De vulnerabilidades y premios literarios

¡Hola, a todas! Después de un buen tiempo, retomo la escritura desde este espacio de “Diáspora azul”, el blog original de nuestra comunidad de mujeres inmigrantes. En este escenario donde, hace seis años, comenzaron a compartirse historias, en su gran mayoría de compatriotas salvadoreñas, para poner en valor los desafíos personales a los que se enfrenta una persona, a lo largo de su proceso migratorio.

Muchas saben que he seguido compartiendo interesantes perfiles, desde hace un año, en formato podcast, para que el espíritu de inspiración y desafío personal siga latente, tal y como se evidencia en historias tan impactantes como esta de Delmi Galeano: ????”Las madres que emigramos pagamos el costo más duro de la separación” – YouTube

Algunas también saben que fue desde “Diáspora azul” que surgió la idea de desarrollar una propuesta cultural, para promover y divulgar nuestras raíces culturales salvadoreñas, que se llama “Colección Coloreye”.  De momento, con “Coloreye”, “Juegos infantiles salvadoreños” y la “Pipiri Juani”, los productos didácticos que conforman la Colección, y sus respectivas guías didácticas y talleres educativos, estoy dando rienda suelta a un proceso creativo que inició de forma muy particular y que nunca he compartido.

Hasta hoy.

Llevaba unos 10 años viviendo ya en España -llegué a este país en octubre de 2005, para estudiar un Máster- y, poco a poco, se desencadenaron decisiones académicas, laborales y personales, que fueron hilvanando la inesperada madeja de mi proceso migratorio.

Mi visión lejana sobre la maternidad había cambiado en todos esos años y pensaba que ya había llegado el momento de abrirme a la vida. Pasar a otra etapa en la que tus sueños y objetivos ya no están centrados sólo en ti o en tu pareja. Nuestra sorpresa fue que, a pesar de que los “estudios científicos” decían que éramos un matrimonio apto para ser padres, el tan esperado embarazo nunca llegaba. Era extraño. Deseaba ser madre, pero, de alguna manera, mi propio cuerpo lo estaba bloqueando. Podía listar algunos motivos bastante evidentes, relacionados con mi historia familiar, pero, en el fondo, sabía que tenía que enfrentar mi propio camino personal para comprender lo que, de verdad, estaba ocurriendo.

Inicié un par de procesos terapéuticos que me ayudaron a profundizar, descubrir y aceptar vivencias y heridas que aún debían sanar. Evidencié que mi manera de compensar esas carencias y dolores primarios, durante muchos años, había sido siempre el trabajar y estudiar mucho. Y, a esas alturas, me sentía cansada.

Mi médico me recomendó iniciar un tratamiento de fertilidad que, por mis condiciones biológicas y las de mi marido, tenía altas probabilidades de funcionar “a la primera”. No fue así. Tuvimos que hacer tres intentos, hasta que el ansiado “positivo” llegó, justo el día de mi cumpleaños, un 23 de noviembre. Ese año en que me convertí en madre, habían pasado sólo unos meses de la muerte de mi mamá, a mi hermana le detectaron cáncer y estaba por morir mi abuela. Todo eso formó parte de una intensa revolución emocional, como se imaginarán.

¿Y por qué les cuento esto? Por dos motivos.

El primero es porque, justo el día en que fui a una de las pruebas de mi último ciclo de tratamiento, vi en la sala de espera del hospital un cartel, anunciando el IX Premio Literario de la Associació José Luis Sampedro per a la Salut i la Cultura del Hospital Universitari i Politècnic La Fe, lugar donde estaba siendo atendida.

Tenía años, décadas, de no escribir desde el corazón. Aunque era un concurso menor, acotado a los pacientes y visitantes del hospital, sentí una punzada extraña en el estómago, una punzada física, real, que insistía en remover ese “tapón emocional” en mi manera de comunicar todo lo que estaba sintiendo en esa etapa de mi vida. Un proceso que, hasta entonces, no había hablado con nadie de mi familia y amigos más cercanos. Además, las horas de espera en el hospital, casi siempre, eran largas, agotadoras y aburridas. Y siempre llevo un libro y una libreta en mi bolso. En ese mismo momento, decidí empezar a escribir, de manera aleatoria, parte de las anécdotas reales de las que había sido testigo , a lo largo de mi periplo médico hacia la maternidad. Las estructuré en casa. Y, en mi siguiente cita, dejé el relato impreso en un sobre, en la biblioteca del hospital, en el buzón sugerido en las indicaciones del cartel del concurso.

Varias semanas después, mientras cocinaba, sonó mi teléfono. Era Pepa Salavert, presidenta de la Asociación organizadora del concurso, para invitarme a la entrega de premios, esa misma semana. Yo le agradecí y despedí la llamada, honestamente, con cierto desgano. Ese día de la premiación pensaba tomarme un café con una excompañera de trabajo que hacía tiempo no veía. Creo que Pepa notó mi falta de interés. Y, a los dos minutos, volvió a llamar.

– Claudia, no debería de decírtelo, porque anunciamos al ganador hasta ese día, pero, por favor, no vayas a faltar. Has ganado el primer lugar.

Me quedé muda. Y fui, claro.

A partir de esa experiencia, se activó en mí una pulsión de vida muy intensa. Y la necesidad de enfocarme en proyectos que se tejieran con mi esencia real y no desde el “avatar compensatorio” que había creado, por pura supervivencia, a lo largo de muchos años. Me di mucha ternura, por mi manera de aferrarme a la vida y sobreponerme a experiencias difíciles. Abracé a esa Claudia “tan fuerte”, le agradecí, pero le dije que ya era el momento de soltar el “modo lucha” ante la vida y “florecer” desde otro lugar menos combativo. Que iba a estar a salvo así también.

Empecé una búsqueda personal de reconexión vital que no apareció tan fácilmente. Pasaron todavía tres años más de arduo trabajo académico, en un instituto de investigación, desde ese “avatar compensatorio”, trabajando con 40 científicos de 11 países distintos, con quienes tuve grandes experiencias profesionales y un increíble aprendizaje de vida. Hasta que llegaron “Diáspora azul” y “Colección Coloreye”.

Por eso, cuando veo a ese “simple” libro para colorear nuestras palabras autóctonas salvadoreñas, se me activan todos los resortes emocionales que se “desbloquearon” en esa experiencia creativa de exponerme a escribir, en esa pequeña sala de espera de hospital. De compartir en carne viva esa experiencia de la que pocas veces se habla: la infertilidad. Ponerle palabras a lo que sentía inauguró una etapa aún más fértil, en cuanto a propósito de vida.

Y el segundo motivo por el que les cuento todo esto es, quizá, el más importante. Tiene que ver con los detalles no contados en las historias de “Diáspora azul”. Aunque el sentido del blog y ahora podcast es inspirar a otras personas que se están desafiando en su proceso migratorio, para ayudarles a superar la adversidad que conlleva estar en un país distinto al suyo, en las entrevistas con estas mujeres, muchas veces, surge algo que llama poderosamente mi atención. Rara vez no ha aparecido un “eso, por favor, no lo incluyas, puede hacerle daño a mi hijo”… o “esa parte nadie de mi familia la sabe, no sé cómo la podemos poner”… o “aunque ya pasaron muchos años, me da miedo que aten cabos y sepan realmente lo que pasó”… Es decir, aunque las mujeres ponemos en valor nuestro esfuerzo y lo mucho que podemos llegar a conseguir, siempre, en esa dinámica, nos sentimos responsables de “cuidar la narrativa” de nuestra lucha. PARA QUE OTROS NO SE SIENTAN MAL.

Y eso me parece profundamente duro, pues implica sostener una historia, desde el silencio y el sacrificio, que no siempre nos compensa. Y que, con el paso de los años, nos damos cuenta que es terriblemente injusta. El verdadero músculo de esas luchas está en el silencio. En esos matices que se niegan a contar, incluso abordando sus vidas desde una mirada generosa.

Y me parece importante escribir también esas historias.

Ya empecé, de hecho. Les dije que llevo una libreta siempre en el bolso. Tengo varias de esas historias en papel; muchas tendrán que ser ficcionadas, para proteger a sus protagonistas. Y seguir protegiendo esas “otras vidas” de las que las protagonistas se sienten responsables. Lo que importa es que esas anécdotas, silenciadas para cuidar la psique de otros, puedan salir de esa cajita de represión, para salir al mundo y sanar otras posibles vidas que, al leerlas, conectarán con la esperanza de un nuevo inicio. De una nueva pulsión de vida. Como me sucedió a mí, con la llegada de mi hijo Aitor, en agosto de 2016, y con el permiso que me di a mí misma para sacar a la luz todo lo que de verdad se removió en mi vientre.

Por eso, hoy, decidí empezar con mi historia. Con esto que, durante años, callé, pero que ahora comparto, por si a alguien le encaja en el rompecabezas desordenado y doloroso de su vida actual. El orden llega. La paz, también.

 

 

Esta soy yo, el día de la premiación, junto a Blai Signes, ganador del Primer Lugar, en lengua valenciana. Y aquí les dejo el texto completo de mi relato ganador 🙂

IX Premio Literario del Hospital Universitari i Politècnic La Fe (Valencia, 2015)

Modalidad: Narrativa, relato corto. 

PRIMER LUGAR (castellano)

Título de la obra: “FASE CERO”. Autora: Claudia Zavala 

Esa mañana de julio es especialmente calurosa. Pese a la evidencia clara del verano, la sala de espera del área de Reproducción Asistida del hospital está desbordada. El deseo de ser madre no se va de vacaciones. Sudorosas, desesperadas, nerviosas, agotadas de esperar, decenas de mujeres observan con atención la pantalla donde se muestran los nombres y la sala a la que les corresponderá ingresar. Algunas se abrazan a sus maridos y descansan en su pecho; otras que han acudido solas leen, miran sus móviles o revisan la hoja de tratamiento que les pedirán al entrar a consulta. Sus rostros revelan el impacto físico y emocional que el tratamiento hormonal para conseguir un embarazo conlleva. A veces, la maternidad se convierte en un verdadero desafío para algunas parejas. Un desafío que debe batallarse, muchas veces, desde el silencio y el pudor social. Porque de estos temas “no se habla”. Incluso ahí, en esa sala en la que ya se sabe a lo que se va, la mayoría opta por no cruzar sus miradas, por evitar algún atisbo de conexión y empatía que pueda ser el preámbulo de una conversación. Pocas son las que se atreven a conversar, a regalar una sonrisa. Se trata, casi siempre, de las mujeres que llevan más de un intento fallido. O dos. O tres. Con esto nunca se sabe… Son las que perseveran como guerreras ante el dolor y la desilusión de resultados negativos. Las que luchan cada día por mantener la fe.

-¿Vienes a ecografía?

– Sí, bueno… me he hecho la analítica esta mañana. Medirán el nivel de estradiol y harán ecografía, para ver cómo vamos avanzando. A ver si esta vez tengo suerte y ovulo con normalidad. En la primera FIV tuve una hiperestimulación y me suspendieron el tratamiento. ¿Es tu primera vez?

– De FIV, sí, pero ya me hice cuatro inseminaciones antes. A ver qué tal…

– Tú, tranquila, ten fe, ya verás que todo saldrá bien.

Y una mirada fraterna surge, fugazmente, durante medio segundo quizá, pero surge. Ellas se alientan y se apoyan con la boca pequeña. Saben que las probabilidades de éxito disminuyen con los años. Saben que, por muy bien que vaya todo, hay una parte que ninguna eminencia médica puede controlar. Saben que en el desarrollo natural de un embarazo pueden existir giros inesperados. Pero también saben, y a eso se aferran, que la vida se abre paso por encima de cualquier adversidad.  Y eso es maravilloso.

– Teratoma. Se llama teratoma.

– ¿Tera… qué? ¡Jamás en la vida lo había escuchado!

– Es una especie de tumor enorme y feo que se te hace ahí adentro. Yo ni sabía que lo tenía. No presenté nunca síntomas. Hasta que un día fui a urgencias, porque me dolía mucho el lado derecho y pensaba que era el apéndice o algo así. Cuando me revisaron, vieron que, al otro extremo, al lado izquierdo, tenía un bulto con el tamaño de un embarazo de 5 meses. Eso me empujaba y me provocaba el dolor. Yo siempre he sido gordita, con caderas anchas, no se me notaba nada raro físicamente.

– Menos mal que te lo identificaron y lo sacaron sin problema.

– Sí, porque hubiera seguido creciendo. Me lo enseñaron después de la operación: Tenía pelos y dientes. “Teratoma” viene de “tera” (monstruo) y “toma” (tumor). Lo leí en Google. Chungo, tía, muy chungo…

Quien habla es una andaluza con un tono de voz bastante alto. Conversa con la chica de al lado, pero toda la sala está atónita con su relato. Risueña, rubia, cercana, su minifalda vaquera deja ver unas piernas voluptuosas que no paran de moverse. Está nerviosa: “Quiero ‘fumá’, no puedo ‘má’. Mi doctora dice que es más fácil que se quede ‘preñá’ una mujer que fuma, pero no una mujer ansiosa”. Decidida y con golpe de melena, se retira con un cigarro y un mechero en la mano. La muchacha de al lado se queda visiblemente preocupada por si salta su número en la pantalla y pierde el turno, durante su ausencia. Se le ve padeciendo: “Tanto tiempo de espera para que pierdan el turno por un cigarro”, dice.

La administrativa que está en el mostrador es una señora de unos 60 años, amable, educada y con el carácter necesario para organizar todo en una consulta que conlleva lidiar con muchas parejas al límite de los nervios, agotadas, molestas, incluso deprimidas. En su manera de hablar y explicar cada cosa se reflejan los años de experiencia y el gusto que tiene por su trabajo. A su lado está una chica joven, de unos 25 años, que está siendo entrenada por ella para cubrir las vacaciones veraniegas.

– Antes de dar cita, tienes que preguntar de qué grupo son: rojo, azul o amarillo.

-Mira qué bien, va por colores…

– Cuando te digan lo que necesitan, le das click al color, le das F5, buscas en este calendario y miras para cuándo hay disponibilidad.

– Guay.

– Luego, adjudicas al médico que tenga hueco y pones con iniciales lo que se hará. Para las analíticas no sale horario, así que tienes que ponerlas como urgencia, imprimes el volante y les dices que acudan a las 8:30 a extracción de sangre

– Tempranito…

– ¿Quieres dejar de masticar chicle?

Una mujer árabe, que aparenta unos 35 años de edad, se acerca al mostrador a hacer una consulta. Todos en la sala la miran. Su velo y vestimenta larga dejan muy poca piel al descubierto. Una señora mayor que acompaña a su hija, la mira de pie a cabeza y se abanica con mucha fuerza, sin disimulo: “¡Qué barbaridad!”, dice, resoplando.

Con el mejor de sus intentos, la administrativa de mayor edad le explica que debe validar la cita con su tarjeta SIP en la máquina, fijarse en el número de su sala y luego sentarse a esperar a que salga su nombre en la pantalla. Ella le entiende con dificultad. Es necesaria una segunda explicación, esta vez, con señas. El hombre que la acompaña, probablemente su marido, la toma del brazo y la guía hasta la máquina más cercana. Ella vuelve a los pocos minutos y se queda esperando de pie, apoyada en una columna cerca de la puerta. Sus ojos son enormes. Negros, profundos e intensos. Sabe que la observan y agacha la cabeza. Lee una especie de boletín de colores llamativos.

– No entiendo cómo aguantan esa ropa con este calor, dice la señora del abanico, moviendo el brazo con más velocidad.

– Sshhh… baja la voz, mamá. Es su cultura.

– Sí, claro, su cultura… Yo a él lo veo bien cómodo y fresquito, ¿qué cultura va a ser esa?, murmura.

– No empieces… ¡Levántate, que ya nos toca!

Algo pasa con el orden en que están llamando a las consultas. Una chica se levanta rápidamente, diciendo que llegó media hora antes que la señora del abanico y su hija. Que no es posible que las llamen antes si ella está citada más temprano. La chica que estaba al lado de la andaluza del teratoma también protesta y dice que ella, incluso, llegó más temprano que todas. A su vez, la andaluza pide que le aclaren cuánto tiempo más deberá esperar y si creen que le da tiempo para bajar y fumar otro cigarro.

-¡Vamos a ver, señoras!!! ¡Calma, calmaaa!!!, dice la administrativa mayor, intentando poner orden. Si todas tienen cita, todas serán atendidas. En verano hay médicos de vacaciones y es normal que tarden más, por la saturación que tienen. Les pido que tengan paciencia, por favor. ¡Colaboren un poco!, remata.

Por fin, veo mi nombre en la pantalla. Después de una hora y cuarto sentada, apenas he avanzado dos páginas en mi libro. Lo guardo en el bolso y avanzo hasta la sala que me corresponde. Atrás, dejo los murmullos de las quejas que no paran. Entro a mi consulta. Saludo al médico. Me indica que me prepare y pase al sillón de ecografías. Me tumbo. Espero. Respiro…

Durante el proceso de estimulación hormonal, las ecografías sirven para confirmar si la ovulación se está dando de la forma esperada. La prueba se complementa con los resultados de una analítica previa que mide los niveles de estradiol en la sangre. Si el médico considera que ya hay un buen número de óvulos para extraer, confirma la cita para la “punción de óvulos”, una intervención que se hace en el quirófano y necesita anestesia. Si no, recomienda más días de estimulación hormonal (pinchazos, alrededor del ombligo), hasta obtener la mayor cantidad de óvulos posible, sin llegar a hiperestimular. Los óvulos de mejor calidad serán fecundados en el laboratorio con el esperma de la pareja (o del donante, si es el caso) para formar embriones y, si esos embriones evolucionan bien, uno o dos serán introducidos en el útero,  en la fase llamada “transferencia”. Quince días después, se hace la prueba de embarazo, para saber si el resultado es positivo.

Pienso en la complejidad de la concepción y en cómo, a mi pesar, en poco tiempo me he llegado a informar tanto sobre estos temas, cuando a mi alrededor todas las mujeres parecían quedarse embarazadas fácilmente. Mientras mira mi útero y ovarios, a través de las imágenes del ecógrafo, el médico le dicta a una residente en prácticas que teclea en el ordenador lo que ve:

– Uno de 15, dos pequeños de 11, dos rojos de 20, otro de 22, el otro quiste sigue ahí, sin problema, no se cuenta… En total, seis en el ovario derecho, sumando los cuatro del izquierdo que teníamos hace tres días, estamos listos. “Haremos la punción en dos días”, me confirma.

– Ok, perfecto.

– Pide cita afuera para punción. ¿Ya tienes tus pruebas listas y has pasado con el anestesiólogo para quirófano, ¿verdad?

– Sí, eso lo hice hace tres días. Ya entregué mis pruebas y me dijeron que todo estaba bien.

– De acuerdo. Suerte y que vaya todo bien.

Salgo con mi volante en mano para pedir cita y veo el reloj en mi móvil: doce minutos de consulta. Siempre tengo la sensación de que todo mundo tarda mucho en el médico, menos yo. Lo mío es un entrar y salir, después de, al menos, una hora de espera. Abro la puerta del pasillo hacia la sala de espera y me pongo en la cola para pedir cita. Avanzan rápido. Me atienden bien. La muchacha joven ya no mastica chicle y ha entendido cómo funciona el sistema informático. Cuando estoy a punto de terminar mi periplo, sale de otra consulta la chica que se sentaba al lado de la andaluza fumadora. Está llorando. Su rostro profundamente triste y sin esperanza realmente me conmueve. Está sola y se limpia las lágrimas con disimulo, mientras se despide sutilmente girando la cabeza, como diciendo “esta vez no ha podido ser”. Con una débil sonrisa, suelta casi en un susurro: “suerte, chicas”.

La andaluza regresa de fumar otro cigarro y se la topa en la puerta. La abraza. También llora. La sala se queda en un silencio muy pesado. Otra vez, las cabezas agachadas…

Cojo el volante de la cita para dentro de dos días y avanzo hacia el pasillo donde está el ascensor. Justo al lado, están las salas de espera de Ginecología y Pediatría. Veo mujeres embarazadísimas, sentadas en posturas extrañas, quejándose del peso del bebé y lo incómodo que resulta dormir y caminar. Continúo y oigo el llanto de bebés recién nacidos, arrullados por padres ojerosos y abatidos por la desesperación de sus criaturas. Siento un ligero espasmo en el estómago al pensar que lo que estoy viviendo en este momento es apenas una “fase cero”, tan preliminar e impredescible, a la que aún le espera una montaña rusa de emociones y experiencias en el camino de la maternidad. Subo al ascensor en el que, excepcionalmente, estoy sola. Me veo en el espejo y me descubro los lagrimales húmedos y brillantes. Quiero que esos tres pisos sean una eternidad para respirar y aliviarme un poco.

Bajo, atravieso todo el pasillo de la entrada principal, cojo el periódico del hospital, esquivo al señor de la lotería y ya estoy en la calle. Pienso en la cantidad de historias y sentimientos que hay detrás de cada rostro de las personas que visitan un hospital: alegrías por nacimientos, llantos por muertes, miedo e incertidumbre por enfermedad… Corazones que agradecen o maldicen, que confían con devoción absoluta o que escupen con fuego la poca fe que les queda. En definitiva, historias silenciosas que condensan la intensidad de la vida, en unas cuantas torres de cemento.

 

 

 

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