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“Mi sueño americano es volver a El Salvador”

Por: Claudia Zavala

Mejorar el bienestar psicológico y emocional de su hija fue el detonante para que Susan Marenco decidiera emigrar de tierras salvadoreñas. “En el año 2001, hubo dos terremotos muy fuertes, en enero y febrero. Hubo muchas réplicas que nos mantuvieron en vilo. Mi hija, de seis años, y yo vivíamos cerca de una de las zonas más devastadas, ‘Las Colinas’. Un día, andábamos en busca de agua y comida por la zona y vimos todo ese desastre. Las casas derrumbadas, la gente buscando a sus familiares, la tristeza, la desesperación… Esa escena afectó tanto a mi niña, que quedó como en shock por el miedo. Comencé a pensar que, si eso seguía así, era urgente que hiciera algo para sacarla de aquella situación”, recuerda.

Madre soltera, divorciada a los 23 años, Susan recibió el apoyo de su madre y padrastro, residentes en Estados Unidos, para iniciar los trámites de ambas y poder viajar. Después de varias entrevistas, papeleos y una espera de cuatro años, la resolución positiva de su residencia estadounidense llegó, en el año 2005. “La situación económica y de inseguridad en el país iba cada vez peor, pero aún así fue una decisión difícil de tomar, pues ahí estaban mis raíces y mis redes. Pero, pensé en una nueva vida más segura para mi hija y me lancé”.

Así, el 17 de agosto de 2005, Susan y su hija Daniela aterrizaron en el aeropuerto Louis Armstrong, de Nueva Orleans. Sin embargo, la ilusión del nuevo ciclo de vida se derrumbó cuando, tan sólo una semana después de su llegada, sucedió el devastador huracán “Katrina”.  “Habíamos vivido el huracán ‘Mitch’ en nuestro país, pero nunca imaginé lo terrible que puede llegar a ser un desastre de este tipo. ‘Katrina’ fue peor que todos los terremotos y huracanes juntos que habíamos vivido antes. Nosotras, que íbamos huyendo de esa vulnerabilidad permanente en nuestra región, estábamos en uno de los países más ‘poderosos’ y preparados del mundo, viviendo una desgracia inimaginable”.

El impacto de “Katrina” en la zona en la que vivían fue tal, que todos los habitantes tuvieron que ser desalojados a refugios. Ellas viajaron a Memphis, Tennessee, donde permanecieron un mes, hasta poder regresar. “Ese fue mi ‘Welcome to America’”, dice entre risas.

El retorno a la zona fue triste y desolador: No había luz, ni agua, ni escuelas, ni trabajo, ni nada. Al evaluar que la reconstrucción de la ciudad y la vuelta a la normalidad tardarían y con la responsabilidad de mantener a una hija, decidió viajar a California, a buscar oportunidades laborales, a finales de septiembre de 2005. Su experiencia en las áreas de comunicación, marketing y publicidad en su país, le ayudaron a ubicarse en una pequeña agencia de producción. “Realizábamos comerciales para empresas latinoamericanas. Hacía ‘voice overs’ para infomerciales. Trabajé para TV Azteca América un tiempo, pero la empresa despidió de una vez como a 25 personas y yo, al ser la recién llegada, me fui en la colada. Tuve que volver a Nueva Orleans a buscarme la vida, otra vez”.

La pasión por la cocina

Aunque su desarrollo profesional había estado orientado al ámbito comunicativo, la verdadera pasión de Susan fue siempre la cocina profesional. “Mi plan era estudiar para chef. Al volver a Nueva Orleans, pude encontrar trabajo en el hotel ‘Holiday Inn’, en la recepción. Mi idea era dar el salto a la cocina del lugar, fuese como fuese, para aprender, poco a poco”.

La atención al cliente en su nuevo trabajo la expuso a su falta de dominio del idioma inglés. “Yo me gradué de una escuela bilingüe en El Salvador, pero realmente en los últimos años se me había olvidado, porque no lo practicaba. Lo evidencié cuando ya estuve en el trabajo. Pasé momentos muy humillantes. Hubo gente que se enojaba, porque yo no les entendía al 100 por ciento lo que me decían o porque no me expresaba bien. ‘¿Si no sabes inglés, qué estás haciendo aquí?’, me decían. O ‘estás en Estados Unidos, ¡tienes que hablar inglés!’. Esos momentos me hicieron una caparazón bien dura, porque tenía que aguantar, por mi hija, y porque era la única forma de seguir aprendiendo y creciendo”.

Practicó mucho el inglés y se quitó la vergüenza, para conseguir su objetivo de entrar en la cocina del hotel. “Me metí a la cocina a hablar con el chef. Veía lo que hacía, le preguntaba cosas. Le pedía permiso para ayudar. Tanto vio mi interés que, al poco tiempo, tuve dos turnos de trabajo: por la mañana, en la recepción y, por la tarde, en la cocina. Empecé lavando platos, limpiando la cocina y haciendo de ‘commies’ o asistente. Lavar platos te enseña el negocio desde la raíz, te da mucha disciplina. Para darme las órdenes, el chef me hablaba en un lenguaje súper técnico que desconocía. Fue ahí cuando decidí profesionalizarme”, explica.

Enfocada en formarse en una de las mejores escuelas de cocina del mundo, apostó por “Le Cordon Bleu”, en Miami. Después de un duro proceso de 6 meses para ser aceptada y la consecuente búsqueda de dinero para financiar sus estudios, Susan voló a Florida, a luchar por su sueño.  “Fue la etapa más dura para mí. Por primera vez, me separaba de mi hija. Por el ritmo tan intenso de estudios y trabajo que iba a llevar, era mejor que se quedara con sus abuelos en Nueva Orleans”.

El deseo de encontrarse pronto con Daniela hizo que se trazara un objetivo: Terminaría sus estudios en 1 año y medio, en lugar de 2 años y medio, como lo hace la mayoría de estudiantes. Para ello, tomó todas las clases extras que pudo, para adelantar materias. Estudiaba durante 8 horas y trabajaba otras 8 al día. Llegaba a su casa a las 2 de la madrugada de trabajar y a las 6:30 am salía a estudiar. “Mi motor era mi hija. Me inyectaba de energía pensar que podría estar con ella pronto y que podía darle una mejor vida”, añade.

Su intensa rutina recibió todos los méritos: Susan se graduó con 4 puntos, la calificación más alta que se puede obtener en su formación. En ese tiempo, ya trabajaba en el conocido restaurante “Emeral Lagassi”, en Florida. “El trabajo en el restaurante era durísimo, pero valió la pena. Al estar en un área turística, servíamos de 500 a 700 covers o servicios por persona, los fines de semana. Era una maquinaria productiva brutal. Eran las grandes ligas de la cocina. Trabajar con Emeral de manera directa, es una gran experiencia para cualquier amante de la cocina”, dice.

Al terminar su formación en Miami, volvió a Nueva Orleans, para realizar un “internship” con el chef John Besh, en su restaurante “La Provence”. “Era un ritmo un poco más relajado, porque era otro concepto. Manejaba otra técnica de cocina, la gente pasaba más tiempo en las mesas, era otra actitud y tiempo ante el cliente. Luego estuve en ‘Domenica’, haciendo pastas, durante 8 horas al día, soñaba con los ñoquis y todo, jajaja!”

Una pausa y nuevos aires

Al poco tiempo, una corporación de restaurantes la contrató para expandir sus locales en Florida. Se instaló, nuevamente, en la ciudad, para enfrentar el nuevo reto. Pese a que su crecimiento profesional iba a todo galope, el desgaste físico y mental que exigía, sostenido durante tanto tiempo, pasó factura a su salud. “Me enfermé mental y físicamente. Tuve una crisis bastante grave, a finales de 2009. Me dieron taquicardias y me hospitalizaron. Estuve un mes sin poder moverme. Estaba exhausta; mi mamá tenía que ayudarme a comer. Mi cuerpo se desconectó por completo”.

Luego de su recuperación, pero habiendo recibido la advertencia médica de cuidar mucho su corazón ante los picos de estrés, trabajó un poco más en la industria, en áreas menos intensas que la cocina. Así, en 2016, concluyó un ciclo de diez años de aprendizaje intensivo en el sector que tanto le apasiona.

Decidida a encontrar nuevas opciones laborales, y después de tres meses de profundo y necesario descanso, Susan recibió la oportunidad de trabajar como Production Manager en Liberty’s Kitchen, una organización sin fines de lucro, que atiende a jóvenes de 16 a 24 años de las áreas más deprimidas de Nueva Orleans, una de las ciudades más pobres de Estados Unidos. Son muchachos sin estudios y en situación de marginalidad. “Les enseñamos ‘life skills’ y ‘profesional skills’, para que tengan una base para reinsertarse en la sociedad. Vienen de la calle, no tienen hogar, sus padres los han abusado, maltratado, violado, hay niñas que son madres a los 14 años. Yo siempre había deseado trabajar en un proyecto así en mi país. Pero la vida me da la oportunidad de trabajar con gente que también lo necesita en esto que llaman primer mundo”, explica.

Otro de los programas de la fundación es “The school nutrition programm”, que alimenta a más de mil 500 niños de edades preescolares hasta High Shool, de forma diaria. “Llevamos la comida a las escuelas. Yo soy la responsable del programa de Nutrición y tengo a mi cargo a 30 personas a las que estamos desarrollando constantemente. A los niños les damos desayuno, almuerzo, snacks y cenas. Hay muchos de ellos que, si no van a la escuela, no comen. Es una realidad muy parecida a la de El Salvador. La mala nutrición es un tema económico. La obesidad va a peor, la diabetes tipo 2, que es la adquirida, hoy la desarrollan los niños. Los pobres comen mal y barato. Este es un programa con fondos mayoritariamente privados, sólo recibimos una contribución del gobierno. El 28% de las escuelas con las que trabajamos tiene población hispana. Así que siento que aporto a mi gente también”.

Pese a haberse desarrollado en un ambiente multicultural desde que llegó, Susan reconoce que en la zona en la que reside se dan casos de racismo y xenofobia. “Es una ciudad con un nivel alto de habitantes de raza negra, pero en la parte en la que vivo hay más blancos. Desde el triunfo de Trump, ha habido mucha libertad de personas blancas, racistas de toda la vida, pero que hoy han ‘salido del closet’, y se sienten respaldados políticamente y con el derecho de dar su opinión, diciendo o haciendo cosas feas. He recibido malas caras y actitudes discriminatorias, yendo de compras a Wallmart, por ejemplo.  Me he sentido humillada en muchas ocasiones. Una vez, mi mamá y yo íbamos caminando alrededor de un lago que está cerca de nuestra casa. Había un grupo de adolescentes blancos. Nosotras íbamos hablando en español de nuestros temas y ellos empezaron a gritarnos que nos fuéramos a nuestro país. Me sentí abusada,  como que me golpearon el alma. También sentí tristeza, de verlos tan jovencitos, de la edad de mi hija”.

Otra de las decepciones que ha tenido que vivir se refiere a la vulneración de su doble condición como mujer e inmigrante, de parte de hombres que se han querido aprovechar de ella. “Me pasó al principio. Un tipo me dijo que me iba a dar trabajo. Al estar solos en la oficina, quiso aprovecharse sexualmente de mí. Cuando vio que no podría conseguir lo que quería, me amenazó con llamar a ‘la Migra’, porque siempre piensan que eres ilegal. Lo más repugnante de todo es que era un hombre latino”, recuerda.

Después de 12 años de esfuerzo y sacrificios, las condiciones de desarrollo y de calidad de vida que Susan quería construir para su hija se han concretado. Daniela ha sido aceptada en la Universidad de Loyola, para estudiar “Music business”, y así gestionar proyectos musicales, festivales, conciertos y ser manager de artistas.  Admite que, aunque la crianza de su hija ha sido difícil, sobre todo por su condición de madre soltera, ha sabido aprovechar las oportunidades que el sistema estadounidense le ha ofrecido. “Todo lo que hemos conseguido hubiese sido mucho más difícil en mi país, lastimosamente. A mi hija le he trasladado la importancia de luchar por lo que quiere, con disciplina y perseverancia, sin esperar a que nadie le regale nada”.

Cuando se le pregunta por sus proyectos a futuro, no duda en responder: “Mi sueño americano es volver a El Salvador. Devolverle a mi país parte de todo lo que he aprendido y he recibido en la vida. Siento que todos estos años han sido un entrenamiento para eso. Sueño con fundar una escuela y una ONG, algo muy parecido al concepto en el que trabajo ahora. Me apasiona identificar y fortalecer los talentos de los jóvenes. Quiero aportar en el desarrollo de mi gente. Enseñarles a que aprendan a nutrir no sólo su cuerpo, sino que alimenten sus mentes y diseñen sus sueños y, sin importar sus orígenes, se atrevan a transformar sus vidas, a transformar su mundo”, finaliza.

“Emigrar me ha permitido vivir lo mejor y lo peor”

Por: Claudia Zavala

La boliviana Ingrid Zabala no tiene reparos en reconocer que sus experiencias migratorias, tanto en España como en Francia, han tenido sus luces y sombras. Por un lado, han significado un crecimiento personal importantísimo en su vida. Pero, por otro, la han hecho enfrentarse a los peores momentos emocionales y psicológicos que una persona puede sentir.

Todo empezó cuando llegó a España, el 7 de mayo de 2004. El país estaba en el “boom” de su economía y recibió a mucha gente de países como Bolivia, Ecuador y Colombia, entre otros. “Yo tenía 25 años y estaba recién divorciada. Trabajaba en una ONG para el desarrollo de los pueblos indígenas, pero necesitaba un cambio de vida. Pensé estar sólo dos años, ahorrar un buen capital y volver a Trinidad, mi ciudad”, apunta.

Al llegar, se instaló en Alicante, provincia de la Comunidad Valenciana. Comenzó a trabajar como empleada interna, cuidando a un coronel retirado, practicante del Opus Dei. “Yo venía de una sociedad católica, no se me hizo difícil seguirle el ritmo: A las 11 am, iba al casino de Alicante, luego íbamos a misa a las 13 hrs y a las 17 horas rezábamos el rosario. A las 17:30,  escuchábamos Zarzuela y, finalmente, veíamos fútbol. Todos los días comía pescado a la plancha y puré de verduras. Era muy disciplinado. A los ocho meses de estar con él, su salud mejoró y me dijo que ya no me necesitaba”.

Recuerda que luego cuidó a otra anciana que murió de cáncer. Cuando esto sucedió, decidió dar el salto a Valencia y buscar trabajo en el área comercial. Sus conocidos bolivianos y españoles contribuyeron a ello. Era ya el año 2005. Ingrid permanecía en contacto permanente con su familia. Trabajaba y ahorraba lo más que podía. Un día, haciendo una llamada en un locutorio de la ciudad, conoció a un hombre que le cambiaría la vida. “Era amigo de la secretaria del locutorio, que era boliviana. Ella me lo presentó. Era tan alto, fuerte y atlético… yo pensé que era brasileño. Él pensó que yo era china, jajaja!”.

El “brasileño” resultó ser un francés, jugador de rugby, que estaba en su año sabático. Casi no hablaba español y ella tampoco francés. “La atracción fue mutua, pero veníamos de culturas muy diferentes. Poco a poco, nos fuimos comunicando mejor. En general, él era más cerrado en su manera de ser. Los primeros tres meses de convivencia fueron junto a miembros de su equipo de rugby. Luego, nos independizamos. Él nunca había tenido una pareja seria. Yo había estado casada, durante 5 años. Para mí fue como educarlo, en cuanto a convivencia de pareja. Yo tenía 26 y él 24 años. Fue aprendiendo el castellano conmigo. Entonces, los modismos sudamericanos se le cruzaban. Sus compañeros españoles no le entendían, le decían que estaba aprendiendo mal el español. El pobre tenía una confusión en su cabeza”, recuerda entre risas.

Un hijo entre tres culturas

La relación se consolidó y, en septiembre de 2008, nació su hijo Sebastián. Ingrid comenta que ahí fue donde sintió el verdadero choque cultural con su marido. “Él quería criarlo a la francesa y yo a la latinoamericana, aparte teníamos la influencia española, que era donde estábamos viviendo. Hay mucha diferencia. Como su hermana tenía niños, ella nos llamaba por teléfono y daba opiniones sobre la crianza. Era chocante para mí la constante comparación. Por ejemplo, nos decía que nuestro bebé tenía que dormir sólo durante 15 días en nuestra habitación y luego pasar a su cunita. Yo le daba pecho y quería colechar. Aunque entendía que ella lo hacía por ayudar, tuve que tener mucha paciencia, para no entrar en conflicto y, a la vez, reivindicar lo que sentía que mi niño y yo necesitábamos”, reconoce.

El trabajo de su marido le exigía viajar constantemente. Por cambios laborales de él, decidieron mudarse a Alicante e intentar pasar más tiempo en familia. Pero la crisis económica en España golpeó fuertemente y, casi un año después, él perdió su trabajo. Fue, entonces, cuando decidieron trasladarse a Francia.

La experiencia migratoria en el país de su marido, reconoce, fue mucho más dura. Viajaron el 7 de mayo de 2012. Ingrid cuenta que la primera traba para alquilar un apartamento o casa es que el sueldo del inquilino tiene que ser tres veces más de la cuota a pagar. Afortunadamente, unos amigos pudieron ayudarlos y encontraron un lugar, en un pequeño pueblo, a 50 minutos de Paris.  “Llegamos un día martes. Estaba lloviendo. Era primavera, pero hacía mucho frío. En la casa no teníamos sofá, sólo una mesa y una cama. Éramos los únicos en el edificio. Era todo nuevo, pero no había luz en el pasillo, no servía el portal. A los tres días se fue Ben de viaje, yo me quedé sola con mi hijo, no conocía a nadie y no hablaba francés. Empecé a vivir, entonces, la etapa más dura que jamás había vivido, emocionalmente hablando”.

Viviendo el duelo migratorio

Ingrid cuenta que, cuando su hijo ingresó a la escuela, ella se quedaba sola en casa. “Bajaba la persiana y me quedaba a oscuras, durante todo el día. Me sentía desorientada. Cuando mi hijo regresaba, la volvía a abrir, para que entrara luz. Yo hacía un enorme esfuerzo para aparentar normalidad y que él no notara mi tristeza”, reconoce.

Los especialistas en salud mental y procesos migratorios hablan de la existencia de un verdadero “duelo migratorio”, también llamado “Síndrome de Ulises”, que es un cuadro reactivo de estrés, ante las situaciones adversas que viven las personas que emigran y que puede manifestarse en síntomas como ansiedad, depresión, tristeza, temores, irritabilidad, entre otros. “Pese a ser una mujer de carácter fuerte y determinada, yo llegué a sentirme perdida. Fueron momentos realmente duros”, recalca.

Luego de estar dos meses en esa situación, Ingrid decidió que era el momento de hacer cambios rotundos. “O salía de eso, o me hundía. Comencé a salir al pueblo, a buscar gente, a intentar interactuar. Bajaba todos los días a comprar a un pequeño supermercado, aunque fuese agua o pan, para que la gente me fuese conociendo. Una cajera hablaba un poco de español. Ella me dijo que había una piscina y un parque para los niños. Comenzamos a ir con mi hijo, para conocer a otros niños y a sus padres. Me subía a los buses, sin saber su ruta, para ver hasta dónde me llevaban y luego volver. Me perdí muchas veces, pero eso me exigía preguntar, fijarme en todo, entender cómo funcionaba el transporte, la vida en general. Mi hijo ya era bilingüe, hablaba muy bien francés; pero no quería hablar con nadie, porque se sentía enojado por no estar en su entorno, con sus amigos españoles”.

También decidió inscribirse en una asociación, para aprender francés. “Era tremendo, porque las clases estaban enfocadas como para analfabetas. Nos enseñaban a escribir la ‘a’ francesa, redondita, como a los niños pequeños. Teníamos una profesora de primaria y para mí era frustrante no poder decir lo que pensaba. Entonces, me cambié a otra asociación que tenía otro enfoque. Ahí realmente aprendí a comunicarme, por fin. Me inscribí en cursos de teatro y de inserción laboral. Aquí hasta para limpiar el piso tienes que formarte y tener un diploma. Hice una formación para ser empleada doméstica. Mi marido no quería que me dedicara a eso, pero pensé que era la forma más rápida de conseguir trabajo con mi nivel de francés. Comencé a limpiar casas, durante 20 horas a la semana. Eso me permitía moverme, salir, empezar a hablar con todo mundo. Era ya 2013.  Por fin, empezaba a tener autonomía”.

Tiempo después y, aprovechando su experiencia laboral cuidando a personas mayores, Ingrid decidió formarse en ayuda médica y psicológica de personas mayores y dependientes. “El nivel de francés que exigían para el diplomado era mayor al que tenía, pero yo me lancé y dije: ‘esto lo consigo, porque lo consigo’, no me di otra opción”.

Reconectar y avanzar

Cuenta que en las clases la llamaban “la boliviana”. Comenzó a destacar por su ímpetu en el estudio y su personalidad. “Los docentes al principio no confiaban en mí, pero luego vieron que sí podía.  Estudié mucho, compré libros, me sacrifiqué muchísimo para conseguirlo. Tuve momentos de bajón, pero me levantaba y seguía. Aquí la puntuación máxima es 20. Un día le dije a la responsable de la formación que sacaría como nota final un 15/20. Ella me dijo ‘eso es muy alto, ni nosotros los nativos sacamos esa nota’. Entonces, algo se activó en mí y me dije: ‘vas a ver cómo esta boliviana los deja a todos sorprendidos’”, relata con orgullo.

Dicho y hecho. Todo el salón de clases se quedó boquiabierto cuando, después de seis pruebas finales, ella aprobó con un brillante 16/20. “Me sentí realizada. Había conectado, nuevamente, con la Ingrid que era. Aprendí muchísimo a hablar y a escribir en francés y a dominar la temática de la formación. Superar esa prueba me motivó muchísimo. Me sentí capaz de todo”.

Sus excelentes notas y conocimientos le facilitaron encontrar un mejor trabajo. “Ahora soy la responsable de una Unidad, en una residencia de ancianos. Tengo a mi cargo a 12 abuelitos con alhzeimer. El más joven tiene 90 años. Me desenvuelvo sólo en francés. Estar con ellos, compartir su mundo, escuchar sus experiencias de vida me permite seguir conociendo este país, desde la historia de estas personas”.

Ingrid comenta que uno de los mayores aprendizajes que ha tenido en Francia es el relativo a las diferencias culturales que existen en el país. “Me ha costado mucho comprender el problema social que existe en Francia. Es el país de la libertad, pero siempre hay cosas que hay que callarse. A partir de los atentados terroristas de ‘Charlie Hebdo’, empecé a notar el tema del racismo y la xenofobia a mi alrededor. Es curioso, pero a mí me ha ayudado no ser blanca ni negra. Nunca he sentido de la gente prejuicios hacia los latinos, como hacia los árabes, provenientes de colonias francesas. No es fácil tener un criterio definido, entre tantas nacionalidades, tanta mezcla. Después de vivir aqui, mis argumentos son mucho más cuidadosos y pensados, porque veo que la realidad es compleja. Es distinto cuando se mira desde afuera. Hay que ser muy prudentes con lo que se dice, porque fácilmente puedes ser tachado de racista”, explica.

La cultura francesa es, sin duda, el elemento más positivo que destaca del sistema.  “La gente aquí es muy curiosa, muy lectora, les encanta conocer la cultura y gastronomía de otros países. Son abiertos a probar cosas nuevas. Ellos dicen que eso es como ‘viajar gratis’. Ese es un punto que he aprendido y me gusta. He compartido con gente de Líbano, Irak, Irán, ¿cuándo iba a conocer gente de esos países? Es otro nivel, realmente. Aquí ir al cine, al menos una vez al mes, es parte de tu cultura, no es sólo una actividad de ocio”.

Ingrid afirma que, a estas alturas, por sus conocimientos, podría estar mejor profesionalmente en su natal Bolivia. Pero en familia valoran el tema de la educación de su hijo. “Sebastián cumplirá 9 años en septiembre y en el colegio tiene notas excelentes. Me gusta realzar eso, porque a veces la gente piensa que, porque eres latinoamericana, tu nivel educativo no es bueno. Yo digo que se ve el reflejo de mi historia en mi hijo. Él es resultado de mi esfuerzo, de mi cultura, de mi educación. Y me satisface pensar que en este país es justo que comiencen a tener una visión distinta de los inmigrantes. A mi hijo siempre le digo ‘aprende algo nuevo, sé abierto, sé positivo, que la gente se lleve un buen recuerdo tuyo’. Esa forma de ser y de pensar se la agradezco mucho a mi mamá. Ella me enseñó a ser así. La familia de mi marido me dice que ya tengo mentalidad francesa, por pensar así. Pero yo les digo que ese pensamiento lo he tenido desde siempre, lo construí en mi tierra, en mis orígenes que siempre exaltaré, con todo el orgullo del mundo”, finaliza.

 

 

“He tenido que deconstruir mucho, para crear mi nueva vida”

Una llave que podría abrir la puerta a un verdadero cambio de vida. Así fue como Verónica Löfgren simbolizó, en el año 2009, lo que podría representar viajar a un país como Suecia. Hasta ese momento, se había desarrollado como periodista en su natal El Salvador. Su hermana había emigrado antes con su sobrina y la posibilidad de ayudar en el cuidado y la crianza de la niña la motivó aún más para decidirse por el cambio de vida. “Además, mi necesidad de transformación personal era tan grande que decidí dar el salto sin paracaídas: de tener una posición social y laboral cómoda y bien valorada, me vine a este país a empezar de cero, sólo con el pago puntual de los artículos que escribía y algunos viáticos que me daban. Dentro de todo, tuve suerte de que mis exjefes me apoyaran dándome la corresponsalía”, recuerda.

Llegó a Suecia en el mes de abril, en una supuesta primavera que la recibió con muchísimo frío y el cielo gris. Y esos eternos días nórdicos marcados por la oscuridad, que empezarían a formar parte de su vida. Aunque ingresó al país de manera legal, no tenía contactos profesionales y tampoco hablaba sueco. Su nivel de inglés era aceptable, pero tampoco con un dominio que le permitiese abrirse muchas puertas, en ese momento. “Me buscaba la vida dando clases de español, para ganar algo de dinero. También limpiaba casas, cuidaba a ancianos y a gente con discapacidad. Eso fue duro para mí, pero así fue y forma parte del proceso de adaptación que en ese momento viví”, reconoce.

Los dos primeros años pasaron entre esfuerzos por adaptarse a su nueva cultura e idioma y encontrar mejores opciones laborales. En medio de ese proceso, por mediación de unas compañeras latinoamericanas, conoció a Michäel, un sueco que llegaría a convertirse en su pareja. “Yo no tenía muchas ganas de iniciar una relación de pareja, pero las cosas se dieron y nuestra relación fue buena desde el principio”.

La dificultad de decidir

Llevaban juntos un tiempo cuando, un día, su exjefe en el periódico de su país  fue nombrado jefe de Misión Adjunto en la Embajada de El Salvador en Washington. Él la contactó para decirle que necesitaba a alguien de confianza, para ser su asesora de Comunicaciones. “A mí me interesó la oportunidad, pero el puesto tardó en definirse”. Luego de varias semanas de espera, Michäel le comentó que le habían propuesto una misión de trabajo en Shanghai, China, y que iba a extenderse durante 6 meses. Le propuso que viajara con él. Ella estaba dispuesta a acompañarlo y vivir esa experiencia tan particular cuando, de repente, le avisaron que su puesto en Washington por fin se había aprobado y que tendría que viajar a Estados Unidos cuanto antes, para iniciar su trabajo. Verónica se vio en la encrucijada de decidir entre su vida laboral y personal, que recién estaba iniciando, pero que deseaba construir con cimientos sólidos. Sin embargo, el compromiso hacia su exjefe, el deseo de servir a su país y la pasión por el periodismo y las comunicaciones pesaron más en la balanza. En 2011, partió a Washington y se despidió de Michäel, quien, a su vez, voló a China a su viaje de trabajo.

“Eran 12 horas de diferencia entre los dos. Tratábamos de comunicarnos todos los días a eso de las 8:00 am. Mi día empezaba y el suyo terminaba. Fue realmente difícil mantener así la relación. Pero ahí me di cuenta de que cuando hay confianza, ilusión y fe en construir algo y existe un vínculo fuerte y sincero, no hay fronteras físicas que impidan que una relación crezca y una pareja se consolide. Al poco tiempo, él llegó a Washington para celebrar mi cumpleaños y estar juntos. Un día mi mamá me dijo: ´Hija, en la vida es más difícil encontrar a un buen hombre que encontrar un buen trabajo’. Sentí en mi corazón que tenía razón, que debía apostar por mi vida personal y entregarme a nuestra relación. Fue difícil dejar mi trabajo en Washington, pero más difícil volver a Suecia, a empezar de cero, otra vez”.

Verónica sentía que había vivido tantas dificultades laborales en su primera etapa laboral en Suecia que las chaquetas elegantes, los accesorios y los tacones los dejó en Washington, convencida de que nunca los volvería a utilizar en un entorno de trabajo. “Sentía la gran barrera del idioma como una pesada losa que impedía mi progreso profesional. El sueco es realmente un idioma difícil para quien no es nativo”.

Sin embargo, este segundo “combate” con el idioma fue distinto y mucho más productivo que el primero. Desde su llegada, se incorporó, durante dos años, a las clases gratuitas que brinda el Estado, en las que se adquieren las bases de la lengua y se extiende también el diploma del bachillerato sueco. “Aprendí a ser flexible y humilde en mi proceso de aprendizaje. A hablar sin miedo a equivocarme, a entender que hay fonemas que para nosotros son casi imposibles de pronunciar y es absolutamente normal. Eso no iba a mermar mis posibilidades de comunicarme. Tengo la ventaja de que soy muy curiosa y preguntona, no me da vergüenza hablar con la gente y me siento agradecida cuando me corrigen, porque así es como de verdad se aprende. Fue duro ese proceso, porque además trabajaba y era cansado, pero yo quería aportar también al hogar”, añade.

Repensar la maternidad

Junto a su desarrollo e integración en el país, su vida personal iba avanzando también. Tiempo después de contraer matrimonio, la noticia de un esperado embarazo llegó. Pese a haber vivido un primer trimestre de gestación con síntomas realmente incómodos, no disminuyeron su esfuerzo y ganas de estudiar. “Vivíamos en el campo y no había transporte público que conectara bien con mi escuela. Como no tenía licencia para manejar, salía de casa con mi esposo a las 6:30 am y regresaba hasta las 5:30 pm, cuando él me recogía. Ahí pasaba todo el día, estudiando, hablando con la gente. Todo el mundo me conocía. Me dejaban la llave de un cuarto, por si quería descansar un poco, durante el día. Entonces, decidí que no podía seguir dependiendo de mi marido, que era urgente sacar mi permiso para conducir, que aquí en Suecia es algo complicadísimo”.

Tan difícil es pasar las pruebas teóricas y prácticas, que Verónica cuenta que en el país existen tarjetas para felicitar en días especiales de la vida de una persona: nacimiento de un hijo, boda, graduación y… el día en que se obtiene la licencia de conducir. Es todo un hito en Suecia. “Conozco gente que lleva 11 intentos y no aprueba. Yo lo conseguí en la segunda oportunidad. Lógicamente, he tenido que quitarme todos los vicios que traía de conducir en El Salvador”, dice entre risas.

En el año 2013, nació su hijo, Matteo. Su crianza ha representado uno de los mayores choques culturales que ha vivido desde que llegó al país: “Aquí los hombres ejercen una paternidad muy activa. Mi marido se involucra a tal punto que yo realmente he tenido que replantearme lo que significa la maternidad para mí y cómo quiero ejercerla. Vengo de un matriarcado de un país como El Salvador. Mi hermana es madre soltera. Mi mamá es una mujer con carácter fuerte. Ahí lo normal es que la mujer sea cabeza de familia, que ejerza mucha influencia, que sea la que está presente en todo, la que atiende, la que guía a los hijos, la que los alimenta y los nutre emocionalmente. Pero, ¿cómo te planteas todo eso cuando tienes a un compañero que hace eso y más y que considera que no debe de haber ninguna diferencia entre hombre y mujer, a la hora de amar y atender a su hijo? ¿Cómo te posicionas en tu familia, desde ese escenario en el que la casa puede funcionar perfectamente, aunque no estés presente? Ha sido todo un aprendizaje para mí, porque debo darle el espacio que se merece también a él y entender que mi hijo aprenderá a construir un modelo familiar distinto al que yo tuve de niña. He tenido que soltar muchas cosas mías, deconstruirlas, para dar lugar a esta nueva relación de pareja y de familia”.

El Estado sueco facilita 440 días de permiso por el nacimiento de un hijo, con derecho a recibir el 80% del salario. Este tiempo puede dividirse entre el padre y la madre, como ellos estimen conveniente. Eso sí, es obligatorio que el padre se tome al menos 180 días de ese tiempo. Esos días se pueden usar hasta que el niño tenga siete años.

El amor a la naturaleza y el afán por estar permanentemente ocupados es uno de los aspectos que más llama la atención de Verónica, con respecto de la cultura sueca. “El modelo IKEA los define totalmente. Son felices armando cosas, inventando, construyendo. Por un lado, es caro pagarle a alguien para que te arregle algo aquí, así que todo mundo aprende a ser autosuficiente. Y, por otro lado, es una buena manera de mantener a raya a la depresión, que es una enfermedad muy común en esta sociedad. El clima te puede deprimir, si no tienes tu mente ocupada. A mí me da mucho más bajón emocional la oscuridad que el frío”, explica.

La “fika” no se toca

La cultura laboral sueca es también admirable, según la experiencia de Verónica. “Son dedicados, exigentes en su trabajo, no les gusta hacer trampa en nada, son muy productivos con su tiempo. En eso me he adaptado súper  bien, porque yo siempre he sido muy trabajadora”.

Dentro de esa cultura laboral, es famosa la llamada “fika” o pausa café, que es un momento en el que se aprovecha para que todos puedan reunirse, durante unos 20 minutos, durante la mañana y la tarde, para hablar sobre diferentes temas de interés. “Lo bonito es que se mezcla todo el mundo, desde el jefe hasta la secretaria, la persona que limpia, todos, no hay diferencia entre la gente”. Tan respetado es el momento de la “fika” que Verónica recuerda con humor el día que, estando en las clases de sueco, propuso a la maestra, en nombre de todos los alumnos, que se saltaran la “fika” para terminar más temprano. “¡Estamos en Suecia y la ‘fika’ se hace siempre!”-me dijo- “no se me ocurrió volver a mencionar el tema, jaja!!”.

La conocida práctica de dejar a los bebés solos, en sus cochecitos, afuera de las casas, al aire libre, para que se vayan acostumbrando al frío fue otro elemento de contraste que le tocó vivir. “¡Yo casi me moría del susto y la preocupación cuando dejé por primera vez a mi hijo! Yo estaba pegada a la ventana viéndolo, pensando en que me lo podían robar, a él y al cochecito, o que podía llegar algún animal a hacerle daño. Después entendí que es para que se vayan aclimatando, se enfermen menos y aguanten mejor el invierno. No es bueno abrigarlos demasiado. Ellos duermen muy bien así. Ahora ya me acostumbré”, dice.

Cuando ya tenía un mejor nivel de sueco y un mayor conocimiento de la cultura del país, Verónica pensó que era el momento de intentar abrirse camino a nivel laboral, en algo más acorde a su preparación como periodista y comunicadora. “Creo que los suecos son buenos en dar la bienvenida en su país, pero no en la integración de la gente que llega. Creo que todavía no aprovechan del todo el capital humano extranjero”. Ejemplo de ello son los refugiados sirios que han llegado en los últimos años, con formación en Medicina e Ingeniería, entre otras carreras. Recientemente, el Estado ha desarrollado un programa llamado “Camino corto”, en el que los inmigrantes aprenden el idioma y, a la vez, ofrecen prácticas laborales para insertarlos en el mercado de trabajo. “Ahora empiezan a conocer mejor el perfil de la gente y a conocer sus capacidades. Cuando yo estaba recién llegada, en mis clases estaba mezclada con kurdos y somalíes, muchos de ellos analfabetas”, recuerda.

Su perseverancia y esfuerzo rindieron frutos. Verónica consiguió trabajar en el Ayuntamiento de su ciudad, Falköping, ubicada entre Estocolmo y Gotemburgo. “Cuando llegué y demostré lo que sabía hacer, se quedaron sorprendidos conmigo. Desarrollé el programa ‘Amigo del idioma’, para ayudar en el proceso de integración en mi ciudad. Formábamos parejas entre una persona inmigrante y voluntarios suecos, para que aprendieran el idioma y compartieran aspectos mutuos de su cultura. Quedaban para tomar café, mostrarles la ciudad, etc. Los estereotipos negativos en este país no existen tanto hacia los latinoamericanos, sino más bien hacia las personas de Oriente Medio y África”.

Aunque la sueca, en general, es una sociedad bastante abierta, laica y respetuosa de la diversidad cultural y religiosa, el terrorismo ha calado hondo y ha generado mucho miedo en la población. “Hay sectores que se están radicalizando y, como siempre, se hace un uso político de ello. Hay mucho por sensibilizar y por aprender todavía”, sostiene.

No conforme con el nivel alcanzado profesionalmente, el salto cualitativo en su trabajo llegó, hace un año, cuando Verónica fue contratada para ser Oficial de Comunicaciones en “Vicking Genetics”, una empresa de genética bovina, líder en el mercado nórdico. Ella es la encargada de desarrollar y ejecutar la estrategia de marketing y comunicación, para abrir mercado en Australia, Reino Unido y Estados Unidos.

“Mi jefe en el Ayuntamiento y mi marido me alentaron a presentarme al puesto. Pasé un largo y exigente proceso de selección, pues es una empresa con capital y personal de Finlandia, Dinamarca y Suecia. Yo había trabajado algo  en el área de agricultura, cuando estuve en la sección de Economía del periódico salvadoreño, ¡pero nunca pensé terminar trabajando en genética de vacas!”, reconoce.

Con la entrega al trabajo y la exigencia personal que la caracteriza, ha devorado documentos, investigaciones  y artículos sobre el tema y ya tiene un buen dominio de la temática. “He aprendido, por ejemplo, que cuando dos razas distintas se unen, lo que surge como cría tendrá como característica una mayor vitalidad y resistencia. Es un vigor híbrido. Se llama ‘heterosis’. Y eso se aplica a todos los seres vivos. Por eso, cuando veo a mi hijo con tanta energía, que es tremendamente incansable, pienso que todo tiene una explicación genética. Yo lo mando a correr alrededor de la casa, a ver si así se calma. Esta es una solución 100 por ciento salvadoreña y a mí me funciona, jaja!!”.

Contenta con haber conseguido su plaza fija en la empresa y con seguir definiendo objetivos personales y profesionales en su vida, Verónica asegura que, después de todo, su experiencia ha representado un balance positivo: “Debo reconocer que mi inserción laboral ha sido la verdadera llave para fortalecer mi autoestima, nuevamente. Para conectar con lo que soy realmente. La maternidad y la familia son muy importantes para mí, pero soy también una mujer vocacional, que me encanta trabajar. Los nórdicos no son de presumir nada o ponerse muchas medallas, porque no está bien visto socialmente. Pero yo me digo a mí misma que tener la oportunidad de desarrollarme en mi carrera en esta sociedad es algo que me ha costado mucho y es un mérito que me lo he ganado a pulso. Y me siento orgullosa de haberlo conseguido”, finaliza.

 

 

 

 

“La historia de Hungría se refleja en el carácter de su gente”

Por: Claudia Zavala

La inquietud por desarrollarse académicamente fue lo que impulsó a Margarita Lara a buscar un mundo distinto a su entorno. Su primer destino fue España. En 2006, inició sus estudios en Zaragoza, junto a tres paisanos salvadoreños más, para realizar un Master and Business Administration (MBA).

Los estudios también incluían prácticas remuneradas en empresa. Margarita aprovechó la oportunidad a tal punto que decidieron contratarla para que se quedara de forma permanente en el país. “Me dijeron que me harían contrato para legalizar mi residencia, pues antes había estado sólo con permiso de estudiante. Me fui de vacaciones a El Salvador y, cuando volví, me dijeron que ya no podían contratarme. Era 2008, y la crisis económica había empezado”, relata.

Al verse nuevamente en España, sin trabajo y sin ahorros, pues se los había gastado pensando en que llegaría a trabajar, inició una búsqueda intensa de empleo, para conseguir un contrato que le ayudara a quedarse de manera legal.

“Para entonces, había terminado una relación con un chico español que tenía una empresa. Aunque ya no éramos pareja, él me ayudó con el contrato y con los papeles. Después, conseguí otro trabajo, pero la crisis cada vez impactaba más fuerte. Y Zaragoza es una ciudad industrial, que depende de la construcción, que fue el sector más golpeado económica y laboralmente. A finales de 2009, cerraron la empresa. Seguí buscando trabajo, con la idea de continuar en España. Modifiqué mi currículum, quité formación, para trabajar de lo que fuese… y aún así no conseguí nada. Esa época fue muy dura y muy frustrante para mí. Llegué a dormir un tiempo en un sofá, en casa de una amiga, para ahorrar”.

Cuenta Margarita que España la impactó mucho al llegar, pues ella venía de un hogar muy conservador y la cultura española le pareció bastante liberal. Del país le gustaban su infraestructura, parques públicos, estadios, hospitales y la belleza de  los mercados.

En medio de sus idas y venidas con los trabajos y la regularización de su estatus migratorio, conoció a Pedrito, un húngaro que estaba estudiando español y que vivía en Valencia, a unas cinco horas de Zaragoza. Iniciaron una relación que no era muy formal, según cuenta, pero que poco a poco fue consolidándose. “Cuando lo conocí, mi corazón todavía seguía enganchado a mi relación anterior. No pensé que iba a centrarme en otra cosa. Pero, poco a poco, con el tiempo, lo vi de otra manera y decidimos apostar por lo nuestro”, explica.

La hermosa Budapest

En vista de la falta de trabajo en España y que la etapa de estudios había finalizado para ambos, Pedrito le propuso mudarse a Budapest, su ciudad. Otro cambio. Otro inicio. “Fuimos a finales de 2009 a El Salvador, para que conociera a mis padres y supieran de nuestros planes. Y, en marzo de 2010, volamos a Hungría. Ahí sí fue un shock, porque no entendía nada de lo que la gente hablaba. Llegamos en primavera, pero estaba nevando. Inicialmente, no me podía valer por mí misma. Pensé que me podría deprimir, eso me asustó mucho”.

Eso sí, cuando llegó, quedó prendada de la belleza de Budapest. Le impresionó su centro histórico y, además, la cultura de los húngaros que conocían detalles sobre El Salvador, no precisamente buenos, pero lo conocían y no lo confundían con otras ciudades o países de Centro América.

Para paliar su soledad y falta de conocimiento del idioma, buscó grupos de mujeres latinoamericanas en su ciudad. “Comencé a salir con latinas, casadas con húngaros como yo, para conversar y tomar café. Tampoco encajaba mucho con ellas, porque casi todas tenían hijos y los temas giraban en torno a eso. Y yo tenía otras inquietudes”.

Esas inquietudes y su esfuerzo por mejorar, la situaron en un puesto en el área financiera de la multinacional IBM, sólo un mes y medio después de su llegada. Se desempeña en inglés, pues trabaja puntualmente para el mercado de Irlanda y Reino Unido. “En esas primeras semanas, también di clases de español, para poder moverme por la ciudad en transporte público, conocer mejor, familiarizarme con las calles, los horarios, el clima, la dinámica de vida”, recuerda.

En 2014, luego de que Sofía, su primera hija naciera, viajaron a Costa Rica, para vivir ahí durante un año y medio, por cuestiones de trabajo de su marido. “Me impresionó la naturaleza, el amor y respeto por su país, animales, tierra y que, comparado con El Salvador, es mucho más seguro, más limpio y la gente más educada. Creo que cada lugar es reflejo de su educación y es encantador a su manera”, añade.

En febrero 2016, regresaron a Hungría, ya no tres, sino cuatro en la familia. “Yo venía con 8 meses de embarazo de Mateo. ¡Casi no me dejan volar! Mi bebé nació en marzo y, por ahora, llevo casi 15 meses cuidándolo, aunque estoy de licencia maternal desde que nació mi hija. Quiero disfrutarlos y poder dedicarme totalmente a ellos. Considero que criar a los hijos es difícil en todas partes del mundo. En mi país podría contar con la ayuda de mi familia, pero aquí se compensa un poco con la ayuda que te da el sistema”.

Los impuestos en Hungría son uno de los más altos en toda Europa. Pero, según explica Margarita, los beneficios de pagarlos se reflejan en etapas de la vida como la maternidad. “Te permiten tener hasta tres años de baja maternal, manteniendo tu trabajo, aunque yo ya llevo un poco más. Te pagan, durante los primeros seis meses, el salario completo y luego un porcentaje y ayuda del Estado”.

Cultura e historia

El carácter húngaro es algo a lo que ella aún se está adaptando. “Sonríen poco, tal vez cuando hay sol. Y no siempre. Y no todos. Son recogidos, ceremoniosos y un tanto negativos y cerrados, diría yo. Se quejan por todo. Creo que ha sido un pueblo tan sufrido y agredido, históricamente, que eso se refleja en su forma de ver la vida. Aunque haya tanto contraste con mi cultura y mi personalidad, porque yo soy muy positiva y me gusta sonreír, ellos me han enseñado mucho, la resiliencia, sobre todo. Es increíble cómo han salido adelante, cómo han superado tanta adversidad y cómo defienden su identidad y cultura, a capa y espada. Además, son muy cultos. Les encanta leer. Desde pequeños, tienen una cantidad de libros increíble, algo impensable en un país como el mío, lastimosamente”.

En los documentos oficiales húngaros figura siempre el nombre de la madre, no del padre. Los hombres acostumbran a entrar primero ellos solos a los restaurantes o bares, para verificar que es un lugar seguro y que pueda entrar luego su pareja. Hombres y mujeres se dan dos besos al saludarse, pero empezando siempre por el lazo izquierdo. El transporte público es muy bueno y las calles son bastantes seguras para caminar a cualquier hora del día. Socialmente, se valora mucho el orden y la puntualidad. Para obtener la ciudadanía húngara se necesita vivir al menos cinco años en el país y tener un hijo. Si no tiene hijos, deben ser siete años. Las instituciones suelen ser bastante burocráticas y pocos funcionarios públicos hablan inglés, así que es difícil resolver trámites oficiales para alguien que no domine el idioma.

Margarita reconoce que, en los últimos años, con la llegada de inmigrantes y, sobre todo, de refugiados sirios a Hungría, se ha despertado un sentimiento xenófobo que ella no había experimentado previamente. “Yo soy bien morena y, cuando llegué, en 2010, me sentía exótica, me encantaba. La gente se acercaba a mí con interés y verdadero respeto, me preguntaban de dónde era”. Ahora, dice, han proliferado agrupaciones políticas que culpan a los inmigrantes de las dificultades sociales y económicas de ciertos sectores húngaros y eso ha hecho que ciudadanos que no están tan informados de la geopolítica mundial de verdad los vean como culpables de sus problemas.

Incorporarse a su trabajo en el próximo otoño es su prioridad más inmediata. También se ha despertado su inquietud emprendedora y quiere importar café salvadoreño a Hungría. Y no descarta mudarse nuevamente de país, esta vez, de ser posible, al continente americano, para estar más cerca de su familia. “Creo que en la vida uno siempre tiene que hacer las cosas bien, ser correcto, honesto. Y más cuando vivimos fuera de nuestro país, porque nos miran con lupa, nos juzgan. Yo siento, además, que debo ser un ejemplo para mis hijos. Que vean cómo me comporto, cómo es mi educación, cómo pienso, cómo hablo y de esa manera que aprendan a tratar a los demás y a relacionarse con el mundo. Y en entornos tan especiales como el húngaro es algo que debo poner en práctica, a diario”, finaliza.

Partir de cero no es partir de cero

Por: Claudia Zavala

Este espacio de reflexión nace del profundo impacto que la muerte y la enfermedad ocasionaron en mi vida. En cuestión de un año, murió mi madre, murió mi abuela y a mi hermana le diagnosticaron cáncer. Y, en medio de ese tiempo convulso, nació mi hijo. Como el guiño de renovación y esperanza más grande que se puede recibir. Entendí, entonces, y de manera muy intensa, que nuestro paso en este mundo es realmente efímero y que, tanto el principio como el final de un ciclo, se abrazan entre sí, tejiendo en medio esto que llamamos vida. Recordé todas las veces que mi mamá me dijo lo que le hubiese gustado hacer, aparte de todos los objetivos laborales y académicos que logró coronar. Era inteligente, activa y decidida. Pero su tiempo no fue suficiente para concretarlo todo. Recordé las maravillosas manos de mi abuela para la costura. Sus vestidos para las reinas de carnaval que se quedaron grabados en mi memoria.  Tampoco fue una realidad ese taller tan bonito que ella pudo haber creado con su talento. Así construye uno su historia: Como el destacado o el austero resultado que se desprende de las decisiones que tomamos frente a las circunstancias que vamos enfrentando.

La maternidad fue una revolución que sacudió mi universo. Esa madeja de emociones y hormonas hizo que replanteara muchas cosas en mi vida, entre ellas, mi enfoque laboral. Después de 20 años de trabajo en las áreas del periodismo, comunicación y proyectos de cooperación al desarrollo, buscaba la manera de hacer que, de alguna forma, mis conocimientos se entrelazaran y se concretaran en algo propio. Deseaba que mi mochila de experiencias sirviera para crear algo que yo pudiese entregar a los demás. Elaborar un hilo conductor coherente. Impactar positivamente en sus vidas. ¡Dar por fin el salto!

Durante mi embarazo y en medio de pañales y talleres de lactancia, busqué, leí, estudié, pensé, descarté, repensé… Yo que siempre he sido fuerte y flexible para los cambios, me proyectaba en un escenario de absoluta independencia laboral para el que nunca fui educada ni incentivada. Y me aterraba. Durante los largos meses que duró ese proceso de búsqueda, evidencié en mi interior las cadenas pesadas y enmohecidas que me tenían atada a mentalidades de escasez, miedo y a una dinámica aplastante de trabajar para otros, propias de mi cultura y de mi entorno personal y profesional. Debo decir que el verdadero trabajo fue volver a creer en mí misma. Comprobar que era suficiente con lo que ya era. Y que uno nunca parte de cero: Su mundo entero lo acompaña siempre.

Luego de un buen tiempo de búsqueda y re-conexión interior, lo demás  vino rodado: Se dibujó este espacio editorial para dar luz a reflexiones, historias y herramientas que promuevan la interculturalidad, diversidad y tolerancia. ¿Por qué esos temas? Porque son los que me han permitido enfrentar el mundo, durante estos 12 años que he vivido fuera de mi patria. Y porque son también los que han hecho que replanteara, una y otra vez, el tipo de persona en que he llegado a convertirme.

Amin Maalouf, en su libro “Identidades asesinas” dice: “La identidad de una persona no es una yuxtaposición de pertenencias autónomas, no es un mosaico: Es un dibujo sobre una piel tirante. Basta con tocar una sola de esas pertenencias para que vibre la persona entera”.

Y aquí estoy yo. Vibrando. Con todo esto que soy ahora y que me define. Con esos pedacitos que a veces no logro distinguir, pero que existen y me construyen cada día. Soy parte de la gran diáspora. De ese conjunto de personas separadas de su tierra que hilvanan su necesidad de arraigo entre nuevas lenguas, comidas, climas y códigos. Esa diáspora que, al margen de su punto geográfico, late y configura su mundo con profundas contradicciones, miedos y creencias arraigadas.

Mientras, continúo en pleno proceso creativo, productivo y logístico de nuevas ideas y productos concretos que pronto compartiré. Abro este punto de encuentro hoy, con vocación de diálogo y comunidad permanente. Gracias por estar ahí.