“Emigrar, hace 30 años, no era lo mismo que ahora”

Por: Claudia Zavala

“Fue el amor el que me impulsó a dejar mi país, hace 30 años”. La que habla es Lila Luna.

Era 1985. Lila trabajaba en El Salvador, en la Comisión Ejecutiva Hidroeléctrica del Río Lempa, CEL, como secretaria ejecutiva. A través de unas amigas y por “casualidad”, como ella dice, conoció a un joven alemán de 22 años, que trabaja en el equipo de seguridad de la Embajada Alemana de El Salvador. “Yo tenía 26 años, me encantaban los idiomas y viajar. Creo que por eso él me llamó irremediablemente la atención. Hablábamos en inglés y así nos fuimos conociendo. Nos hicimos novios. Pero él tenía que regresar, al año siguiente, que acababa su misión. Sus padres estaban preocupadísimos por nuestra relación: un país extraño, una mujer desconocida, un hijo tan joven… Nos despedimos en marzo de 1986, con la promesa de que yo me encontraría con él muy pronto”.

Lo primero que él hizo al llegar a Alemania fue seguir trabajando y buscar un apartamento. Le recalcó a sus padres el amor que tenía hacia Lila y mantuvo firme su compromiso de reunirla con él. “Lo cumplió. A los 5 meses, viajé a Alemania. Llegué en pleno verano, el 3 de agosto del 86. Era un día muy soleado. Yo soy de Usulután, iba acostumbrada al calor del oriente salvadoreño. Él me preguntaba si sentía el calorcito alemán de agosto y yo le decía que sentía algo fresquito, jajaja!”.

Su residencia estaba en un pueblo de la Alemania Federal de entonces. Lila destaca que, al llegar, su prioridad fue aprender el idioma. “Me costó mucho al principio, porque no era una ciudad grande y, en esa época, la única manera de estudiar alemán era en la Universidad Popular.  Iba a clase nada más tres horas, dos tardes por semana. Desde el principio, mi marido me ayudó a que aprendiera desde casa. Me dijo ‘cero inglés, cero español, sólo alemán’. Él trabajaba vigilando la frontera con Alemania Oriental, vivíamos casi en la frontera. Entonces, no había caído el Muro de Berlín”.

La inserción laboral

La adaptación para Lila fue complicada también en el terreno profesional. “Yo siempre estuve acostumbrada a trabajar, a ser activa. No soy mucho de quedarme en casa. Pero a mi marido lo trasladaban de ciudad y yo tenía que ir con él. Eso, unido a mi falta de conocimiento del alemán, hacían difícil conseguir y mantener un trabajo”.

A finales de 1987, se instalaron en Boon, la entonces capital de la Alemania Occidental o República Federal de Alemania. Ahí, el ambiente fue distinto, pues estaban ubicadas todas las Embajadas y existía un ambiente un poco más intercultural y abierto. Continuó con sus estudios de alemán en la Universidad Popular y aprobó sus exámenes en el Instituto Oficial Alemán. “En la clase éramos 5 latinas: dos españolas, una mexicana, una peruana y yo. Sentía que podía hablar con gente similar a mí, que me comprendían un poco más y, a la vez, aprender de la nueva cultura”.

A principios de 1989, supo que estaba embarazada. Las circunstancias hicieron que Lila se encontrara en el centro neurálgico del mundo, en noviembre de 1989, cuando el muro de Berlín cayó. “Fue tremendo el impacto en el país, lógicamente. Pero yo me di cuenta hasta un día después de que había pasado, porque mi mente y mi corazón estaban en mi país, con la ofensiva militar que se había desencadenado en San Salvador. No sabía nada de mi familia y estaba muy preocupada. En ese entonces, no había correos electrónicos, ni redes sociales, ni tanta facilidad para comunicarse. Emigrar, hace 30 años, no era lo mismo que ahora. Yo, con mi panza y mi miedo, intentando tener noticias. Fueron momentos de verdadera angustia para mí”.

Después de vivir los acontecimientos políticos de noviembre de 1989, tanto en Alemania como en El Salvador, Lila abrió otro capítulo en su vida con el nacimiento de su primer hijo, en febrero de 1990. “Me di cuenta de que la crianza aquí es bien diferente a lo que yo había vivido en mi país. Mis suegros vivían a dos horas y media de nosotros y no podían ayudarnos con el niño. Nos tocaba a mi esposo y a mí; fue una tarea profunda, intensa y agotadora. La contraparte de eso es que nadie se mete, nadie opina, el niño es de mamá y papá. En El Salvador, todos opinan y dan consejos, aunque uno no se los pida, jajaja!!”.

La escuela de los hijos

El aprendizaje personal e intuitivo de cómo atender a su bebé pasaba, incluso, por las cosas que pueden parecer simples como, por ejemplo, la manera de vestirlo: “Recuerdo esos primeros días con mi bebé y el frío tremendo. Para salir a la calle, me tenía que vestir yo, toda abrigada, y luego ponerle al niño el suéter, chaqueta, gorro, guantes y meterlo en su saquito térmico, para que fuera protegido. Cuando terminaba con él, yo estaba toda sudada ¡y así tenía que salir al gran frío! Me costó coger el ritmo, aprender a vestirlo a él primero y saber hacer las cosas con fluidez”.

El entrenamiento con su primer hijo ayudó mucho a que su segunda experiencia como madre, con la llegada de su hija, en diciembre de 1993, fuese más relajada y segura. “Durante varios años, continué dedicada exclusivamente a la crianza de mis niños, como ama de casa y madre, porque no tenía con quién dejarlos y porque era lo que mi corazón me pedía”, reconoce.

Cuando su hija empezó a ir al kínder, una amiga alemana le comentó que buscaban a alguien, para dar clases de español. La alumna era una señora que debía hacer un viaje a Latinoamérica. “Yo había dado clases de inglés en El Salvador, así que me animé. Luego, como tenía la certificación de la Universidad Popular, me armé de valor para llamarlos y ofrecerme como profesora de español. Me llamaron para la entrevista. Preparé todas mis constancias de estudio y trabajo. Yo también había estudiado Relaciones Internacionales en mi país. Me ofrecieron impartir cursos intensivos de una semana, cuatro o cinco veces al año. Pensé que era una buena manera de meter el pie en la enseñanza y de seguir teniendo tiempo para mis hijos y mi casa. Así estuve todo un año. Luego, hice una homologación de nivel, para dar cursos. Hice 9 seminarios en un año y fui a ver cómo trabajaban otros colegas en sus clases, también venían a verme a mí. Después de todo ese aprendizaje y experiencia, me certifiqué como profesora de español para adultos. Me gustó tanto enseñar mi idioma que, 25 años después, continúa siendo mi trabajo”, relata con orgullo.

La sazón salvadoreña es un toque personal que Lila se ha preocupado por mantener siempre en su hogar. Aprendió a cocinar platillos, haciendo mezclas de la tradición salvadoreña y alemana. “A mi esposo le gusta todo lo que hago. Mi hijo tiene paladar usuluteco. Desde pequeño, el pediatra me decía que le diera comidita de bebé envasada, tipo Gerber. Yo le daba frijoles y chili con carne. ¡Y él feliz, se lo comía todo! Hasta la fecha, le encanta cenar caliente, como nosotros en El Salvador”.

La mezcla genética y cultural que han recibido sus hijos ha hecho que también sean jóvenes con inquietudes de expresión artística: “Yo puse en clases de baile a mi hija, desde chiquita. Aquí la gente no baila, y yo no quería que fuera tiesa para bailar, jajaja! Hoy es una gran bailarina de hip hop y reguetton y a mi esposo le encanta. Mi hijo, por su parte, tiene como hobbie la actuación. Ambos son jóvenes responsables y trabajadores y para mí son mi mayor orgullo”.

Después de 30 años de vivencias en Alemania, con un marido y dos hijos, Lila admite que las diferencias culturales que ha experimentado son bien marcadas. “Nosotros estamos acostumbrados a estar hablando, a estar en contacto siempre. Ellos no. En el pueblo del norte donde ahora vivimos, la gente es mucho más cerrada. Se tratan sólo entre ellos, entre la gente que conocen. Lo peor fue cuando llegamos. No me sentía aceptada en ningún grupo. Pero no era por ser extranjera, sino porque no nos conocían, porque con mi esposo actuaban igual. Tardamos años en poder hacer amistades, y tenemos unos cuantos nada más, porque la gente tiene otro código de relación. Pero hay gente buena, cordial, amigable, es cuestión de tener paciencia e irlos conociendo. Y entender que ellos son distintos a nosotros. Más secos. Teniendo claro eso, se sufre menos”.

Con la apertura de las fronteras alemanas, en 2015, frente a la crisis de refugiados sirios, Lila comenta que fue un hecho que causó mucha controversia en el país. “Para muchos de ellos no es bueno que llegue tanta gente ‘extraña’. Eso ocasionó gran descontento, porque consideran que entraron demasiadas personas, y no sólo refugiados, sino que se mezcló todo tipo de gente. Aunque he notado más tensión hacia los inmigrantes en los últimos años, honestamente, nunca los he sentido racistas. A mí nunca me han visto mal por mis raíces, jamás. Ellos me han respetado, porque también yo también he hecho un esfuerzo por conocer su cultura e integrarme. Es un proceso que sólo funciona si es de doble vía”, finaliza.

12 comentarios en ““Emigrar, hace 30 años, no era lo mismo que ahora”

    1. Jajaja!! Sí, Clelia, a mí también me hizo mucha gracia, lo del bebé frijolero y de chili con carne 😉
      Reciba un cordial saludo,

    2. Sí, increíble verdad? Y hasta la fecha sigue comiendo algo caliente en la cena… Gracias por interesarse por la historia? abrazo

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