijas. Yo vivo en Orlando, donde está Disney. La entrada vale 100 y pico dólares, y ahí ves a la gente entrando, con grandes sacrificios”.

Pese a ese panorama que en muchos aspectos resulta hostil para las familias hispanas, Roxana considera que hay esperanza, si se les brinda apoyo y herramientas para salir adelante. Seguir construyendo proyectos que contribuyan a ese objetivo es su compromiso, mientras siga viviendo en Estados Unidos. “Nosotros no somos ‘hombres malos’, como dice Trump. Yo sueño con poder construir una red transnacional de apoyo, de servicios, de integración, también desde el área cultural. Cada día veo en mi trabajo a mujeres inmigrantes campesinas, que han sido mis maestras, súper sabias de la vida, pero con pocos recursos de contar su propia biografía. Tienen dificultad de poner en palabras lo que son. Quizá esa sea la principal diferencia con las que sí hemos tenido la oportunidad de formarnos y de decidir lo que queremos en la vida. Por eso debemos ayudarlas a crear y nombrar su propia historia. Todavía queda mucho por hacer”, finaliza.

“Emigrar, hace 30 años, no era lo mismo que ahora”

Por: Claudia Zavala

“Fue el amor el que me impulsó a dejar mi país, hace 30 años”. La que habla es Lila Luna.

Era 1985. Lila trabajaba en El Salvador, en la Comisión Ejecutiva Hidroeléctrica del Río Lempa, CEL, como secretaria ejecutiva. A través de unas amigas y por “casualidad”, como ella dice, conoció a un joven alemán de 22 años, que trabaja en el equipo de seguridad de la Embajada Alemana de El Salvador. “Yo tenía 26 años, me encantaban los idiomas y viajar. Creo que por eso él me llamó irremediablemente la atención. Hablábamos en inglés y así nos fuimos conociendo. Nos hicimos novios. Pero él tenía que regresar, al año siguiente, que acababa su misión. Sus padres estaban preocupadísimos por nuestra relación: un país extraño, una mujer desconocida, un hijo tan joven… Nos despedimos en marzo de 1986, con la promesa de que yo me encontraría con él muy pronto”.

Lo primero que él hizo al llegar a Alemania fue seguir trabajando y buscar un apartamento. Le recalcó a sus padres el amor que tenía hacia Lila y mantuvo firme su compromiso de reunirla con él. “Lo cumplió. A los 5 meses, viajé a Alemania. Llegué en pleno verano, el 3 de agosto del 86. Era un día muy soleado. Yo soy de Usulután, iba acostumbrada al calor del oriente salvadoreño. Él me preguntaba si sentía el calorcito alemán de agosto y yo le decía que sentía algo fresquito, jajaja!”.

Su residencia estaba en un pueblo de la Alemania Federal de entonces. Lila destaca que, al llegar, su prioridad fue aprender el idioma. “Me costó mucho al principio, porque no era una ciudad grande y, en esa época, la única manera de estudiar alemán era en la Universidad Popular.  Iba a clase nada más tres horas, dos tardes por semana. Desde el principio, mi marido me ayudó a que aprendiera desde casa. Me dijo ‘cero inglés, cero español, sólo alemán’. Él trabajaba vigilando la frontera con Alemania Oriental, vivíamos casi en la frontera. Entonces, no había caído el Muro de Berlín”.

La inserción laboral

La adaptación para Lila fue complicada también en el terreno profesional. “Yo siempre estuve acostumbrada a trabajar, a ser activa. No soy mucho de quedarme en casa. Pero a mi marido lo trasladaban de ciudad y yo tenía que ir con él. Eso, unido a mi falta de conocimiento del alemán, hacían difícil conseguir y mantener un trabajo”.

A finales de 1987, se instalaron en Boon, la entonces capital de la Alemania Occidental o República Federal de Alemania. Ahí, el ambiente fue distinto, pues estaban ubicadas todas las Embajadas y existía un ambiente un poco más intercultural y abierto. Continuó con sus estudios de alemán en la Universidad Popular y aprobó sus exámenes en el Instituto Oficial Alemán. “En la clase éramos 5 latinas: dos españolas, una mexicana, una peruana y yo. Sentía que podía hablar con gente similar a mí, que me comprendían un poco más y, a la vez, aprender de la nueva cultura”.

A principios de 1989, supo que estaba embarazada. Las circunstancias hicieron que Lila se encontrara en el centro neurálgico del mundo, en noviembre de 1989, cuando el muro de Berlín cayó. “Fue tremendo el impacto en el país, lógicamente. Pero yo me di cuenta hasta un día después de que había pasado, porque mi mente y mi corazón estaban en mi país, con la ofensiva militar que se había desencadenado en San Salvador. No sabía nada de mi familia y estaba muy preocupada. En ese entonces, no había correos electrónicos, ni redes sociales, ni tanta facilidad para comunicarse. Emigrar, hace 30 años, no era lo mismo que ahora. Yo, con mi panza y mi miedo, intentando tener noticias. Fueron momentos de verdadera angustia para mí”.

Después de vivir los acontecimientos políticos de noviembre de 1989, tanto en Alemania como en El Salvador, Lila abrió otro capítulo en su vida con el nacimiento de su primer hijo, en febrero de 1990. “Me di cuenta de que la crianza aquí es bien diferente a lo que yo había vivido en mi país. Mis suegros vivían a dos horas y media de nosotros y no podían ayudarnos con el niño. Nos tocaba a mi esposo y a mí; fue una tarea profunda, intensa y agotadora. La contraparte de eso es que nadie se mete, nadie opina, el niño es de mamá y papá. En El Salvador, todos opinan y dan consejos, aunque uno no se los pida, jajaja!!”.

La escuela de los hijos

El aprendizaje personal e intuitivo de cómo atender a su bebé pasaba, incluso, por las cosas que pueden parecer simples como, por ejemplo, la manera de vestirlo: “Recuerdo esos primeros días con mi bebé y el frío tremendo. Para salir a la calle, me tenía que vestir yo, toda abrigada, y luego ponerle al niño el suéter, chaqueta, gorro, guantes y meterlo en su saquito térmico, para que fuera protegido. Cuando terminaba con él, yo estaba toda sudada ¡y así tenía que salir al gran frío! Me costó coger el ritmo, aprender a vestirlo a él primero y saber hacer las cosas con fluidez”.

El entrenamiento con su primer hijo ayudó mucho a que su segunda experiencia como madre, con la llegada de su hija, en diciembre de 1993, fuese más relajada y segura. “Durante varios años, continué dedicada exclusivamente a la crianza de mis niños, como ama de casa y madre, porque no tenía con quién dejarlos y porque era lo que mi corazón me pedía”, reconoce.

Cuando su hija empezó a ir al kínder, una amiga alemana le comentó que buscaban a alguien, para dar clases de español. La alumna era una señora que debía hacer un viaje a Latinoamérica. “Yo había dado clases de inglés en El Salvador, así que me animé. Luego, como tenía la certificación de la Universidad Popular, me armé de valor para llamarlos y ofrecerme como profesora de español. Me llamaron para la entrevista. Preparé todas mis constancias de estudio y trabajo. Yo también había estudiado Relaciones Internacionales en mi país. Me ofrecieron impartir cursos intensivos de una semana, cuatro o cinco veces al año. Pensé que era una buena manera de meter el pie en la enseñanza y de seguir teniendo tiempo para mis hijos y mi casa. Así estuve todo un año. Luego, hice una homologación de nivel, para dar cursos. Hice 9 seminarios en un año y fui a ver cómo trabajaban otros colegas en sus clases, también venían a verme a mí. Después de todo ese aprendizaje y experiencia, me certifiqué como profesora de español para adultos. Me gustó tanto enseñar mi idioma que, 25 años después, continúa siendo mi trabajo”, relata con orgullo.

La sazón salvadoreña es un toque personal que Lila se ha preocupado por mantener siempre en su hogar. Aprendió a cocinar platillos, haciendo mezclas de la tradición salvadoreña y alemana. “A mi esposo le gusta todo lo que hago. Mi hijo tiene paladar usuluteco. Desde pequeño, el pediatra me decía que le diera comidita de bebé envasada, tipo Gerber. Yo le daba frijoles y chili con carne. ¡Y él feliz, se lo comía todo! Hasta la fecha, le encanta cenar caliente, como nosotros en El Salvador”.

La mezcla genética y cultural que han recibido sus hijos ha hecho que también sean jóvenes con inquietudes de expresión artística: “Yo puse en clases de baile a mi hija, desde chiquita. Aquí la gente no baila, y yo no quería que fuera tiesa para bailar, jajaja! Hoy es una gran bailarina de hip hop y reguetton y a mi esposo le encanta. Mi hijo, por su parte, tiene como hobbie la actuación. Ambos son jóvenes responsables y trabajadores y para mí son mi mayor orgullo”.

Después de 30 años de vivencias en Alemania, con un marido y dos hijos, Lila admite que las diferencias culturales que ha experimentado son bien marcadas. “Nosotros estamos acostumbrados a estar hablando, a estar en contacto siempre. Ellos no. En el pueblo del norte donde ahora vivimos, la gente es mucho más cerrada. Se tratan sólo entre ellos, entre la gente que conocen. Lo peor fue cuando llegamos. No me sentía aceptada en ningún grupo. Pero no era por ser extranjera, sino porque no nos conocían, porque con mi esposo actuaban igual. Tardamos años en poder hacer amistades, y tenemos unos cuantos nada más, porque la gente tiene otro código de relación. Pero hay gente buena, cordial, amigable, es cuestión de tener paciencia e irlos conociendo. Y entender que ellos son distintos a nosotros. Más secos. Teniendo claro eso, se sufre menos”.

Con la apertura de las fronteras alemanas, en 2015, frente a la crisis de refugiados sirios, Lila comenta que fue un hecho que causó mucha controversia en el país. “Para muchos de ellos no es bueno que llegue tanta gente ‘extraña’. Eso ocasionó gran descontento, porque consideran que entraron demasiadas personas, y no sólo refugiados, sino que se mezcló todo tipo de gente. Aunque he notado más tensión hacia los inmigrantes en los últimos años, honestamente, nunca los he sentido racistas. A mí nunca me han visto mal por mis raíces, jamás. Ellos me han respetado, porque también yo también he hecho un esfuerzo por conocer su cultura e integrarme. Es un proceso que sólo funciona si es de doble vía”, finaliza.

“Soy salvadoreña y doy clases de inglés, en China”

Por: Claudia Zavala

“Un día estaba trabajando en un call center en El Salvador y al poco tiempo estaba trabajando  como profesora de inglés, en China”. Así resume Bessie Aldana su llegada al contiene asiático, cómo apareció la oportunidad en su vida y cómo tomó la decisión de emigrar. Todo sucedió en pocos meses. Decidirse fue un acto de fe. Casi un salto al vacío.

“Conocí a mi esposo en el call center donde trabajaba. Yo ya tenía un hijo de 6 años de mi relación anterior. Nos fuimos a vivir juntos, durante un año. Un amigo le planteó la oportunidad de ser profesor de inglés, en China. Me lo comentó y comenzamos a considerarlo, para mejorar nuestras condiciones de vida. A los días, el amigo le dijo que necesitaban más gente para trabajar. Él súper emocionado me dijo ‘¡tenemos que aplicar!’. Armamos el viaje en cuestión de un mes. Pero en eso me di cuenta de que estaba embarazada y él me dijo que mejor esperara a que él viajara primero, para ver cómo estaba todo y luego mi hijo y yo nos uniéramos”.

Según Bessie, en China, la demanda de maestros de inglés es bastante alta y existen empresas que se dedican a reclutar personal bilingüe, para que viajen a su país, para prestar los servicios de enseñanza. Esta empresa se encarga de arreglar todo y proporcionar los documentos necesarios para el viaje y los contratos laborales. Al no existir Embajada de China en El Salvador, los trámites los hicieron en Costa Rica, donde recibieron el visado necesario en poco más de un mes.

“Vendimos todo lo que teníamos en casa. Me fui con mi mamá, mientras esperaba el momento de viajar. Mi esposo partió a principios de noviembre de 2013. Yo seguí trabajando en el call center. Él se ubicó en el trabajo y en una casa. Y el 30 de diciembre de ese mismo año viajé yo. Fue bastante difícil para mí, porque me vine sola y embarazada. Tuve que dejar a mi hijo en El Salvador con su papá, esperándome. Yo quería conocer primero las condiciones del país antes de mover a mi hijo y exponerlo a tantos cambios. La despedida fue durísima para los dos”.

El chino y el huevo duro

Al no tener visa estadounidense, tuvo que hacer varias escalas hasta su destino: San Salvador-Bogotá- Madrid- Qatar-Beijing. “Ese 31 de diciembre lo pasé sola en un hotel de España. Llegué a China, el 2 de enero de 2014, a empezar una nueva vida”.

Bessie relata que el primer schok cultural lo tuvo en el avión. En los primeros tramos del viaje coincidió con mucha gente occidental, pero en la última escala Qatar-Beijing la mayoría de personas eran chinas. “Todos hablaban chino y yo no entendía absolutamente nada. Recuerdo que traía a un chino al lado, con el que hablábamos por señas, porque él tampoco sabía inglés. Me decía que viera la nieve por la ventana. De repente, sacó un huevo duro y me lo ofreció para que me lo comiera. Yo venía con miedo, con nuestra mentalidad salvadoreña de que algo me quería hacer con el huevo, que me quería dormir o hacer algo raro, jajaja! Le dije ‘gracias’, juntando las manos en el pecho, pero no me lo comí”, cuenta entre risas.

Llegué a Beijing, en pleno invierno. Hacía mucho frío. Salí del aeropuerto, al ver tanto chino y todos los letreros en ese idioma, pensé: “¡Hoy sí ya estoy en China!”. Fue una gran alegría ver a mi esposo, cuando me fue a recoger. Abordamos un taxi. Él me dijo que me fijara en el tacómetro, porque tienen fama de manipularlo, para modificar las distancias y cobrar más. En el camino, me llamaron la atención los edificios altísimos. Aquí no hay casas, sólo edificios de 6 pisos, sin ascensor, otros de 15, 27 ó 30 pisos”.

La primera vivienda del matrimonio era un apartamento de 2 habitaciones y un baño pequeño, por el que pagaban unos 500 dólares mensuales. Bessie explica que el sistema de alquiler chino exige pagar un mes de depósito, más tres meses de renta de una vez. Y luego se hacen los pagos trimestralmente.

Bessie reconoce que los primeros meses de su estancia, entre el cuidado de su embarazo y el desconocimiento de la cultura y el idioma, prácticamente sólo salía de casa para hacer compras o ir al médico. Las consultas de control de embarazo fueron toda una odisea para ella. Con la orientación de algunos amigos, encontraron un hospital privado en el que “sólo” cobraban 25 mil renminbi o RMB (unos 5 mil dólares, por parto natural). Siguieron buscando e hicieron contacto con una doctora china que hablaba inglés y que trabajaba en un hospital público. “Afortunadamente, me aceptaron en el hospital y, como fue natural, sólo pagamos 200 dólares por el parto. Aquí es como en El Salvador, que en lo privado te hacen muchos exámenes y te dejan hasta 3 días ingresada, después de parir. En el público, te dan de alta rápido. Los cuartos suelen ser compartidos, aunque yo tuve la suerte de tener una habitación para mí sola. Las ultrasonografías son chistosas. Te las imprimen en una página de papel bond y ya. Sólo si hay algún problema, la doctora habla contigo, si no, no dicen nada. Mi hijo nació en junio de 2014. Me dieron el alta el siguiente día de dar a luz”.

Desarraigo familiar

La incorporación al trabajo llegó sólo tres meses después. Así, en septiembre de 2014, comenzó a impartir sus clases de inglés. Dos aspectos afortunados se juntaron para que su incursión laboral fuese menos drástica: Encontró una buena niñera para su bebé y la escuela donde trabajaba quedaba a escasos metros de su casa. Con más ingresos familiares, lograron ahorrar para, por fin, reunir al hijo mayor de Bessie, que la esperaba en El Salvador. “Viajé a finales de enero de 2015, un año después de habernos separado. Mi ex esposo fue muy generoso, porque me facilitó todas las firmas y papeleos, para sacarlo del país sin problemas. No tuve trabas. Me dijo ‘quiero lo mejor para mi hijo, lo voy a dejar ir, aunque eso signifique separarme de lo que más quiero’. La despedida en el aeropuerto fue durísima, muy triste… Yo sentía que le estaba arrancando algo a mi ex esposo. Mi hijo, aunque estaba emocionado con el viaje, tampoco quería separarse de su papá. Son momentos terribles, que sólo quienes lo hemos vivimos sabemos lo que se siente. En el avión le dije que no estuviera triste, que volvería a ver su papá”.

El larguísimo viaje con sus respectivas escalas de regreso a China, esta vez fueron aprovechadas para que Bessie complaciera a su hijo con uno de sus mayores sueños: Visitar el estadio y el museo del Real Madrid, en su parada en España. “Es loco Real Madrid. Estaba feliz haciendo fotos, con la tablet que le regaló mi mamá. Cuando llegamos a China, empezó también la adaptación para él, que inició con un cambio en el sistema de aprendizaje”, explica.

Como su hijo mayor no sabía ni chino ni inglés, para evitar un posible impacto negativo o bloqueo en él, decidieron apostar por el método “homeschooling” o aprendizaje en casa, con una profesora de chino, durante todo el primer año, hasta que tuviera un nivel básico para ingresar a su nueva escuela. “Aprendió súper rápido. En un año ya entendía chino e inglés bastante bien. Al año y medio, ya hablaba fluido inglés y chino a la vez, con 9 años”.

En cuanto a la adaptación social y cultural, los niños siempre suelen llevar la delantera. “Mi hijo mayor tiene el carácter de su padre. Es súper carismático y alegre, le habla a cualquiera, no tiene vergüenza. Un día estábamos en la casa y él miraba por la ventana que unos niños jugaban y me dijo: ‘Mira, mamá, ¡ahí hay niños! ¿puedo salir?, yo quiero tener amigos’. Lo poquito que hablaba entonces, ahí lo practicaba. Jugar con otros niños le ayudó a ir evolucionando”.

Bessie relata que, el día a día en China, en cuanto a horarios y rutinas, es bastante parecido al salvadoreño. “Al menos en el sector educativo, se trabaja de lunes a viernes, de 7:30 am a 5:00 pm. Los horarios de las comidas son similares. La escuela les da almuerzo a todas las maestras. El desayuno es a las 7:30 am, el almuerzo a las 12 hrs y la cena a eso de las 6:00 pm. Los chinos comen muchos vegetales que, en general, son baratos. La que es cara es la carne de res. Una libra cuesta como 7 dólares. Lo realmente costoso son la vivienda, la salud y la educación privada para los niños, aunque la escuela pública tiene un buen nivel. Mi hijo ve cosas bien avanzadas de matemática, en quinto grado, que yo las vi como en noveno grado”.

En ese sentido, en estos años de estancia, ha logrado evidenciar la dureza y exigencia del sistema educativo chino. “Para ellos es súper importante ser los mejores en todo. Pero siento que se pasan. Por ejemplo, tengo una alumnita que me da pena. Aparte del colegio, la niña estudia todos los días clases extra de piano, natación, inglés, ajedrez y pintura. ¡Es un ritmo exagerado para un niño! Es una sociedad súper competitiva y creo que siempre hay que encontrar un equilibrio”.

Sus pequeños maestros

Su experiencia con el idioma chino ha ido por etapas. Recién llegada, tomo clases con una profesora particular que le proporcionó frases hechas para comunicarse cotidianamente. Sus pequeños alumnos, de entre 3 y 6 años, también han sido sus maestros. “De tanto repetir las cosas en la escuela aprendí cómo decir ‘levantarse’, ‘sentarse’, ‘no entiendo’, jaja! que era lo que ellos me decían.  El chino es bastante difícil de aprender, por los fonemas tan particulares que tiene. Mi tercer hijo nació en septiembre de 2016 y, luego de dedicarme a él un buen tiempo,  ahora he vuelto a retomar mis clases intensivas, durante seis meses, con la maestra de mi hijo mayor. También practico con la niñera china que los cuida. Ella me enseña mucho. De momento, entiendo mucho más de lo que hablo”.

El carácter particular de los chinos, aunque lógicamente no puede generalizarse, es algo que llama la atención de Bessie. “Al principio, me daba cólera, porque no disimulan. Cuando uno pasa, te miran como que si fueras un extraterrestre, un extraño, de pie a cabeza, te miran y no te quitan la mirada. Porque te ven distinta y se sorprenden. Además, siento que son un poco imprudentes porque, sin conocerte de nada, te preguntan cuánto ganas en el trabajo, cuánto pagas de alquiler… Eso es bien normal aquí. Yo reconozco que soy una persona tímida. No profundizo fácilmente en las relaciones; siempre hay una gran distancia. Tengo la suerte de haber encontrado a tres salvadoreñas cerca y somos amigas. Somos unos 50-60 salvadoreños en Beijing, dando clases de inglés, sobre todo. Con ellas hacemos pupusas, tamales, nos reunimos los fines de semanas y celebramos cumpleaños. Hemos encontrado una web china en la que venden de todo: Yuca, hojas de plátano para tamales, chocolate para chocobananos, harina de arroz para pupusas, ¡de todo!”.

El control que ejerce el régimen chino es algo que se nota, lógicamente, en los aspectos migratorios. Los visados deben renovarse cada año. Sin ese permiso no se puede trabajar. Y hay que ajustarse al sector de trabajo que se detalla en la visa porque, si se infringe, puede haber problemas de deportación y hasta de cárcel. En el ámbito social y político, se ejerce un control directo en las redes sociales y medios de comunicación. “Está bloqueado Facebook, Twitter y las series con contenido para adultos son consideradas obscenas, no se pueden ver. No hay ningún contenido extranjero, todos los canales por cable son chinos”.

Incluso en ese contexto, Bessie comenta que la experiencia está siendo positiva para toda la familia. De momento, piensan continuar en el país, hasta que sus tres hijos entiendan, escriban y hablen bien el chino, porque considera que es un idioma que les ayudará en la vida, aunque no vivan allí. “No queremos regresar a El Salvador, por la situación tan peligrosa que hay. Quisiéramos experimentar en otro país, que los niños aprendan otro idioma. No descarto adoptar a una niña china, es algo que me encantaría. Mi esposo me dice que ya veremos. De momento, seguiremos en este país que nos da tanto y del que aprendemos tanto, aún siendo tan distinto al nuestro”, finaliza.