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“Nueva Zelanda es un país distinto, pero acogedor”

Por: Claudia Zavala

Ni 14 años de experiencia como sobrecargo de vuelo prepararon a la salvadoreña Vanesa Martínez de Seaman para las vivencias que, hace casi dos meses, ha empezado a vivir, en Nueva Zelanda. La distancia aérea desde el centro geográfico de El Salvador hacia el centro neozelandés es de casi 12 mil kilómetros. Hay, además, 18 horas de diferencia entre ambos países. El impacto de las diferencias culturales, sociales y climáticas en su primera etapa en ese país es algo que recalca desde el inicio de la conversación. “Todo es muy distinto. Este tiempo de adaptación ha sido durísimo para mí. Desde el viaje, larguísimo y cansado, 12 horas desde Los Ángeles, Estados Unidos, con dos niños que atender. Menos mal que mis tíos pudieron viajar conmigo para ayudarme”, relata.

¿Y por qué Nueva Zelanda? La excelencia académica de Jorge, su marido, fue la que les abrió la puerta a ese destino. Graduado en Economía, él realizó su Maestría, en 2012, en Auckland, la ciudad más poblada y  capital económica del país, situada en la Isla Norte. Luego de titularse con excelentes notas, en 2015, para su sorpresa, recibió una carta de la universidad notificándole que le otorgaban una beca para continuar con sus estudios de Doctorado. “En ese momento, nosotros estábamos en un hospital, en Houston, porque mi cuñada estaba gravemente enferma. Habíamos viajado desde El Salvador para estar con ella hasta el último momento y no pensábamos en nada más que en su situación. Mi esposo escribió a la universidad, explicando su situación familiar, y le dijeron que lo esperarían, hasta que pudiera resolverlo todo. Mi cuñada falleció, lamentablemente. Un mes después, me quedé embarazada. Eso vino a revolucionar los planes”, explica.

Para entonces, Vanesa ya era madre de Jorgito, un bebé de tan sólo 8 meses, cuyo embarazo y parto fueron realmente molestos y riesgosos para ella. “Vomitaba hasta 12 veces al día, durante los 9 meses de embarazo. El parto fue terrible también. Por eso cuando supe del segundo, tenía hasta miedo de decírselo a mi marido. Un viaje tan repentino y lejano no estaba en mis planes, pero entendí que era una gran oportunidad para mi esposo, para toda la familia y comencé a mentalizarme”.

Decididos a apoyar el proyecto académico de Jorge, vendieron todo, en octubre 2015. La idea era que él viajara primero y luego se unieran Vanesa y su hijo. Sin embargo, una repentina operación de peritonitis forzó la hospitalización de su marido. La cicatrización de la herida se le complicó y fue necesario un mes completo de recuperación.

Cambio de vida

En diciembre de ese mismo año, tuvieron que reiniciar los trámites de visado para el viaje, pues los permisos anteriores habían caducado. Viajaron a Los Ángeles para ver si de ahí partían directamente a Nueva Zelanda. “Aproveché para hacerme una revisión ginecológica, para ver cómo iba todo. Estaba previsto que mi hija naciera, en marzo de 2016. Un médico me dijo que, tal y como veía a la bebé, no podría viajar, que iban a tener que hacerme una cesárea. Me regresé a El Salvador, a finales de enero de 2016, para parir allí, porque no quería estar sola. Jorge, repentinamente, se volvió a enfermar y tuvieron que volver a operarlo. Todo era tan caótico y estresante para mí: Mi marido recién operado, convaleciendo otras tres semanas, yo a punto de parir en El Salvador, cuidando a un bebé de un año, un trámite de visado en vilo… me llegaron los pasaportes autorizados el 22 de febrero, ¡diciéndome que la última fecha para viajar era el 1 de marzo! ¡Otra vez volvíamos a perder la fecha de viaje! A mi esposo se le complicó la operación y lo tuvieron que operar ¡otra vez! Me empezaron los dolores de parto, me revisaron y me dijeron que la niña tenía tres vueltas de cordón y yo tenía la placenta calcificada. Estaba de 37 semanas. Isabella nació el 26 de febrero. Mi esposo la conoció a ella un mes después, cuando regresó a El Salvador, luego de sus operaciones”.

Después de semejante periplo hospitalario, fue el momento de iniciar, nuevamente, el papeleo de las visas. Inexplicablemente, Jorge, otra vez, recayó. “Viajamos, nuevamente, a Estados Unidos, para que lo operaran. Pasamos la Navidad de 2016, en un hotel, centrados en su recuperación. Y, por fin, regresamos en febrero de 2017 a El Salvador para ya cerrar esa etapa. Finalmente, Jorge pudo viajar a Nueva Zelanda, en abril de ese año. Nosotros nos unimos a él el 10 de junio recién pasado”, explica.

Después de tantas dificultades superadas, el reencuentro familiar en Nueva Zelanda fue intenso. Llegaron a instalarse a Chirstchurch, en la región de Canterbury. “Mi hijo estaba feliz de ver a su papá. Como le encanta ‘Thomas, el tren’, mi esposo le había decorado su cuarto con esos motivos, para ayudarle a ambientarse y sentirse en casa. Iniciar la rutina diaria en nuestro nuevo hogar fue un golpe duro para mí. Jorge se va a trabajar todo el día, y yo me quedo sola en casa con los niños. En mi país tenía ayuda, una niñera, mis papás, aquí tengo que resolverlo todo yo. A los pocos días de llegar, quizá por el exceso de estrés acumulado, me dio una crisis bien fea. Me sentía desbordada, nerviosa, me tiré al suelo a llorar, como bebé. Le pedí a Dios que me diera fortaleza y me ayudara a salir de ese bajón tan horrible. Poco a poco, me voy adaptando y me siento más segura con todo”.

Acostumbrada a estar volando durante todo el día, por su trabajo como sobrecargo en una aerolínea, a ser independiente económicamente y a tener ayuda para las labores domésticas, Vanesa ha tenido que configurar su nueva dinámica de vida, en un entorno totalmente distinto al suyo. “De momento, no tenemos vehículo. Voy a todas partes en bus. Hace un frío espantoso y tengo que resolver con el montón de bolsas y el cochecito de doble plaza de los niños. La primera vez que fui al supermercado, me quedé alucinada: Un aguacate vale 7.99 dólares neozelandeses. Los ejotes valen 18 dólares el kilo. ¡Y allá en El Salvador uno ni caso les hace! Hoy valoro mucho nuestras verduras. Sólo los kiwis son bien baratos, el kilo vale como un dólar. A puro kiwi vamos a estar”, dice entre risas.

¿Otro idioma?

La acogida que les han dado al llegar es uno de los aspectos que Vanesa destaca, en positivo. “Son muy amables y educados. Cuando llegamos, la dueña de la casa donde vivimos nos dejó una canasta de bienvenida, llena de juguetes, cuentos, chocolates, servilletas y una tarjeta, deseándonos una buena estadía. De la compañía de Jorge nos dieron muchos juguetes y bolsas de ropa de los hijos de sus compañeros. Ese gesto me pareció muy bonito y no cualquiera lo hace”, señala.

A pesar de dominar el idioma inglés, por su trabajo, Vanesa comenta que el acento neozelandés es complicado de entender pues, además, mezclan algunas palabras en maorí, el segundo idioma oficial. “Es un acento bien fuerte, como escocés. Los primeros días no entendía casi nada. Era como si fuese otro idioma. Me preocupé. Ahora siempre pongo la tele y la radio y voy abriendo el oído, familiarizándome, poco a poco, y comprendiendo mejor”.

También la ha sorprendido la famosa “haka”, la danza de guerra maorí que se usaba tradicionalmente en el campo de batalla y cuando los grupos se reunían en paz. Es una demostración de orgullo, fuerza y unidad de una tribu. Algunas de las acciones de la “haka” son dar golpes violentos con los pies, sacar la lengua de manera protuberante y dar palmadas rítmicas en el cuerpo, para acompañar un canto fuerte. A nivel mundial, son famosas las demostraciones de los “All Blacks”, el equipo de rugby del país, que utilizan para intimidar al equipo rival. “Tuve la oportunidad de verlos en Auckland y, junto con los paisajes preciosos que hay, son de las imágenes más impresionantes de esta cultura”.

La costumbre de algunos neozelandeses de ir por la calle descalzos es algo que también la impresionó. “Van vestidos con shorts o jeans, camisa normal, pero descalzos, aunque esté haciendo frío. Van así en la ciudad, en los centros comerciales, y llama bastante la atención a los que no somos de aquí”.

Poco a poco, también se van acostumbrando al clima. En Nueva Zelanda, es verano en noviembre, diciembre y enero. Y el invierno llega en junio, julio y agosto, alcanzando temperaturas bajo cero. “Tenía 8 años de no nevar y esta semana nevó. Hemos estado a menos cuatro grados centígrados. Me extraña que las casas son bien frías, como de tabla roca, todo se oye y no parecen tan resistentes”.

Decidida a continuar con su desarrollo laboral y profesional, Vanesa ha comenzado a enviar currículums a diversas aerolíneas del país. “Tengo 14 años de experiencia en aviación. Mis licencias están vigentes. Yo trabajo desde los 18 años, no estoy acostumbrada a estar en casa. Está siendo duro para mí no salir a la calle y generar ingresos. Mi prioridad son mis hijos, pero pronto Jorgito comenzará a ir al kínder y, si encuentro trabajo, buscaré una guardería para Isabella. También tengo la carrera de Psicología, me especialicé en Gestión del Talento Humano y Desarrollo de Competencias, así que eso me puede abrir puertas en otras áreas de las aerolíneas”, comenta.

El proyecto migratorio de la familia en Nueva Zelanda tiene una duración inicial de cuatro años, que es lo que dura el Doctorado en Negocio Internacional de Jorge. Con el estatus legal que tienen actualmente, Vanesa comenta que tienen derecho a todos los servicios gubernamentales. Cuando la formación universitaria finalice, podrán aplicar a la residencia permanente. “Lo hemos pensando y, aunque sea duro, no queremos volver a El Salvador. Está muy inseguro y violento. Aquí, los niños de 8 añitos van solos en bus a la escuela. Las casas no tienen defensas en las ventanas. Es un lugar muy seguro. Mi esposo me dice que pensemos en nuestros hijos, que merecemos vivir con tranquilidad y darles otra calidad de vida. Tal vez nos movamos a Canadá. A pesar de todo lo que hemos vivido para llegar hasta donde estamos, creo que somos afortunados de poder tener estas oportunidades. Yo me acoplaré y sé que llegaré a estar mejor, en todos los sentidos. Estoy segura de que, como familia, vamos a aprovechar esta gran oportunidad, que es realmente un privilegio”, finaliza.

“Soy privilegiada, por trabajar en mi oficio, siendo inmigrante”

Por: Claudia Zavala

Caminar por la calle, rodeada de rusos, italianos, polacos, yugoslavos, armenios, albaneses, chinos, pakistaníes, sirios, iraníes e iraquíes, por mencionar algunas nacionalidades, es lo que Carmen Molina Tamacas vive día a día, en el barrio donde reside, en el sur de Brooklyn, Nueva York. “El contraste cultural es brutal, porque se puede escuchar una docena de idiomas en el mismo momento, y ver indígenas guatemaltecas del Altiplano, usando huipiles y refajos, hablando dialectos maya quiché y usando teléfonos celulares de última generación”, dice.

Para Carmen, periodista salvadoreña, graduada también en Antropología, vivir en semejante contexto multicultural es realmente fascinante. Emigró en junio de 2011, luego de que el desempleo de su esposo fuese el motivo familiar para buscar otras opciones de vida. “Él nació en Estados Unidos. Se había ido a vivir a El Salvador, con el objetivo de ayudar a su mamá en su negocio y trabajó un tiempo ahí. Pero se quedó sin empleo, en 2010. Es contradictorio que, en El Salvador, ser extranjero, educado y bilingüe te hace estar ‘sobrecapacitado’ para el mercado laboral. Sólo encontraba trabajo en un call center, algo que realmente no satisfacía sus expectativas de desarrollo profesional. De ahí que tomáramos la decisión; además, teníamos a una hija que mantener. Antes de formar una familia, nunca pensé en emigrar. Mi familia debió ser de las pocas en las que prácticamente nadie era parte de la diáspora. Recibir remesas era un concepto completamente ajeno. Solamente algunas tías habían emigrado, pero nadie fue forzado por las circunstancias bélicas o económicas que oprimen a la sociedad salvadoreña”, relata.

Después de vender todo y entregar la casa en la que vivían, Carmen y su pequeña hija vivieron un tiempo en la casa de la familia paterna. Su marido viajó antes y pactaron que, en tres meses, volverían a estar juntos. Sin embargo, hasta que las circunstancias fueron las propicias, el reencuentro tuvo que esperar un año. “En ese tiempo, sólo nos vimos una vez. Fue aprovechando un viaje a China que hice, enviada por el periódico en el que trabajaba. Hice escala en Los Ángeles, durante cuatro días, y él voló desde Nueva York para vernos. De ahí, yo volé a China, a trabajar. Aunque nuestro proceso fue muy duro, no se compara con el sufrimiento de cientos de familias que se ven obligadas a separarse, nunca vuelven a verse y, en muchos casos, terminan destruidas”.

Un sistema desconocido

Carmen y su hija aterrizaron un viernes de junio, en Brooklyn. Sólo cuatro días después, un intenso dolor de vientre, posiblemente agudizado por el estrés del viaje, llevó a Carmen al hospital. “Me operaron de emergencia de un quiste de ovario muy grande que tenía. Ahí empezó el impacto con esta sociedad, puntualmente, con el sistema de salud estadounidense. Si bien es uno de los más avanzados científica y tecnológicamente, es una maraña de tecnicismos legales, donde las empresas aseguradoras exprimen a los usuarios y los médicos para obtener lucros exorbitantes. La atención médica no te la niegan, aunque no tengas seguro. Ya después es que empiezan a llegar facturas de 10 mil dólares por aquí, 10 mil dólares por allá. Apelé a las autorizaciones del hospital y me amortizaron los pagos. Mi esposo estaba comenzando a establecer su negocio. Fue muy duro al principio enfrentarnos a esos pagos. Aparte, aquí no tenemos familia extendida que pueda ayudarnos. Sólo estaba mi suegra que, por fortuna, pudo cuidar esos días a mi hija. Junto a ese problema de salud de bienvenida, pasé de ser una periodista trabajadora, a ser una mamá a tiempo completo y periodista cuando se puede”, señala.

Pese al problema de salud inicial y su entera dedicación al cuidado de su hija, Carmen lograba alternar su tiempo como corresponsal periodística y así, sólo un mes después de su llegada, logró publicar su primera nota, referida al ciclista salvadoreño, Giovani Landaverde, que hizo un recorrido en bicicleta desde El Salvador, hasta Nueva York. “Ese fue mi ‘nombre de Dios’. Comencé, entonces, a crear una red de contactos que no tenía”.

Poco a poco, con esfuerzo y constancia, fue avanzando en el conocimiento y funcionamiento de la ciudad y descubriendo la existencia de distintas comunidades, entre ellas, las de salvadoreños residentes, sobre todo, en Long Island, donde hay más redes de apoyo y solidaridad desarrolladas, desde la época del conflicto armado salvadoreño.

Carmen comenta que una de las cosas que más le llamó la atención al llegar es la cobertura social tan amplia que existen para las familias de escasos recursos, quienes reciben el apoyo estatal a través de cupones de alimentos, seguros de salud de bajo costo y programas nutricionales para mujeres embarazadas, lactantes y niños pequeños. “Me da mucha pena ver casos como el de nuestro país, cuando se presentan como logros el vaso de leche, el desayuno escolar, zapatos y uniformes que, si bien son buenos, son precarios. Otro mundo es posible si los impuestos son administrados de forma eficiente”.

En los últimos años, y paralelo a la crianza de un segundo hijo, sus coberturas periodísticas la han llevado a realizar una pequeña radiografía de los guatemaltecos en el sur de Brooklyn y, desde 2014, ha publicado artículos y features sobre diversos temas relacionados con El Salvador. Además, ha profundizado en la historia de las comunidades dominicanas y puertorriqueñas, que son las más predominantes en Nueva York. Sus artículos han podido ser traducidos en  Voices of New York , espacio que recoge lo mejor de la prensa étnica.

Sin duda, su conocimiento e integración en la ciudad han estado marcados por la naturaleza de su trabajo: “Tengo el privilegio de trabajar en mi profesión, algo que es casi imposible cuando uno emigra a otro país. He tenido grandes satisfacciones que quizás nunca hubiera logrado, si no hubiera salido de El Salvador. Por ejemplo, ser coautora del libro Ciberperiodismo en Iberoamérica,  editado por Ramón Salaverría, profesor de la Universidad de Navarra y publicado por la Fundación Telefónica. El hecho de ser periodista me hace ser una persona ‘confiable’. A veces, la gente se me acerca y me cuenta sus graves problemas y, usualmente, tengo un contacto o información que posiblemente puede ayudarles”.

Aunque su desarrollo profesional ha continuado, Carmen destaca que su prioridad, al menos en estos momentos, sigue siendo la crianza de sus dos hijos. Ante la falta de ayuda familiar para cuidarlos mientras ella y su esposo trabajan, ha tenido que priorizar estar con ellos, por encima de las propuestas de trabajo recibidas. “Como a muchas mujeres, me pasa que en mi país teníamos red de apoyo familiar y aquí no. Mi mamá me ayudaba, tenía niñera, mi hermana y suegra colaboraban. Aquí somos una familia nuclear, papá, mama, dos niños. Una niñera te cuesta unos $10 la hora por un niño, es decir un promedio de $100 diarios. Es un privilegio estar en casa cuidando a tus hijos, pero realmente es el trabajo más duro. Hay que adaptarse a la situación que hay”.

Multiculturales, pero segregados

El contacto, desde sus primeros años de vida, con múltiples culturas y nacionalidades ha sido un aspecto absolutamente normal para sus hijos, y lo valora como algo muy positivo desde su perspectiva de criarlos como ciudadanos del mundo: “En el parque se junta mucha gente de distintos países. Pero los adultos tendemos a segregarnos y reunirnos, por afinidades lingüísticas y religiosas. Se ponen las mamás polacas, por un lado; las árabes, por otro lado; las que van completamente cubiertas, por otro; las asiáticas, por otro; las latinas, por otro. Los niños juegan todos mezclados, toleran más y no entienden de diferencias”.

En ese sentido, ella reconoce que los años viviendo fuera realmente la han cuestionado profundamente sobre cuál es su verdadera identidad. “Estoy en permanente búsqueda. Eso es algo vivo, cambiante. Siento que hasta mi acento ha cambiado. Yo no me relaciono con salvadoreños, ni me he fusionado con mexicanos. Somos los únicos latinos que vivimos en este edificio. No es usual, pero se explica por la demografía de la zona, vivimos en la parte ortodoxa judía. Para mí es una constante exploración y me hace plantearme muchas preguntas”, añade.

La comunicación en español en su hogar es algo que Carmen califica como “una afrenta, una lucha permanente” algo que le interesa mantener vivo, pues, aunque ella les habla en su idioma, los niños muchas veces le responden en inglés,  entre ellos hablan en inglés y con su padre, que es nativo, hablan también en ese idioma, pues les resulta más natural.

La seguridad en las calles, con respecto a la incertidumbre y tensión permanente que se vive en su país de origen, es otro de los elementos que destaca del sur de Brooklyn. “Sí, ocurren actos violentos, pero no es la norma. No hay vigilantes en los lugares, porque hay cámaras en todas partes y, si sucede algo, la Policía actúa de inmediato. Siempre hay que tener mucho cuidado con los niños. No es Suiza, es Nueva York. El tráfico es una locura, la gente bien neurótica, de prisa siempre, van hablando por teléfono, se tiran los semáforos, es bastante estresante eso”.

Estar comprometida con un periodismo militante, de protección Derechos de los inmigrantes y de minorías es algo que defiende en su trabajo. Ejercerlo es lo que le ha permitido entender el sistema de salud, educativo y de beneficios estadounidense. Entre sus próximos proyectos destaca ampliar la investigación de la participación de varios artistas salvadoreños como la Melódica Polío, Julia Díaz, Federico Morales y Los Palaviccini en la Feria Mundial de Nueva York, realizada en 1964 y 1965.  Esta investigación posiblemente se convierta en un libro. También tiene como objetivo perfeccionar su inglés a nivel de escritura creativa, para ser realmente una profesional bilingüe.

 “Creo que todavía falta tiempo para que pueda integrarme a un trabajo a tiempo completo. Mis hijos son pequeños y ellos son mi principal proyecto: lograr su éxito académico y personal, rodeados de las mejores condiciones posibles para su desarrollo emocional y social. Según los psicólogos, uno no debe, o no debería, ‘perderse’ en su nueva forma de vida, pero es difícil aceptar las nuevas realidades y circunstancias, cuando uno emigra. Yo siempre me rebelé contra el rol de ama de casa porque, además de ser tradicional, es el trabajo más difícil que hay. Pero tengo mis prioridades familiares y asumo las consecuencias. En todos estos años, el choque cultural ha sido duro. Estar alejada de mi familia y amigos también. Pero, lastimosamente, El Salvador tiene muchos problemas y, aunque Estados Unidos está lejos de ser un país perfecto, hay más oportunidades y espacios para que ellos se desarrollen a plenitud”, finaliza.

“Como inmigrante en Bélgica, he marcado una diferencia en positivo”

Por: Claudia Zavala

Karina Quiñónez siempre soñó con emigrar. Por desarrollo y crecimiento personal. Por conocer mundo. Por aprender idiomas. Por enfrentar el reto de superar la adversidad en otro entorno. “Tenía un buen trabajo en una aerolínea en El Salvador. Vivía sola y era independiente, con veinte y tantos años. Aún teniendo una ‘buena vida’ en mi país, mi objetivo era emigrar a Canadá y ya había desarrollado un plan para eso”.

Aprender francés y enfocarse en la cultura canadiense era parte del plan, mientras se legalizaban sus permisos migratorios para poder viajar. Lo que no estaba en el plan fue lo que sucedió la noche de enero de 2004, en medio de un viaje con sus dos mejores amigas, para recibir el año nuevo, en Panajachel, un pueblo muy turístico a la orilla del Lago Atitlán, en Guatemala.

Después de cenar, las amigas se fueron a bailar a la discoteca “El chapiteau”. Desde la pista de baile, Karina ubicó a un hombre que estaba solo, sentado en una mesa del lugar. “Yo tenía sed y le pedí a mi amiga que me comprara agua. Ella había visto que el chico me gustaba y, sin mala intención me dijo: ‘si sacas a bailar salsa a ese muchacho, te doy agua’, jajaja! En ese momento, realmente no sé cuál era mi mayor motivación, si hablarle a él o la gran sed que tenía.  Al notar que era turista, le pregunté en inglés: ‘Do you want to dance with me?’. Él me dijo ‘sí’, en español. Y pasamos horas bailando juntos”, recuerda.

Después de comer papas fritas de madrugada, para cerrar la noche de parranda y baile, el momento de la despedida llegó. Karina debía volver a El Salvador con sus amigas y Walter, el turista belga de la historia, debía continuar con su viaje por Guatemala y México. Intercambiaron correos electrónicos. El lunes siguiente, ya incorporada en su trabajo, Karina le envió un correo con una foto de recuerdo de la noche tan alegre que pasaron entre amigos. Su sorpresa fue que, al regresar del almuerzo, él le había contestado. “Desde entonces, nos escribíamos todos los días, al punto que llegamos a enamorarnos. Así, como se oye. Después de varios meses de contacto, decidimos encontrarnos, en julio de 2004, en La Habana, Cuba”.

Afianzados y aún más enamorados después del encuentro, y decididos a compartir su vida, Walter viajó y se instaló en El Salvador, durante tres meses, para convivir con ella y conocer más sobre su cultura. “Yo no le había dicho de mi proceso migratorio para viajar a Canadá. Pero, cuando vi que la relación se puso seria, se lo conté. La convivencia fue buena. Entonces, él me propuso irme a vivir a su país. Con esa propuesta, para mí se cumplían dos deseos: conocer a una persona especial con quien compartir mi vida y poder emigrar. Lo vi como la oportunidad perfecta para desarrollarme como persona”, explica.

Así, después de un corto viaje exploratorio de 10 días, en mayo de 2005, Karina se instaló definitivamente en un pequeño pueblo en la parte flamenca de Bélgica, en septiembre de ese mismo año, para comenzar su nueva vida. Sus primeros meses de estancia fueron, como ella los llama, de completa “luna de miel”. “Estaba muy emocionada, excitada con el cambio, curiosa por aprender. Aunque vivía en un pueblito súper pequeño, salía todos los días a ver mercaditos y panaderías. Pero, cuando el invierno llegó, entonces me cayó el veinte de donde estaba”, reconoce.

Bélgica y la ropa congelada

Karina cuenta que, pese a su actitud positiva y personalidad extrovertida, el duro invierno belga, con lluvia, viento, nieve y a veces temperaturas bajo cero, significó una sacudida en su estado de ánimo. “No estaba preparada para ese clima. No tenía ropa ni zapatos adecuados. Recuerdo que en casa no teníamos secadora. Inocente de mí, al principio, colgaba la ropa afuera, durante el invierno. La tocaba en la tarde y no sólo seguía húmeda, sino medio congelada. Y yo todavía la dejaba más tiempo, para ver si se secaba al día siguiente, jajaja! Recuerdo tanto esa sensación de mis manos congeladas. ¡Claro que fue un choque tremendo!”.

Después de los primeros meses en los que era “la exótica y la novedad” en el pueblo, también comenzó a sentirse sola, pues realmente no conocía a nadie. “Salía a caminar para ver si conocía gente y, aunque las calles estaban urbanizadas, me encontraba sólo con gallinas y vacas. Yo era optimista y pensaba que en navidad ya tendría amigos. Pero, como hace tanto frío, todo mundo estaba encerrado en sus casas. Había pocas personas en la calle y para mí era frustrante no relacionarme socialmente”.

El estudio del flamenco, dialecto del idioma neerlandés que se habla en Flandes, fue una prioridad desde su llegada. Inició un curso intensivo en el que estudiaba tres horas diarias, tres veces a la semana. “Mi objetivo era conseguir un buen nivel para trabajar en mi carrera. No discrimino los trabajos de camarera, limpiadora o cuidadora, que generalmente hacemos los inmigrantes cuando estamos fuera de nuestro país, pero yo quería desarrollarme en mi carrera. Estudiaba mucho para eso”, dice.

Acostumbrada a ser independiente económicamente, la búsqueda de un empleo se convirtió en una idea fija, mientras continuaba estudiando. “Vivía a 40 kilómetros de Bruselas. Ahí se habla francés y en algunas empresas requieren también el inglés. Yo me defendía en ambos idiomas, así que también buscaba opciones laborales ahí, aunque me tocara desplazarme.  Mi marido me decía que no me desesperara, que siguiera estudiando. Seguí así un año entero. Hasta que un día, vi una oferta para trabajar en Amberes, ciudad donde nos habíamos mudado. Era el mes de agosto. Apliqué y me llamaron. Querían a alguien que hablara inglés y español también, era en el área de Sistemas. No me pedían el flamenco ¡Era perfecto para mí, como un milagro!”.

En pocas semanas empezó a trabajar en “Chiquita”, el gigante multinacional de la banana. Una empresa que le permitió desarrollarse en su especialidad profesional y conocer gente de diversos países y culturas.  “Fue un golpe de suerte, una gran experiencia laboral y personal. Ahí conocí a personas especiales que hoy siguen siendo mis amigas. Mi parte social se rescató en ‘Chiquita’. Sin embargo, tres años después de estar trabajando, por razones fiscales, la empresa se trasladó a Suiza e hizo un despido masivo. Otra vez, estaba sin trabajo”, relata.

Era bueno, pero podría ser mejor

Mientras buscaba otro trabajo, retomó sus estudios del flamenco, consciente de que era difícil conseguir otro golpe de suerte como el de su empleo anterior. Desesperada por su estabilidad laboral y decidida a lanzarse, esta vez de forma plena y definitiva, a la inmersión del flamenco, aceptó una propuesta en Gante, una ciudad a una hora de distancia desde Amberes. “Eso sí que fue ‘¡al agua pato!’ para mí. En esta zona hay muchos dialectos. Aunque era en mi área de trabajo, era muy difícil entenderlos. No comprendía nada. Contestaba el teléfono y ¡no entendía nada! Hablaban holandés,  pero el acento era fuerte y distinto. Sufrí mucho en ese tiempo, pero luché por no quedarme ‘lost in translation’. Sin embargo, después de un tiempo de estar ahí, me di cuenta de que no era lo mío. Pensé en todo el tiempo de tu vida que dejas en el transporte en estas ciudades, en ir y venir. En cómo nos conformamos con trabajos y existencias grises, porque creemos que no puede haber otra solución, peor si eres inmigrante. Cuando menos pensamos, se nos ha ido la vida y estamos viejas y amargadas, sin haber conseguido lo que nos hace realmente felices. Yo sabía que ese trabajo me quitaba mucha energía y calidad de vida. Además, en noviembre de 2011, nació mi hija Camila. Recuerdo que salía bien temprano de casa, con un frío horrible, y regresaba tarde. La dejaba en la guardería. Eso me partía el corazón y cada vez era más complicado. Me propuse, entonces, encontrar algo que de verdad se ajustara a lo que yo quería, aunque pareciera imposible de obtener. Pero si no generaba los cambios yo, nadie los haría por mí. Al fin y al cabo, había salido de mi país para desarrollarme plenamente y no iba a descansar hasta conseguirlo”.

Mientras continuaba en ese mismo trabajo, comenzó una búsqueda activa de empleo que, con mucho esfuerzo y sacrificio, le llevó dos años en concretar. Por fin, en 2013, una empresa belga consultora en Sistemas la contrató. “No fue fácil, pasé muchas pruebas, me rechazaron en muchos otros lugares, por el idioma o por lo que fuese, tuve que persistir, hasta conseguirlo. Lo mejor de todo de este trabajo es que está a sólo 8 kilómetros de donde vivo y la mayoría del tiempo trabajo remotamente, desde mi casa”, dice con alegría.

En 2015, comenzó a escribir un blog para expresar y compartir su experiencia personal y laboral en Bélgica (https://karinaquinonez.com). “Me encanta escribir. Comencé a hacerlo en inglés, por cuestiones profesionales. Me enfocaba en la temática de ‘proyect management’, pensando en tener una especie de background online, por si me volvía a quedar sin trabajo. También hablaba de algunas cuestiones relativas a mi experiencia migratoria. Se los compartí a mis compañeros de trabajo. Les gustó tanto mi manera de escribir y plantear los temas, que ahora también colaboro en el departamento de marketing de la empresa, para generar contenido, escribir posts y artículos, una vez por semana. Ha sido muy bueno abrirme a otras áreas de trabajo también”.

Mujeres que se encuentran y crecen

Con la curiosidad e inquietud profesional que la caracterizan, en enero de 2017, Karina decidió junto a unas amigas organizar charlas para mujeres hispano hablantes, residentes en Bélgica. Así nació el proyecto “Xten, encuentros para crecer” (https://www.facebook.com/XtenOrganizacion/). El vocablo “Xten” significa “mujer”, en idioma maya kaqchikel. Aparte de Karina, el grupo está conformado por Nidia, de Guatemala; Lola, de Argentina; y Laura, de España.

“Somos amigas, desde nuestro trabajo en ‘Chiquita’. Las cuatro somos madres latinas y nos unen valores sólidos. Fue una idea loca que nació en un grupo de Whatsapp y hoy es una realidad. Son charlas tipo TED, de unos 15-20 minutos de duración, sobre desarrollo personal, emocional y financiero, que pretenden hacer un llamado a la acción, para que las mujeres transformen su situación. No sólo es cuestión de inspirarlas, sino de decirles ¡muévanse y atrévanse a cambiar su vida! Esa es nuestra manera de generar valor en esta sociedad”.

Karina inauguró su  faceta como speaker con la conferencia “Sí, hay tiempo para mí”, en la que compartió su historia personal y su lucha por conseguir un mejor trabajo, pese a las limitantes lingüísticas, sociales y laborales que encontró  https://www.youtube.com/watch?v=E_6xh093VAA&feature=youtu.be

El balance de sus 12 años de proceso migratorio la lleva a señalar los principales desafíos a los que se ha tenido que enfrentar: “El idioma, el clima y el trabajo”, indica sin titubeos.

“La cultura también es particular. El sentido del humor belga es diferente. Ni sé qué ejemplo ponerte para explicarlo, jajaja! En El Salvador siempre estamos con el doble sentido para todo. Aquí no existe eso. Y los chistes son medio pesados, por lo menos para lo que somos de afuera. En los medios de comunicación, bromean abiertamente con los temas de religión, razas y sexos. Yo soy más prudente y respetuosa, en ese sentido. No me parece bien burlarme de eso, aunque lo hagan con ‘buena intención’. Con el tiempo, te vas acomodando y entendiendo que hay cosas que no puedes cambiar. Por ejemplo, aquí son bien apegados a la agenda. Cuando estaba en clases de flamenco, siempre decía al salir: ‘¿vamos a tomarnos un cafecito?’ Y me veían con cara de ‘what? Uyyy, no, mejor lo tomamos otro día, ahora imposible, déjame ver mi agenda’. Nada que ver con El Salvador, donde llamas a tu comadre y ‘hey, aquí estoy afuera’ y le tocas el timbre en el instante, se toman el café y tan felices”, dice entre risas.

La crianza de los hijos también es un tema distinto de experimentar en Bélgica, desde su punto de vista: “Yo crecí en una cultura donde hay una noción más amplia de crianza, porque está toda la familia colaborando. Aquí la familia es más nuclear, papá, mamá e hijo, nada más. Los primos y abuelos se ven sólo en navidad y fechas especiales. Si se ven, es porque alguien se casó o se murió. Son poco abiertos a dejar que otras personas que no sean de su familia entren en el grupo. La gente no te invita a su casa, es muy raro que pase. Tampoco tienes quien te ayude en casa. Eso hace que toda la responsabilidad paterna y doméstica sea sólo para los padres. Entiendo por qué la gente aquí piensa mucho en tener hijos, porque no es fácil hacerlo sin ayuda. Las bajas maternales, son de unos tres meses. Yo ahora, por la naturaleza de mi trabajo, puedo pasar más tiempo con mi hija, pero no es lo habitual”, señala.

Pese al humor belga a veces un poco complicado de entender para ella, Karina asegura que nunca ha sentido una clara manifestación de discriminación, por sus orígenes. “Me he sentido siempre aceptada y respetada. El hecho de ser inmigrante o latina, lejos de hacerme sentir rechazada, ha sido un elemento que ha marcado una diferencia en positivo para mí. Me han acogido bien. He logrado hacer muchas cosas en este país y no me puedo quejar. Creo que han sabido valorarme desde la diversidad que puedo aportar, y no me han marginado por mis diferencias. En parte, soy lo que soy, precisamente, por esas diferencias. Yo he llegado y he dicho ‘déjenme ponerle esa sazón que ustedes no le dan’, en el buen sentido. Y me han dado la oportunidad de hacerlo. El hecho de ser latina tampoco me convierte en el alma de la fiesta. Pero, eso sí, si hay música, se nota, ¡porque me encanta bailar! y eso no lo voy a cambiar nunca. Al fin y al cabo, mi relación con este país inició con un baile”, finaliza.

“Mi sueño americano es volver a El Salvador”

Por: Claudia Zavala

Mejorar el bienestar psicológico y emocional de su hija fue el detonante para que Susan Marenco decidiera emigrar de tierras salvadoreñas. “En el año 2001, hubo dos terremotos muy fuertes, en enero y febrero. Hubo muchas réplicas que nos mantuvieron en vilo. Mi hija, de seis años, y yo vivíamos cerca de una de las zonas más devastadas, ‘Las Colinas’. Un día, andábamos en busca de agua y comida por la zona y vimos todo ese desastre. Las casas derrumbadas, la gente buscando a sus familiares, la tristeza, la desesperación… Esa escena afectó tanto a mi niña, que quedó como en shock por el miedo. Comencé a pensar que, si eso seguía así, era urgente que hiciera algo para sacarla de aquella situación”, recuerda.

Madre soltera, divorciada a los 23 años, Susan recibió el apoyo de su madre y padrastro, residentes en Estados Unidos, para iniciar los trámites de ambas y poder viajar. Después de varias entrevistas, papeleos y una espera de cuatro años, la resolución positiva de su residencia estadounidense llegó, en el año 2005. “La situación económica y de inseguridad en el país iba cada vez peor, pero aún así fue una decisión difícil de tomar, pues ahí estaban mis raíces y mis redes. Pero, pensé en una nueva vida más segura para mi hija y me lancé”.

Así, el 17 de agosto de 2005, Susan y su hija Daniela aterrizaron en el aeropuerto Louis Armstrong, de Nueva Orleans. Sin embargo, la ilusión del nuevo ciclo de vida se derrumbó cuando, tan sólo una semana después de su llegada, sucedió el devastador huracán “Katrina”.  “Habíamos vivido el huracán ‘Mitch’ en nuestro país, pero nunca imaginé lo terrible que puede llegar a ser un desastre de este tipo. ‘Katrina’ fue peor que todos los terremotos y huracanes juntos que habíamos vivido antes. Nosotras, que íbamos huyendo de esa vulnerabilidad permanente en nuestra región, estábamos en uno de los países más ‘poderosos’ y preparados del mundo, viviendo una desgracia inimaginable”.

El impacto de “Katrina” en la zona en la que vivían fue tal, que todos los habitantes tuvieron que ser desalojados a refugios. Ellas viajaron a Memphis, Tennessee, donde permanecieron un mes, hasta poder regresar. “Ese fue mi ‘Welcome to America’”, dice entre risas.

El retorno a la zona fue triste y desolador: No había luz, ni agua, ni escuelas, ni trabajo, ni nada. Al evaluar que la reconstrucción de la ciudad y la vuelta a la normalidad tardarían y con la responsabilidad de mantener a una hija, decidió viajar a California, a buscar oportunidades laborales, a finales de septiembre de 2005. Su experiencia en las áreas de comunicación, marketing y publicidad en su país, le ayudaron a ubicarse en una pequeña agencia de producción. “Realizábamos comerciales para empresas latinoamericanas. Hacía ‘voice overs’ para infomerciales. Trabajé para TV Azteca América un tiempo, pero la empresa despidió de una vez como a 25 personas y yo, al ser la recién llegada, me fui en la colada. Tuve que volver a Nueva Orleans a buscarme la vida, otra vez”.

La pasión por la cocina

Aunque su desarrollo profesional había estado orientado al ámbito comunicativo, la verdadera pasión de Susan fue siempre la cocina profesional. “Mi plan era estudiar para chef. Al volver a Nueva Orleans, pude encontrar trabajo en el hotel ‘Holiday Inn’, en la recepción. Mi idea era dar el salto a la cocina del lugar, fuese como fuese, para aprender, poco a poco”.

La atención al cliente en su nuevo trabajo la expuso a su falta de dominio del idioma inglés. “Yo me gradué de una escuela bilingüe en El Salvador, pero realmente en los últimos años se me había olvidado, porque no lo practicaba. Lo evidencié cuando ya estuve en el trabajo. Pasé momentos muy humillantes. Hubo gente que se enojaba, porque yo no les entendía al 100 por ciento lo que me decían o porque no me expresaba bien. ‘¿Si no sabes inglés, qué estás haciendo aquí?’, me decían. O ‘estás en Estados Unidos, ¡tienes que hablar inglés!’. Esos momentos me hicieron una caparazón bien dura, porque tenía que aguantar, por mi hija, y porque era la única forma de seguir aprendiendo y creciendo”.

Practicó mucho el inglés y se quitó la vergüenza, para conseguir su objetivo de entrar en la cocina del hotel. “Me metí a la cocina a hablar con el chef. Veía lo que hacía, le preguntaba cosas. Le pedía permiso para ayudar. Tanto vio mi interés que, al poco tiempo, tuve dos turnos de trabajo: por la mañana, en la recepción y, por la tarde, en la cocina. Empecé lavando platos, limpiando la cocina y haciendo de ‘commies’ o asistente. Lavar platos te enseña el negocio desde la raíz, te da mucha disciplina. Para darme las órdenes, el chef me hablaba en un lenguaje súper técnico que desconocía. Fue ahí cuando decidí profesionalizarme”, explica.

Enfocada en formarse en una de las mejores escuelas de cocina del mundo, apostó por “Le Cordon Bleu”, en Miami. Después de un duro proceso de 6 meses para ser aceptada y la consecuente búsqueda de dinero para financiar sus estudios, Susan voló a Florida, a luchar por su sueño.  “Fue la etapa más dura para mí. Por primera vez, me separaba de mi hija. Por el ritmo tan intenso de estudios y trabajo que iba a llevar, era mejor que se quedara con sus abuelos en Nueva Orleans”.

El deseo de encontrarse pronto con Daniela hizo que se trazara un objetivo: Terminaría sus estudios en 1 año y medio, en lugar de 2 años y medio, como lo hace la mayoría de estudiantes. Para ello, tomó todas las clases extras que pudo, para adelantar materias. Estudiaba durante 8 horas y trabajaba otras 8 al día. Llegaba a su casa a las 2 de la madrugada de trabajar y a las 6:30 am salía a estudiar. “Mi motor era mi hija. Me inyectaba de energía pensar que podría estar con ella pronto y que podía darle una mejor vida”, añade.

Su intensa rutina recibió todos los méritos: Susan se graduó con 4 puntos, la calificación más alta que se puede obtener en su formación. En ese tiempo, ya trabajaba en el conocido restaurante “Emeral Lagassi”, en Florida. “El trabajo en el restaurante era durísimo, pero valió la pena. Al estar en un área turística, servíamos de 500 a 700 covers o servicios por persona, los fines de semana. Era una maquinaria productiva brutal. Eran las grandes ligas de la cocina. Trabajar con Emeral de manera directa, es una gran experiencia para cualquier amante de la cocina”, dice.

Al terminar su formación en Miami, volvió a Nueva Orleans, para realizar un “internship” con el chef John Besh, en su restaurante “La Provence”. “Era un ritmo un poco más relajado, porque era otro concepto. Manejaba otra técnica de cocina, la gente pasaba más tiempo en las mesas, era otra actitud y tiempo ante el cliente. Luego estuve en ‘Domenica’, haciendo pastas, durante 8 horas al día, soñaba con los ñoquis y todo, jajaja!”

Una pausa y nuevos aires

Al poco tiempo, una corporación de restaurantes la contrató para expandir sus locales en Florida. Se instaló, nuevamente, en la ciudad, para enfrentar el nuevo reto. Pese a que su crecimiento profesional iba a todo galope, el desgaste físico y mental que exigía, sostenido durante tanto tiempo, pasó factura a su salud. “Me enfermé mental y físicamente. Tuve una crisis bastante grave, a finales de 2009. Me dieron taquicardias y me hospitalizaron. Estuve un mes sin poder moverme. Estaba exhausta; mi mamá tenía que ayudarme a comer. Mi cuerpo se desconectó por completo”.

Luego de su recuperación, pero habiendo recibido la advertencia médica de cuidar mucho su corazón ante los picos de estrés, trabajó un poco más en la industria, en áreas menos intensas que la cocina. Así, en 2016, concluyó un ciclo de diez años de aprendizaje intensivo en el sector que tanto le apasiona.

Decidida a encontrar nuevas opciones laborales, y después de tres meses de profundo y necesario descanso, Susan recibió la oportunidad de trabajar como Production Manager en Liberty’s Kitchen, una organización sin fines de lucro, que atiende a jóvenes de 16 a 24 años de las áreas más deprimidas de Nueva Orleans, una de las ciudades más pobres de Estados Unidos. Son muchachos sin estudios y en situación de marginalidad. “Les enseñamos ‘life skills’ y ‘profesional skills’, para que tengan una base para reinsertarse en la sociedad. Vienen de la calle, no tienen hogar, sus padres los han abusado, maltratado, violado, hay niñas que son madres a los 14 años. Yo siempre había deseado trabajar en un proyecto así en mi país. Pero la vida me da la oportunidad de trabajar con gente que también lo necesita en esto que llaman primer mundo”, explica.

Otro de los programas de la fundación es “The school nutrition programm”, que alimenta a más de mil 500 niños de edades preescolares hasta High Shool, de forma diaria. “Llevamos la comida a las escuelas. Yo soy la responsable del programa de Nutrición y tengo a mi cargo a 30 personas a las que estamos desarrollando constantemente. A los niños les damos desayuno, almuerzo, snacks y cenas. Hay muchos de ellos que, si no van a la escuela, no comen. Es una realidad muy parecida a la de El Salvador. La mala nutrición es un tema económico. La obesidad va a peor, la diabetes tipo 2, que es la adquirida, hoy la desarrollan los niños. Los pobres comen mal y barato. Este es un programa con fondos mayoritariamente privados, sólo recibimos una contribución del gobierno. El 28% de las escuelas con las que trabajamos tiene población hispana. Así que siento que aporto a mi gente también”.

Pese a haberse desarrollado en un ambiente multicultural desde que llegó, Susan reconoce que en la zona en la que reside se dan casos de racismo y xenofobia. “Es una ciudad con un nivel alto de habitantes de raza negra, pero en la parte en la que vivo hay más blancos. Desde el triunfo de Trump, ha habido mucha libertad de personas blancas, racistas de toda la vida, pero que hoy han ‘salido del closet’, y se sienten respaldados políticamente y con el derecho de dar su opinión, diciendo o haciendo cosas feas. He recibido malas caras y actitudes discriminatorias, yendo de compras a Wallmart, por ejemplo.  Me he sentido humillada en muchas ocasiones. Una vez, mi mamá y yo íbamos caminando alrededor de un lago que está cerca de nuestra casa. Había un grupo de adolescentes blancos. Nosotras íbamos hablando en español de nuestros temas y ellos empezaron a gritarnos que nos fuéramos a nuestro país. Me sentí abusada,  como que me golpearon el alma. También sentí tristeza, de verlos tan jovencitos, de la edad de mi hija”.

Otra de las decepciones que ha tenido que vivir se refiere a la vulneración de su doble condición como mujer e inmigrante, de parte de hombres que se han querido aprovechar de ella. “Me pasó al principio. Un tipo me dijo que me iba a dar trabajo. Al estar solos en la oficina, quiso aprovecharse sexualmente de mí. Cuando vio que no podría conseguir lo que quería, me amenazó con llamar a ‘la Migra’, porque siempre piensan que eres ilegal. Lo más repugnante de todo es que era un hombre latino”, recuerda.

Después de 12 años de esfuerzo y sacrificios, las condiciones de desarrollo y de calidad de vida que Susan quería construir para su hija se han concretado. Daniela ha sido aceptada en la Universidad de Loyola, para estudiar “Music business”, y así gestionar proyectos musicales, festivales, conciertos y ser manager de artistas.  Admite que, aunque la crianza de su hija ha sido difícil, sobre todo por su condición de madre soltera, ha sabido aprovechar las oportunidades que el sistema estadounidense le ha ofrecido. “Todo lo que hemos conseguido hubiese sido mucho más difícil en mi país, lastimosamente. A mi hija le he trasladado la importancia de luchar por lo que quiere, con disciplina y perseverancia, sin esperar a que nadie le regale nada”.

Cuando se le pregunta por sus proyectos a futuro, no duda en responder: “Mi sueño americano es volver a El Salvador. Devolverle a mi país parte de todo lo que he aprendido y he recibido en la vida. Siento que todos estos años han sido un entrenamiento para eso. Sueño con fundar una escuela y una ONG, algo muy parecido al concepto en el que trabajo ahora. Me apasiona identificar y fortalecer los talentos de los jóvenes. Quiero aportar en el desarrollo de mi gente. Enseñarles a que aprendan a nutrir no sólo su cuerpo, sino que alimenten sus mentes y diseñen sus sueños y, sin importar sus orígenes, se atrevan a transformar sus vidas, a transformar su mundo”, finaliza.

“Emigrar me ha permitido vivir lo mejor y lo peor”

Por: Claudia Zavala

La boliviana Ingrid Zabala no tiene reparos en reconocer que sus experiencias migratorias, tanto en España como en Francia, han tenido sus luces y sombras. Por un lado, han significado un crecimiento personal importantísimo en su vida. Pero, por otro, la han hecho enfrentarse a los peores momentos emocionales y psicológicos que una persona puede sentir.

Todo empezó cuando llegó a España, el 7 de mayo de 2004. El país estaba en el “boom” de su economía y recibió a mucha gente de países como Bolivia, Ecuador y Colombia, entre otros. “Yo tenía 25 años y estaba recién divorciada. Trabajaba en una ONG para el desarrollo de los pueblos indígenas, pero necesitaba un cambio de vida. Pensé estar sólo dos años, ahorrar un buen capital y volver a Trinidad, mi ciudad”, apunta.

Al llegar, se instaló en Alicante, provincia de la Comunidad Valenciana. Comenzó a trabajar como empleada interna, cuidando a un coronel retirado, practicante del Opus Dei. “Yo venía de una sociedad católica, no se me hizo difícil seguirle el ritmo: A las 11 am, iba al casino de Alicante, luego íbamos a misa a las 13 hrs y a las 17 horas rezábamos el rosario. A las 17:30,  escuchábamos Zarzuela y, finalmente, veíamos fútbol. Todos los días comía pescado a la plancha y puré de verduras. Era muy disciplinado. A los ocho meses de estar con él, su salud mejoró y me dijo que ya no me necesitaba”.

Recuerda que luego cuidó a otra anciana que murió de cáncer. Cuando esto sucedió, decidió dar el salto a Valencia y buscar trabajo en el área comercial. Sus conocidos bolivianos y españoles contribuyeron a ello. Era ya el año 2005. Ingrid permanecía en contacto permanente con su familia. Trabajaba y ahorraba lo más que podía. Un día, haciendo una llamada en un locutorio de la ciudad, conoció a un hombre que le cambiaría la vida. “Era amigo de la secretaria del locutorio, que era boliviana. Ella me lo presentó. Era tan alto, fuerte y atlético… yo pensé que era brasileño. Él pensó que yo era china, jajaja!”.

El “brasileño” resultó ser un francés, jugador de rugby, que estaba en su año sabático. Casi no hablaba español y ella tampoco francés. “La atracción fue mutua, pero veníamos de culturas muy diferentes. Poco a poco, nos fuimos comunicando mejor. En general, él era más cerrado en su manera de ser. Los primeros tres meses de convivencia fueron junto a miembros de su equipo de rugby. Luego, nos independizamos. Él nunca había tenido una pareja seria. Yo había estado casada, durante 5 años. Para mí fue como educarlo, en cuanto a convivencia de pareja. Yo tenía 26 y él 24 años. Fue aprendiendo el castellano conmigo. Entonces, los modismos sudamericanos se le cruzaban. Sus compañeros españoles no le entendían, le decían que estaba aprendiendo mal el español. El pobre tenía una confusión en su cabeza”, recuerda entre risas.

Un hijo entre tres culturas

La relación se consolidó y, en septiembre de 2008, nació su hijo Sebastián. Ingrid comenta que ahí fue donde sintió el verdadero choque cultural con su marido. “Él quería criarlo a la francesa y yo a la latinoamericana, aparte teníamos la influencia española, que era donde estábamos viviendo. Hay mucha diferencia. Como su hermana tenía niños, ella nos llamaba por teléfono y daba opiniones sobre la crianza. Era chocante para mí la constante comparación. Por ejemplo, nos decía que nuestro bebé tenía que dormir sólo durante 15 días en nuestra habitación y luego pasar a su cunita. Yo le daba pecho y quería colechar. Aunque entendía que ella lo hacía por ayudar, tuve que tener mucha paciencia, para no entrar en conflicto y, a la vez, reivindicar lo que sentía que mi niño y yo necesitábamos”, reconoce.

El trabajo de su marido le exigía viajar constantemente. Por cambios laborales de él, decidieron mudarse a Alicante e intentar pasar más tiempo en familia. Pero la crisis económica en España golpeó fuertemente y, casi un año después, él perdió su trabajo. Fue, entonces, cuando decidieron trasladarse a Francia.

La experiencia migratoria en el país de su marido, reconoce, fue mucho más dura. Viajaron el 7 de mayo de 2012. Ingrid cuenta que la primera traba para alquilar un apartamento o casa es que el sueldo del inquilino tiene que ser tres veces más de la cuota a pagar. Afortunadamente, unos amigos pudieron ayudarlos y encontraron un lugar, en un pequeño pueblo, a 50 minutos de Paris.  “Llegamos un día martes. Estaba lloviendo. Era primavera, pero hacía mucho frío. En la casa no teníamos sofá, sólo una mesa y una cama. Éramos los únicos en el edificio. Era todo nuevo, pero no había luz en el pasillo, no servía el portal. A los tres días se fue Ben de viaje, yo me quedé sola con mi hijo, no conocía a nadie y no hablaba francés. Empecé a vivir, entonces, la etapa más dura que jamás había vivido, emocionalmente hablando”.

Viviendo el duelo migratorio

Ingrid cuenta que, cuando su hijo ingresó a la escuela, ella se quedaba sola en casa. “Bajaba la persiana y me quedaba a oscuras, durante todo el día. Me sentía desorientada. Cuando mi hijo regresaba, la volvía a abrir, para que entrara luz. Yo hacía un enorme esfuerzo para aparentar normalidad y que él no notara mi tristeza”, reconoce.

Los especialistas en salud mental y procesos migratorios hablan de la existencia de un verdadero “duelo migratorio”, también llamado “Síndrome de Ulises”, que es un cuadro reactivo de estrés, ante las situaciones adversas que viven las personas que emigran y que puede manifestarse en síntomas como ansiedad, depresión, tristeza, temores, irritabilidad, entre otros. “Pese a ser una mujer de carácter fuerte y determinada, yo llegué a sentirme perdida. Fueron momentos realmente duros”, recalca.

Luego de estar dos meses en esa situación, Ingrid decidió que era el momento de hacer cambios rotundos. “O salía de eso, o me hundía. Comencé a salir al pueblo, a buscar gente, a intentar interactuar. Bajaba todos los días a comprar a un pequeño supermercado, aunque fuese agua o pan, para que la gente me fuese conociendo. Una cajera hablaba un poco de español. Ella me dijo que había una piscina y un parque para los niños. Comenzamos a ir con mi hijo, para conocer a otros niños y a sus padres. Me subía a los buses, sin saber su ruta, para ver hasta dónde me llevaban y luego volver. Me perdí muchas veces, pero eso me exigía preguntar, fijarme en todo, entender cómo funcionaba el transporte, la vida en general. Mi hijo ya era bilingüe, hablaba muy bien francés; pero no quería hablar con nadie, porque se sentía enojado por no estar en su entorno, con sus amigos españoles”.

También decidió inscribirse en una asociación, para aprender francés. “Era tremendo, porque las clases estaban enfocadas como para analfabetas. Nos enseñaban a escribir la ‘a’ francesa, redondita, como a los niños pequeños. Teníamos una profesora de primaria y para mí era frustrante no poder decir lo que pensaba. Entonces, me cambié a otra asociación que tenía otro enfoque. Ahí realmente aprendí a comunicarme, por fin. Me inscribí en cursos de teatro y de inserción laboral. Aquí hasta para limpiar el piso tienes que formarte y tener un diploma. Hice una formación para ser empleada doméstica. Mi marido no quería que me dedicara a eso, pero pensé que era la forma más rápida de conseguir trabajo con mi nivel de francés. Comencé a limpiar casas, durante 20 horas a la semana. Eso me permitía moverme, salir, empezar a hablar con todo mundo. Era ya 2013.  Por fin, empezaba a tener autonomía”.

Tiempo después y, aprovechando su experiencia laboral cuidando a personas mayores, Ingrid decidió formarse en ayuda médica y psicológica de personas mayores y dependientes. “El nivel de francés que exigían para el diplomado era mayor al que tenía, pero yo me lancé y dije: ‘esto lo consigo, porque lo consigo’, no me di otra opción”.

Reconectar y avanzar

Cuenta que en las clases la llamaban “la boliviana”. Comenzó a destacar por su ímpetu en el estudio y su personalidad. “Los docentes al principio no confiaban en mí, pero luego vieron que sí podía.  Estudié mucho, compré libros, me sacrifiqué muchísimo para conseguirlo. Tuve momentos de bajón, pero me levantaba y seguía. Aquí la puntuación máxima es 20. Un día le dije a la responsable de la formación que sacaría como nota final un 15/20. Ella me dijo ‘eso es muy alto, ni nosotros los nativos sacamos esa nota’. Entonces, algo se activó en mí y me dije: ‘vas a ver cómo esta boliviana los deja a todos sorprendidos’”, relata con orgullo.

Dicho y hecho. Todo el salón de clases se quedó boquiabierto cuando, después de seis pruebas finales, ella aprobó con un brillante 16/20. “Me sentí realizada. Había conectado, nuevamente, con la Ingrid que era. Aprendí muchísimo a hablar y a escribir en francés y a dominar la temática de la formación. Superar esa prueba me motivó muchísimo. Me sentí capaz de todo”.

Sus excelentes notas y conocimientos le facilitaron encontrar un mejor trabajo. “Ahora soy la responsable de una Unidad, en una residencia de ancianos. Tengo a mi cargo a 12 abuelitos con alhzeimer. El más joven tiene 90 años. Me desenvuelvo sólo en francés. Estar con ellos, compartir su mundo, escuchar sus experiencias de vida me permite seguir conociendo este país, desde la historia de estas personas”.

Ingrid comenta que uno de los mayores aprendizajes que ha tenido en Francia es el relativo a las diferencias culturales que existen en el país. “Me ha costado mucho comprender el problema social que existe en Francia. Es el país de la libertad, pero siempre hay cosas que hay que callarse. A partir de los atentados terroristas de ‘Charlie Hebdo’, empecé a notar el tema del racismo y la xenofobia a mi alrededor. Es curioso, pero a mí me ha ayudado no ser blanca ni negra. Nunca he sentido de la gente prejuicios hacia los latinos, como hacia los árabes, provenientes de colonias francesas. No es fácil tener un criterio definido, entre tantas nacionalidades, tanta mezcla. Después de vivir aqui, mis argumentos son mucho más cuidadosos y pensados, porque veo que la realidad es compleja. Es distinto cuando se mira desde afuera. Hay que ser muy prudentes con lo que se dice, porque fácilmente puedes ser tachado de racista”, explica.

La cultura francesa es, sin duda, el elemento más positivo que destaca del sistema.  “La gente aquí es muy curiosa, muy lectora, les encanta conocer la cultura y gastronomía de otros países. Son abiertos a probar cosas nuevas. Ellos dicen que eso es como ‘viajar gratis’. Ese es un punto que he aprendido y me gusta. He compartido con gente de Líbano, Irak, Irán, ¿cuándo iba a conocer gente de esos países? Es otro nivel, realmente. Aquí ir al cine, al menos una vez al mes, es parte de tu cultura, no es sólo una actividad de ocio”.

Ingrid afirma que, a estas alturas, por sus conocimientos, podría estar mejor profesionalmente en su natal Bolivia. Pero en familia valoran el tema de la educación de su hijo. “Sebastián cumplirá 9 años en septiembre y en el colegio tiene notas excelentes. Me gusta realzar eso, porque a veces la gente piensa que, porque eres latinoamericana, tu nivel educativo no es bueno. Yo digo que se ve el reflejo de mi historia en mi hijo. Él es resultado de mi esfuerzo, de mi cultura, de mi educación. Y me satisface pensar que en este país es justo que comiencen a tener una visión distinta de los inmigrantes. A mi hijo siempre le digo ‘aprende algo nuevo, sé abierto, sé positivo, que la gente se lleve un buen recuerdo tuyo’. Esa forma de ser y de pensar se la agradezco mucho a mi mamá. Ella me enseñó a ser así. La familia de mi marido me dice que ya tengo mentalidad francesa, por pensar así. Pero yo les digo que ese pensamiento lo he tenido desde siempre, lo construí en mi tierra, en mis orígenes que siempre exaltaré, con todo el orgullo del mundo”, finaliza.