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“Hay que integrarse, pero jamás perder la esencia”

Por: Claudia Zavala

Si esta entrevista tuviese audio, estaría llena de muchas risas. Las de Rosalyn Coneo Suárez. Divertida, simpática, con mucho sentido del humor. Es imposible no rendirse a su buena vibra y a su sonrisa amplia y contagiosa.

Cuando reflexiona sobre los motivos que la impulsaron a emigrar desde su natal Cartagena de Indias, Colombia, no duda en afirmar: “Desde pequeña yo decía que iba a viajar a España. No sé por qué, pero tenía esa seguridad. Soy Ingeniera en Sistemas, estaba familiarizada con computadoras. En el año 2000, se me ocurrió entrar a un chat para conocer gente, sin tener mayores expectativas de nada. Sólo por probar. Entonces, no existían las páginas de contacto que existen ahora y la gente ni siquiera tenía foto en sus perfiles, sino que una imagen ‘x’ y ya. Recuerdo que seleccioné la foto de un hombre con cara de aburrido, muy graciosa. Yo dije ‘vamos a darle click a esta carita y a ver por qué está aburrido este muchacho’”, dice con su acento cartagenero.

El “muchacho aburrido” resultó ser el hombre que robaría su atención, durante los siguientes meses, al punto de llegar a enamorarse intensamente. Y era de España, el lugar que desde pequeña había dibujado en su mente como destino de vida.

“Me enamoré muchísimo, ‘mija’. El siguiente año, él llegó a Colombia para conocerme. Como mi familia estaba asustada, por si resultaba ser un psicópata, se vinieron todos conmigo al aeropuerto, jajaja!! Lo recogimos en Bogotá. Ahí son famosas las flores, por su belleza. Él me había dicho que me compraría unas de regalo. Y yo, al primero que vi con flores, empecé a hacerle señas y caritas… qué vergüenza! Pasó a mi lado y le dio las flores a otra! Ese no era el mío. Y, de remate, se me quebró el tacón del zapato y me puse de emergencia los zapatos de mi mamá. Así que ahí estaba yo, sin flores y con zapatos de señora, esperándolo… hasta que apareció y, por fin, se dio ese encuentro que cambio mi vida”, relata.

La relación se consolidó con el tiempo y, en octubre de 2004, Rosalyn emigró a España para iniciar un nuevo proyecto de vida. “Antes de viajar, me casé por poderes en Colombia. Mi pareja le dejó el documento firmado a mi padre, y él y yo fuimos al notario a casarnos, jaja! Fue un poco raro, pero así tuvimos que hacerlo, para agilizar el tema de trámites legales y que yo pudiera viajar sin problemas”.

Cuando llegó, el cambio fue bastante fuerte. Sobre todo, porque decidieron vivir en casa de la madre de su esposo. La relación fue cordial inicialmente, pero luego fue evidente que la pareja necesitaba su propio espacio. “Aunque nosotros los latinoamericanos somos muy familiares,  siempre se dice que es mejor que cada pareja viva en su propia casa y así evitar ciertos conflictos. Así que ahorramos todo lo que pudimos y nos mudamos. No hay mala relación con mi suegra, si no que ella es como es, y nosotros necesitábamos construir nuestro hogar”, explica.

El tema lingüístico también significó una transformación para ella. “Aunque españoles y colombianos se supone que hablamos el mismo idioma, hay muchas cosas en las que no nos entendemos. Yo, ahora después de todos estos años, entiendo el sentido de algunas frases que, al principio, no comprendía ni papa. Por ejemplo, mi marido me decía ‘yo vivo al lado del metro’. Para mí, al lado es al lado, cerquita, pegadito, pues. Y no, luego supe que tenía que caminar varias cuadras, ‘mija’, jajaja!”.

También notó que la dinámica social española era distinta a la de su tierra. Al principio, sólo se relacionaba con el entorno de su esposo, pues no conocía a nadie más. “Recuerdo que sentía raro, porque yo me arreglaba mucho para salir, así como somos en general las mujeres latinoamericanas. Me peinaba, me maquillaba, yo toda emocionada, esperando la hora de la cita. Y ya cuando nos reuníamos, las novias o esposas de sus amigos salían con la cara lavada y vestidas muy sencillas. Aquí la mujer es más natural. Poco a poco, me fui adaptando a eso y ya no me  maquillo tanto. Sigo arreglándome, pero de una forma más sobria”.

Los bailes de los fines de semana con sus amigos en Cartagena también habían quedado en el pasado. “Aquí casi nadie baila. Mi esposo, para agradarme, hizo el intento de aprender a bailar, pero el pobrecito no tiene swing. Entendí que aquí las salidas entre amigos, generalmente, sólo son para cenar y tomar una copa. Y con esos horarios españoles que ya sabemos cómo son… quedar a media noche para tomar algo, después de cenar a las 10 u 11 de la noche. Eso es difícil de entender, para alguien que no ha nacido aquí”.

Rosalyn comenta que, cuando llegó en octubre de 2004, no había estallado la crisis económica y había mucho trabajo. Así, consiguió pronto empleo como azafata en una tienda. A los pocos meses, en 2005, encontró trabajo en su área de especialización, en una empresa de informática, que es donde continúa trabajando.

“Desde el principio, me adapté bien laboralmente. Tengo la suerte de tener un jefe que es muy buena persona y divertido. Con mis compañeros hay muy buena relación. Yo creo que los he influenciado un poco, porque ahí todos hablan con mis palabras cartageneras, y porque yo los ato en corto, jajaja! Creo que les hace gracia mi personalidad y yo los siento respetuosos y cariñosos conmigo. Para mí, después de todos estos años, lo más importante ha sido integrarme social y laboralmente, pero jamás perder mi esencia”.

La organización de las instituciones también fue un elemento nuevo para ella. Aunque reconoce que en España aún hay muchas cosas por mejorar, hay una gran diferencia con su país, en ese aspecto. “Allá todo es mucho más lento y tardado, sobre todo en Cartagena. Nosotros somos como los andaluces colombianos… nos gusta la rumba, descansar, la vida más tranquila. El contraste cada vez lo noto más, porque yo me he ido impregnando mucho de la cultura española, durante todos estos años. Es un proceso del que uno no es consciente, pero que evidencia cada vez que va a su país o habla por teléfono con su familia. Ellos se lo notan mucho a uno”.

La moda como gran sueño

Rosalyn asegura que, desde que recuerda, siempre le ha gustado dibujar y diseñar. “Cuando estaba recién llegada a España, mi marido me regaló una máquina de coser. Comencé a hacer pequeñas cosas… un delantal, un cojín, cosas sin mayor dificultad. Encontraba los patrones en revistas y simplemente lo hacía como hobbie”, señala.

Cuando en 2008 estalló la crisis, su jefe les advirtió que vendrían tiempos difíciles y que tendría que hacer reducciones de horas de trabajo, para poder mantener a la plantilla de la empresa con mucho esfuerzo. Rosalyn, entonces, empezó a trabajar sólo medio tiempo. Con las horas vespertinas disponibles, decidió aprovechar el momento y estudiar diseño, algo que siempre había querido hacer. Así, ingresó a una academia y estudió un año Diseño de Producto y dos años Diseño de Moda. Pese al esfuerzo de estudiar y trabajar, simultáneamente, era una de las alumnas más aventajadas y con muy buenas notas. “Al terminar mi formación, presenté mi colección y organicé desfiles. Mi propuesta tuvo muy buena acogida”, asegura. En ese contexto, desarrolló su marca “Coneo Wei”, con diseños coloridos y muy femeninos. También diseñó prendas especiales, inspiradas en la comunidad “Amish”, un grupo etnorreligioso, cristiano anabaptista, conocidos, entre otras cosas, por su sencillo estilo de vida y por su vestimenta modesta y tradicional.

“Tuve esa experiencia puntual con ‘Coneo Wei’ y ahí se ha quedado. Volveré a trabajar en noviembre, en la misma empresa de informática. Me siento contenta y agradecida por tener trabajo y porque reconozcan mis capacidades. Aunque sé que el diseño de modas es un talento que tengo, me pasa como a muchas personas, y es que me da miedo emprender, porque no quiero endeudarme. Prefiero mantener seguro lo que tengo, pero no descarto hacer algo más adelante. Tengo ese reto pendiente en mi vida”, dice.

Pero, según relata, el mayor reto que de momento la ocupa es la crianza de su bebé, Aimar, de casi un año. Aunque lógicamente tendrá una total influencia de su padre, su familia paterna y la sociedad en la que ha nacido, a ella le interesa criarlo con esa alegría cartagenera y con el respeto hacia su cultura colombiana. Y, si hay un escenario en el que se plasma más el contraste cultural, ese es el de la maternidad.

“Por todo lo que me cuentan mis amigas y por las noticias que veo al respecto, mi sensación es que, lastimosamente, en mi tierra han proliferado mucho las cesáreas y han disminuido los partos naturales y respetados, pues se sabe que así las clínicas privadas ganan más dinero. Quizá por el entorno con el que me relaciono aquí, percibo más el auge de un movimiento de respeto a la crianza natural. Al menos esa ha sido mi experiencia. Allá a la primera de cambio ya dan biberón y no pecho. Cada mujer decide lo que mejor le parece, es cierto, pero creo que también es cuestión de la información que recibimos sobre lo que es mejor para la mujer y el bebé. Y esas también son conveniencias sociales, empresariales y económicas. La manera en la que se pare a un hijo y se le cría también dice mucho del progreso de una sociedad”, reflexiona.

Con el tiempo, ha consolidado a un grupo de amigas colombianas residentes en Valencia, la ciudad en la que vive, pero  la maternidad también le ha permitido conectar con una variedad de mujeres con perfiles muy diversos: “Me encantan. Somos todas muy distintas. De diversos países, costumbres y formaciones. Nos respetamos como somos. Es muy bueno estar conectadas, porque así nos apoyamos y aprendemos entre todas. Al final, una madre siempre quiere lo mejor para su hijo, no importa de dónde sea”, finaliza.