“La mezcla y el contraste son parte de mí”

Por: Claudia Zavala

Los viajes, la psicología y la literatura son algunos elementos que encuadran los intereses y pasiones de Alicia Salum, una mujer con doble nacionalidad, salvadoreña y mexicana, que ha construido su proyecto de vida desde el sincretismo cultural, el respeto y la tolerancia.

Nació en México y se mudó a El Salvador, cuando tenía 4 años. Llegó junto a sus padres y su hermana menor a Ahuachapán, la ciudad de la que su madre es originaria. “Los recuerdos de mi infancia son de Ahuachapán, en casa de mi abuelita, los farolitos y todo eso. A los dos años de llegar, nos fuimos a vivir a San Salvador. Nos quedamos viviendo sólo con mi mamá, porque mi papá regresó a México. En el contexto de la ofensiva de 1981, lo detuvieron en una carretera y le dieron un gran susto. Decidió irse. Nosotras lo visitábamos en México, prácticamente, cada año”. Con el tiempo, sus padres se separaron y su mamá inició otra relación sentimental. Con esa pareja tuvo una tercera hija. “Hemos sido muy viajeras siempre. Hubo un momento en que las tres hermanas estuvimos separadas, una en Bolivia, otra en Houston y yo en México”, relata.

Cuando Alicia se graduó de bachiller, en San Salvador, comenzó a estudiar Psicología en la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas”. En ese tiempo, enfrentó, paralelamente, una situación personal un tanto convulsa: Había roto con su novio y se habían exacerbado algunas diferencias que tenía con su madre. Eso, unido al hecho de ser una persona con muchas inquietudes, hizo que la propuesta de irse a vivir a México que unos tíos y primos le hicieron cayera en terreno fértil. Fértil y acelerado. “Me lo plantearon a finales de marzo de 1993 y el 30 de abril viajé. Fue rapidísimo. No me lo pensé mucho”.

Alicia llegó a vivir, concretamente, a León, Guanajuato, en la zona centro norte de México. Aunque había nacido en el país, hasta ese momento, su educación académica y sus costumbres estaban marcadas por la tradición salvadoreña. “Aunque parezca que entre México y El Salvador no hay muchas diferencias, sí las hay. La manera de hablar, por ejemplo. Cuando llegué, me decían que hablaba raro. Incluso hubo gente que me decía que no le gustaba mi acento. Debo decir que en muy poco tiempo ya estaba hablando con acento mexicano. Reconozco que no defendí mi acento salvadoreño. Es algo muy particular, porque esa mezcla y contraste son parte de mí, la he tenido siempre. Me siento e identifico también como salvadoreña. Claudia Lars decía que un gatito, por el hecho de nacer dentro de un horno, no es un bizcocho, sigue siendo un gatito”, explica entre risas.

Alicia comenta que, a la dificultad inicial para comunicarse con un acento que consideraban “distinto”, se unió la complejidad de ingresar a la universidad: “Nunca imaginé que era tan difícil entrar. Me di cuenta hasta que llegué. Aquí se considera que la universidad pública es para los guanajuatenses, ni siquiera para todos los mexicanos. Yo, además, era vista como extranjera. En esa época, me dijeron que, si quería estudiar, tenía que pagar como 500 dólares mensuales. Era demasiado dinero para mí, incluso en la actualidad. Entonces, tuvimos que demostrar que mis tíos sí vivían aquí y pagaban impuestos. Presenté varias constancias que me pedía el gobierno, pasé entrevistas con trabajadores sociales. Mis tíos tuvieron que certificar que ellos tenían mi tutela, que eran mis responsables y me protegían. Con todo eso tuve el primer paso para entrar”.

Ese primer paso administrativo se unió al requisito académico. Una alta exigencia de ingreso que se explica en la fuerte demanda que la Universidad de Guanajuato tiene. “Solicitan entrar 400 y queda sólo el 10 por ciento. Recuerdo que pasé una entrevista, pruebas psicométricas, examen de conocimientos, etc. Aprobé todo, sin problemas. Me dijeron que traía muy buen nivel. Eso habla bien de la educación salvadoreña. Hay gente que hace hasta tres veces el examen y no entra. Hace otro curso y no entra. Yo fui la primera de la lista; me sorprendí”.

Otro choque de trenes que tuvo que enfrentar fue el relativo a las costumbres cotidianas que ponía en práctica la mayoría de familias mexicanas con las que tenía contacto. “En El Salvador, yo venía de una familia de mujeres. En México me encontré con un sistema donde los hombres gozaban de una serie de privilegios que las mujeres no tenían. La mejor pieza del pollo para el papá o para el niño. O por el simple hecho de ser mujer te tocaba lavar los platos. Yo nunca me quedé callada. Soy muy clara y directa al hablar y a la gente no le gusta que le hablen claro. Eso, muchas veces, hace difícil la convivencia, estés donde estés”.

Cuando finalizó la carrera de Psicología, Alicia tenía planificado regresar a El Salvador. Sin embargo, recibió una oferta de empleo en el Sistema Nacional para el Desarrollo Integral de la Familia. Un trabajo con el que siempre había soñado y que le permitió conocer y trabajar con sectores de escasos recursos. Entusiasmada con su nueva actividad, se comprometió con su jefe a quedarse, durante dos años más, en México. Paralelo a su trabajo, comenzó a dar clases en la universidad y ahí conoció a un estudiante de Derecho, cinco años mayor que ella, que modificaría su proyecto de vida. “Cuando lo conocí, me pareció el típico macho mexicano. No me caía nada bien. Anduvo un año tras de mí. Me parecía que era muy coqueto. No me agradaba nada, de verdad”.

Con el tiempo, ese “macho mexicano” se convirtió en su marido y, según ella reconoce, se reveló como una gran sorpresa en la vida de pareja: “Le encanta cocinar. De los 17 años que llevamos casados, él ha cocinado a diario, durante 16. Lava, plancha. Le da por levantarse a media noche a barrer! Las vecinas me preguntan que cómo le hago para que sea así, jajaja! Respeta mucho mi libertad, como mujer y como profesional”.

Luego del nacimiento de sus dos hijas, ese pacto de apoyo a su carrera se manifestó concretamente durante muchos años en los que él se hizo cargo de las niñas, alimentándolas, cuidándolas, llevándolas al colegio, para que ella pudiera desarrollarse como profesional. “Mis hijas ahora tienen 17 y 15 años, respectivamente. Estoy muy agradecida por todo el apoyo que él me ha dado. Pero también con su nana, que fue quien le enseñó a hacer todas esas cosas del hogar. Ella lo marcó mucho. Él también ejerce su profesión de abogado. Nos hemos acoplado bien. Ha sido la gente la que lo ha visto ‘raro’, porque están acostumbrados a otro modelo de familia más tradicional. Nosotros somos diferentes”.

Aunque las maneras de criar a los hijos en México y El Salvador pudiesen resultar muy similares, la experiencia de Alicia evidencia importantes distancias en las pautas de educación. Al menos, las pautas que se han dictado en su casa. “Aquí me criticaron mucho, porque yo hablé de sexualidad a mis hijas desde temprana edad. A los 6 años le mostré en un libro cómo nacen los bebés. Yo siempre he tenido más amigos que amigas. Pero aquí si le hablo a un hombre casado, por ejemplo, ya piensan que quiero algo con él. A mi esposo no le preocupa, pero a la gente sí. Mis hijas también son como yo. Aquí todavía se estila algo que llaman ‘echar reja’, que es cuando tu pretendiente o novio te llega a visitar a la casa. Sólo puede verte desde afuerita, detrás de la reja. No puede entrar. Yo prefiero que traigan a sus amigos a la casa, para conocerlos, para saber con quién están”.

La celebración del Día de los Muertos es, sin duda, la tradición que Alicia destaca desde su gusto y disfrute personal: “Me encanta cómo perciben a la muerte. La ven como alguien alegre, divertida. Antes yo pensaba que era una ‘defensa maníaca’, desde mi visión de psicóloga. Pero, tiene que ver con la esencia de este país. No he cambiado mi visión de la muerte ni nada, pero sí me hace respetarla profundamente, ver cómo todo un pueblo se vuelca en sus tradiciones, es un sentimiento verdaderamente profundo”.

Alicia reconoce que la tradición culinaria mexicana es, sin duda, la protagonista en su casa, aunque también incluye algunos platillos salvadoreños. “Aquí he aprendido a cocinar. Me encantan las salsas, soy una gran comedora de chile. Las Guacamayas de León son deliciosas, es un pan que lleva chicharrón y chile. A mis hijas les encantan las pupusas y les gusta el ceviche salvadoreño que les hago. También se divierten con algunas de mis palabras. No les gusta que les diga que estoy ‘encachimbada’ y, si digo ‘púchica’, se ríen… ellas están muy mexicanizadas”.

El amor por la literatura y escritura es algo que Alicia considera que la ha marcado y ha influenciado sus entornos personal y laboral. Hace dos años, su talento le permitió ingresar al Seminario para las Letras Guanajuatenses, en las categorías de cuento y poesía, lo que posibilitó que tuviera contacto con destacados escritores mexicanos. Sus alumnos son los principales beneficiados de la pasión literaria que les transmite al inculcarles el hábito de la lectura. “En mi entorno no leen mucho, no es el común denominador. A 40 minutos de aquí está Guanajuato, que es muy cultural, pero León, no. Intento influenciarlos en positivo. Me dicen que soy alegre y que bailo muy bien. Yo les digo que no es cierto! Creo que me he traído eso de El Salvador. Esa alegría de vivir. La gente de esta zona de México es más seria, más difícil para hacer contacto, por eso creo que me sienten tan distinta”.

Escribir un libro es uno de sus proyectos soñados. Disfrutar de su familia y viajar también destacan entre sus planes: “Recién llegada a México, no pude estar mucho tiempo con mi papá. Sólo lo vi unas tres veces y luego él murió. Eso fue triste. Mi mamá se quedó en El Salvador y viaja mucho. Mi abuelita también es viajera. No me siento amarrada a ningún lugar pero, por ahora, no tengo pensado regresar. Sobre todo, por mis hijas. Aunque digan que ya no es como antes, León sigue siendo una ciudad segura, tranquila, puedes salir a la calle a caminar y no vas con miedo a que te pase algo. En El Salvador, lastimosamente, las cosas están muy mal. Quiero seguir aportando en este país, haciendo cosas, desde mi vocación de servicio. A estas alturas, me he replanteado muchas cosas. He aprendido a vivir con eso de que me digan aquí que hablo como salvadoreña y que en El Salvador me digan que hablo como mexicana. A veces siento, como mucha otra gente, que ya no soy ni de aquí ni de allá”.

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