“Las mujeres inmigrantes hispanas han sido mis maestras de vida”

Por: Claudia Zavala

Roxana Martel toma un profundo respiro, antes de iniciar su relato migratorio: “Es una larga historia”, advierte, entre risas. Su conexión con la posibilidad de viajar inició cuando conoció a Rubén, en 1999,  un cubano con quien iniciaría una relación de pareja. “Eran tiempos difíciles a nivel político, porque mi país, El Salvador, y Cuba no tenían relaciones diplomáticas y era complicado gestionar alguna visa o permiso de residencia para que viajara. Tuvimos una relación a distancia, vía telefónica, durante dos años, hasta que en, 2001, decidimos casarnos, porque era la única manera de que él saliera de la isla”.

Roxana reconoce que, siendo aún tan joven, sus planes de matrimonio no habían sido nunca una prioridad, sino más bien centrarse en sus estudios y carrera. Graduada en Licenciatura en Comunicación y Periodismo, cuenta que sus aspiraciones eran estudiar una Maestría, en Brasil, y un Doctorado, en Paris.

“Empecé a aplicar a becas. La de Brasil casi se me cumple ese mismo año, pero al final no pudo ser. De remate, a mi esposo le denegaron la visa para entrar a El Salvador y tuvo que irse a vivir a Guatemala, donde tenía una tía. Yo trabajaba en una universidad, dando clases de Comunicación, desarrollando proyectos de desarrollo local, antropología urbana, violencia urbana, relación entre el discurso de medios de comunicación y percepción de la violencia. Mientras tanto, él trabajaba en otra universidad guatemalteca, dando clases de Informática”.

Manteniendo la relación a distancia y conservando la esperanza de resolver las dificultades migratorias para, por fin, vivir juntos, Roxana continuaba en la búsqueda de conseguir sus objetivos académicos. Así, en 2005, su expediente académico y el apoyo que recibió de un profesor español fueron fundamentales para que viajara a España y estudiara sus cursos de Doctorado, en la Universidad Pública de Navarra.

“Mi trabajo de investigación fue sobre el sistema penal juvenil y las pandillas en El Salvador. Mientras yo estudiaba, mi esposo conoció en Guatemala a una persona de la Universidad de Florida, que estaba promocionando los estudios de Doctorado en ese centro de estudios. Él aplicó a una beca y, en 2007, viajó a Orlando, para estudiar su Doctorado en Ingeniería en Computación. Acordamos, entonces, que yo me iría a vivir con él a Estados Unidos”.

Sin embargo, cuando Roxana terminó sus estudios en Navarra y volvió a El Salvador, su universidad le propuso la dirección de un Programa Regional de Prevención de Violencia y, apostando por su pasión profesional, decidió postergar su compromiso de encuentro con su pareja: “No lo podía rechazar. Se trataba de una coalición centroamericana de organizaciones para la prevención de violencia. El proyecto incluía acciones de incidencia política, investigación regional, estudio de buenas prácticas… todo relacionado con mi tesis doctoral. Lo acepté y viajé mucho por toda Latino América, haciendo ese trabajo”.

En noviembre de 2009, por fin, pudo viajar a Estados Unidos para vivir junto a su esposo. “Era increíble, pero después de 10 años de relación era la primera vez que vivíamos juntos, que convivíamos, de verdad, como pareja. Tuvimos que enfrentar y superar muchas circunstancias. Pensé que sería un buen tiempo para mí, sobre todo, porque, aparte de estar con él, me dedicaría por completo a terminar mi tesis doctoral”.

Un impacto inesperado

Sin embargo, Roxana estaba a punto de vivir una etapa en su vida que, tomando en cuenta su sólido bagaje personal y profesional, nunca pensó atravesar.  “Cuando llegué, creo que entré en depresión. Me dio un bajón emocional horrible. No tenía ninguna red de apoyo, personal ni profesional. Mi esposo se iba a trabajar y yo me quedaba sola en casa todo el día. No era capaz de centrarme en mi tesis. Tenía todo el tiempo del mundo, pero no tenía la cabeza para escribir. No sabía bien lo que me pasaba. Dejé reposar la tesis y decidí estudiar inglés”.

Su condición legal de ser esposa de un cubano hizo que le aplicaran la llamada “Ley de ajuste cubano”. Es decir, al año de estar residiendo en el país, puede aplicar a la residencia permanente y se la aprueban de manera automática. A los cinco años, puede aplicar directamente a la ciudadanía. “Yo entré con mi visa de turista, para 6 meses. Eso implicó que me quedara unos meses ‘en el aire’, mientras esperaba que ese año se cumpliera, para solicitar mi residencia permanente. Era 2010 y ya empezaba la tensión política con leyes racistas como la de Arizona, que buscaba poner como chivos expiatorios de todos los problemas a los inmigrantes hispanos”.

Siguiendo la recomendación de una conocida cubano-puertorriqueña, comenzó a trabajar como voluntaria en organizaciones sociales y comunitarias, para empezar a establecer relaciones personales y profesionales en su nuevo entorno. “Contacté con una organización que trabajaba el tema de violencia doméstica para ayudar, como traductora, a mujeres sobrevivientes hispanas”.

A los 6 meses de haber ingresado como voluntaria, le ofrecieron un puesto como becaria, a medio tiempo, en la Corte de Orlando, ayudando a las mujeres a rellenar peticiones judiciales de órdenes de alejamiento de sus maltratadores. “Ahí fui testigo de la triple victimización que sufre la mujer hispana en este país. No sólo de su abusador, sino del sistema. Muchas no saben el idioma y no conocen las leyes. Además, el temor a la deportación y a dejar a sus hijos, muchos de ellos nacidos en Estados Unidos, las hace todavía más vulnerables a esos abusos y a la desprotección legal”.

Su proceso personal de adaptación e integración en el sistema estadounidense iba también transformándose. “Recuerdo que un día estaba en mi casa y escuché a unos trabajadores latinos, que estaban haciendo una construcción al lado, hablando de sus cosas. Hacía un sol y un calor terribles. Yo estaba en mi casa, cómoda y tranquila, y pensé que cuál era la diferencia entre ellos y yo realmente? Y que por qué debía pensar o pretender que yo merecía un trato distinto porque, ahora que reflexiono sobre esa primera etapa, sé que llegué con mucha arrogancia académica y personal. Poco a poco, comencé a salir de mi burbuja, a ser consciente de que era una privilegiada y que debía intentar devolver a mi gente todo lo que mi país me había dado. Lo sentí como una responsabilidad, un compromiso de vida”.

Dicho y hecho. Luego de su experiencia en la Corte de Orlando, Roxana comenzó a trabajar en el “Centro Comunitario La Esperanza”, una organización de apoyo a familias hispanas. “Es una atención más completa, más integral. Hay un programa para jóvenes donde puedo poner en práctica todo lo aprendido en El Salvador. Aunque no es un tema de pandillas, aquí también los jóvenes son vulnerables a caer en las drogas y en prácticas ilegales. Ellos son los llamados ‘dreamers’, menores de 18 años que fueron traídos a este país por sus padres o que nacieron aquí, pero no tienen un estímulo real para seguir estudiando y hacer algo con sus vidas. Les ayudamos a empoderarlos, a conectar con sus raíces. A evidenciarles la historia de lucha y resistencia de sus padres, para que recuerden realmente de dónde vienen y que se sientan capaces de conseguir lo que se propongan. Hay una gran brecha entre padres e hijos, muchas veces marcadas por el idioma. Ellos hablan inglés y sus padres no. Así es imposible que se dé una comunicación y se articule un proyecto familiar. La necesidad de vínculos y puentes es cada vez más evidente para salvar a esta generación”.

Nueva etapa, nuevos retos

La noticia de un deseado embarazo llegó, en 2012. “Como yo tenía más de 35 años, automáticamente, me pusieron la etiqueta de ‘embarazo de alto riesgo’, con un médico especializado, aparte de mi ginecólogo normal. Desarrollé una diabetes gestacional, por lo que tuve que tener una dieta y cuidados especiales. Mi hija Camila se adelantó y nació en diciembre de 2012. Fue cesárea y mi recuperación fue complicada y dolorosa. Tuve una depresión postparto espantosa. Yo siempre había sido una mujer centrada en los estudios y el trabajo. Deseaba tener a mi hija, pero nunca pensé que la maternidad me abriría las puertas a un mundo que me impactó, en todos los sentidos. Como estaba de becaria, sólo pude tener un mes de baja maternal. Fue una dicha que mi mamá, mi papá y mi hermana pudieran viajar desde mi país para ayudarnos. Mi marido siempre ha sido un padre muy activo e involucrado en la crianza y cuidados de la niña”.

La educación de su hija en un país cuyos valores sociales no comulgan del todo con los suyos, es todo un reto para Roxana. “Me he tenido que tragar muchas de mis palabras, cuando criticaba a otras mujeres, antes de ser madre. Estoy aprendiendo a cambiarme el chip adulto-céntrico y a centrarme en sus necesidades de niña, para realmente darle unas bases en su personalidad y confianza como ser humano. Ahora tiene 4 años y va a la escuela. La calidad de la educación de las escuelas depende de los barrios donde estén ubicadas. Ahí se ve cómo funciona este sistema también.  Unas tienen muchos recursos y otras no. Ves cómo desde el principio hay niños que se van quedando rezagados. No desarrollan plenamente sus capacidades, van ‘avanzando’, pero con tremendos vacíos. El primer lugar donde se evidencia el racismo en este país es en la escuela. En mi trabajo también demandamos más recursos para distintas comunidades, en el ámbito educativo”.

Esos vacíos en el sistema educativo, desde su punto de vista, hacen una combinación letal junto al consumismo feroz estadounidense. “El mercado lo absorbe todo. Los vacíos familiares y personales los quieren suplir con lo material. Hay personas hispanas trabajando durante 12 horas diarias, bajo el sol, pero con el mejor teléfono, o con la mejor celebración de 15 años para sus hijas. Yo vivo en Orlando, donde está Disney. La entrada vale 100 y pico dólares, y ahí ves a la gente entrando, con grandes sacrificios”.

Pese a ese panorama que en muchos aspectos resulta hostil para las familias hispanas, Roxana considera que hay esperanza, si se les brinda apoyo y herramientas para salir adelante. Seguir construyendo proyectos que contribuyan a ese objetivo es su compromiso, mientras siga viviendo en Estados Unidos. “Nosotros no somos ‘hombres malos’, como dice Trump. Yo sueño con poder construir una red transnacional de apoyo, de servicios, de integración, también desde el área cultural. Cada día veo en mi trabajo a mujeres inmigrantes campesinas, que han sido mis maestras, súper sabias de la vida, pero con pocos recursos de contar su propia biografía. Tienen dificultad de poner en palabras lo que son. Quizá esa sea la principal diferencia con las que sí hemos tenido la oportunidad de formarnos y de decidir lo que queremos en la vida. Por eso debemos ayudarlas a crear y nombrar su propia historia. Todavía queda mucho por hacer”, finaliza.

11 comentarios en ““Las mujeres inmigrantes hispanas han sido mis maestras de vida”

  1. Excelente artículo, Roxana es una gran mujer y
    Una de las mejores profesionales que he conocido, entregada y apasionada.

  2. Excelente nota, un gran abrazo. Tiene buenas raíces ud esta proyectando las enseñanzas de las grandes mujeres que le preceden.

  3. Mi admiración total para Roxana. El tema de la migración es más complejo de lo que la gente que no lo ha vivido imagina. Pero estoy segura que sus raices y formación académica le permitiran sobrellevar cualquier situación difícil y ayudar a otros. Los mejores deseos y éxito.

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